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Estudiaba en un plano las líneas rojas y azules de los trayectos de los autobuses y del metro pero no entendía gran cosa en aquella maraña geométrica, y como me daba miedo preguntar y no estaba muy seguro de entender lo que me dijeran seguía caminando sin atreverme a subir a un autobús y menos aún a internarme en los túneles del metro, que en aquellos años conservaba aún su leyenda siniestra, su mitología de crímenes, de ratas enormes y de trenes asaltados por vándalos y cubiertos abigarradamente de pintadas. Alguien me había contado que las escalinatas de salida de algunas estaciones estaban cegadas por escombros y vertederos de basura, y que había lunáticos especializados en acercarse por detrás a los viajeros en los andenes y empujarlos hacia las vías justo en el momento en que llegaba un tren. Era entonces cuando se publicaban crónicas fantasiosas en los periódicos españoles sobre los caimanes ciegos que se multiplicaban en las alcantarillas de Manhattan y sobre mendigos espectrales y albinos que vivían en los túneles de las estaciones abandonadas. Cómo distinguir la verdad de la mentira en una ciudad donde las dos parecen igual de inverosímiles. El aire caliente del metro subía de los respiraderos como el aliento húmedo de un Minotauro que tuviera su laberinto en las concavidades subterráneas de la ciudad, cuya hondura a veces se entreveía al mirar hacia abajo cuando se pisaba una rejilla en la acera. Exhausto de tanto caminar, de ver tantas cosas y cruzarme con tantas caras de desconocidos, vi detenerse junto a mí a un autobús que bajaba por la Quinta Avenida y subí a él en cuanto se abrieron las puertas, aunque no estaba seguro de si me acercaría al puente de Brooklyn, a donde yo había planeado insensatamente llegar caminando. Mi cosmopolitismo novelero de transeúnte solo en Nueva York se trasmutó velozmente en aprieto de palurdo cuando intenté pagar el trayecto con un billete y el conductor, un negro grande con cara de fastidio, con gestos malhumorados de impaciencia, me dijo algo que yo no llegaba a entender, porque el sobresalto de vergüenza me cerraba todavía más los oídos ineptos. La puerta seguía abierta, el autobús temblaba con el motor en marcha, y yo permanecía alelado delante del conductor, con mi dinero inútil en la mano. Varias filas de pasajeros me miraban con curiosidad despectiva, imaginaba yo, con esa fatigada indiferencia que tiene la gente al final de la tarde en los transportes públicos. A pesar de mi aturdimiento alcanzaba a comprender, más por sus gestos que por sus palabras, que el conductor me urgía a bajar del autobús, que no podía perder más tiempo conmigo. Entonces un pasajero que iba en uno de los primeros asientos se puso en pie, con un ademán rápido y brusco sacó de su cartera una tarjeta de transporte y la introdujo en la ranura superior de la máquina que había junto al conductor malhumorado, el cual cerró de golpe las puertas del autobús y me indicó que pasara, arrancando tan fuerte que pude haber añadido al espectáculo de mi torpeza el colofón de caer de bruces entre las filas de asientos. Pero nadie me miraba, ni siquiera el alma generosa que me acababa de rescatar del ridículo. Yo no estaba familiarizado todavía con la manera que tiene la gente de Nueva York de fingir que no mira y de eludir la mirada ni con los sistemas de pago en el transporte público. Con mucha frecuencia el extranjero es alguien que se ve consumido por la tarea desconcertante y minuciosa de aprender casi cada uno de los mecanismos rutinarios de la vida, como en aquel cuento de Julio Cortázar en el que se detallan extenuadoramente las instrucciones para subir una simple escalera. Para los demás viajeros el trayecto del autobús era tan cotidiano que ni reparaban en él, y sólo salían de su ensimismamiento o de la lectura del periódico cuando un automatismo interior les avisaba de la proximidad de la parada en la que tenían que bajarse. Para mí era una aventura que no carecía de su parte gradual de zozobra. Iba con la cara pegada a la ventanilla, Quinta Avenida abajo, consultaba el mapa de pliegues excesivos como para manejarlo sin un desconcierto suplementario y procuraba fijarme en los números descendentes de las calles, pero bastó que el autobús torciera un par de veces para que yo dejara de saber por dónde íbamos, o si me acercaba o me estaba alejando de mi destino final en el puente de Brooklyn. Rápidamente la ciudad se iba volviendo otra, más desordenada en su topografía, más sucia, más oscura, sin escaparates lujosos ni mucha gente en las aceras, con edificios abandonados y solares de escombros, con las tiendas de las esquinas alumbradas pobremente en el anochecer, con escaparates mugrientos y atestados de cosas baratas, muchas veces con largas rajas en los vidrios, remendadas de cualquier manera con cinta adhesiva. En Nueva York el tránsito de la belleza a la desolación sucede siempre expeditivamente, como si el principio universal de máxima eficiencia hubiera aconsejado la supresión de gradaciones intermedias. Grupos de hombres jóvenes rondaban por las esquinas, mirando de soslayo a los coches o a los pocos transeúntes que pasaban, los coches con ventanillas bajadas de las que salían músicas africanas o latinas violentamente amplificadas, los transeúntes pálidos y solos, con un andar cansino de yonquis, aunque en esa época y por aquellos barrios las ampollas de crack eran más abundantes en las aceras y en los portales que las jeringuillas. Qué haría yo si el autobús tenía su última parada en una de aquellas esquinas de grupos sombríos y neones enfermos, si no me quedaba más remedio que echarme a caminar sin la menor idea de hacia dónde tenía que dirigirme y sin ningún taxi en las inmediaciones, con todo mi aire de turista extraviado e incauto, dócil al atraco, con mi mapa mal doblado en la mano y mi cartera en el bolsillo, y en ella la tarjeta de crédito y unos cuantos billetes de cien dólares, no muchos, pero sí flamantes, que por supuesto yo no había tenido la precaución de dejar en la caja fuerte del hotel. El autobús se paraba y yo contenía la respiración, pero se ponía otra vez en marcha, cada vez más vacío, ya de noche, una noche lóbrega y desapacible, con el viento soplando desde el East River, que debía de estar muy cerca, arrastrando jirones de periódicos y recipientes vacíos de comida barata por las aceras sucias, esa hojarasca de basura que no parece que se barra nunca del todo en los barrios pobres de Nueva York. Por fin desembocamos en una calle transversal mucho más ancha y mejor iluminada, y ahora sí que el autobús había llegado al final del trayecto. Al bajarme no me atreví a preguntarle al conductor si estábamos muy lejos del puente de Brooklyn. Exhausto de días de caminatas y noches de insomnio en la habitación donde no cesaba el ruido ni se apagaba la luz roja del teléfono, hambriento y alucinado como un eremita de tanta soledad, seguí andando en línea recta hacia donde yo calculaba que estaría el sur, y me encontré de pronto sorteando cuerpos caídos o despatarrados de borrachos, borrachos sentados en los escalones o durmiendo la borrachera sobre colchones viejos o bolsas de basura, borrachos de pelo aplastado y ojos enrojecidos que miraban hacia la calle tras las cristaleras de las hamburgueserías, que rebuscaban por las papeleras o entre el desorden de muebles desahuciados y frigoríficos y hornos y marmitas y sartenes enormes y letreros de restaurantes que debieron de quebrar hacía muchos años, y cuyos despojos se venden en las chamarilerías ingentes de la calle Bowery, puerta con puerta con los hoteles inmundos que en aquella época todavía abundaban, y que eran el último refugio y la sepultura en vida, el sumidero donde acababan los borrachos más tirados de la ciudad. Pero en Manhattan una caminata en línea recta siempre es un corte geológico que atraviesa mundos sucesivos, provocándole al transeúnte no habituado al asombro de tan caprichosa variedad como un mareo de rotaciones planetarias, un vértigo de niño en el tiovivo que ve moverse con demasiada rapidez las caras y luces de la feria: y apenas había atravesado la región turbia de la Bowery donde, con palabras de Lorca precisamente escritas en Nueva York, meriendan muerte los borrachos, la acera por la que bajaba se fue poblando de menudas caras orientales y letreros en chino, primero signos aislados, garabatos de neón o de pintura negra sobre el ladrillo sucio de las paredes medianeras, y luego altas banderolas agitadas por el viento, carteles grandes de cines que anunciaban películas chinas con actores retratados en posturas batalladoras o románticas, quioscos diminutos donde se vendían periódicos con apretadas columnas y titulares en caracteres de un tamaño alarmante, como si anunciaran mortandades y naufragios en los mares de China, tiendas de discos con pósters en los escaparates de ídolos chinos de la canción ligera, joyerías chinas, bazares chinos de juguetes en los que se vendían serpientes articuladas, dragones voladores, tiburones y tortugas de plástico que se agitaban como peces dentro de cubos llenos de agua. Atravesando el mundo en la distancia de unos pasos yo había llegado por primera vez y sin previo aviso, como un desnortado Marco Polo, al gran hervidero chino de Canal Street.