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Me perdía entonces por la ciudad tan completamente como no he vuelto después a perderme, ni en ella ni en ninguna otra, sin distinguir los puntos cardinales y sin la menor idea de lo que podía encontrarme al doblar una esquina, con esa ebriedad hecha a medias de asombro desmedido y cansancio, del impacto causado por la escala de las distancias, las alturas, los puentes, las multitudes, los ríos. Echaba a andar con las manos en los bolsillos y me dejaba llevar en una línea quebrada de itinerarios azarosos, rápidamente extraviado en la cuadrícula abstracta de la ciudad, mareado por la monotonía de las distancias entre una calle y otra, por la gradación ascendente o descendente de números que no sabía hacia dónde me estaban conduciendo. Avanzaba o me detenía obedeciendo las órdenes secas y alternas de los semáforos, hipnotizado por su repetición, WALK, DON’T WALK, WALK, DON’T WALK, tanto como por el ritmo de metrónomo que acababan adoptando los pasos para adaptarse a ellas. Me perdía bajo las bóvedas altísimas y por los vestíbulos de mármoles resonantes de Grand Central Station, arrastrado como una hoja en un río por las corrientes y torbellinos de multitudes que venían en la hora punta de todas direcciones, ocupando pasillos y derramándose escaleras abajo hacia los andenes con el tumultuoso poderío de una inundación. En Grand Central Station la impresión del espacio es tan poderosa, tan estimulante, como en las ruinas de la basílica de Majencio o en el interior del Panteón: un espacio desmedido y sin embargo armónico, que no aplasta con la escala de sus dimensiones, sino que da más bien una cierta sensación de ingravidez que la mirada vuelta hacia arriba contagia al cuerpo entero, un impulso de elevación gozosa, como cuando se escucha una cantata de Bach. Salí empujado por la angustiosa multitud a través de unas puertas de anchos batientes metálicos y me encontré en la calle, a la sombra de un gran puente de hierro, y caminé hacia la claridad abierta del cielo del oeste por las aceras de la calle 42, dejando atrás los leones y los mármoles de la biblioteca pública, los árboles de Bryant Park, las encrucijadas comerciales de la Sexta Avenida, de Broadway, de la Séptima. Andaba tan distraído, pasando de una acera a otra para observar las perspectivas cambiantes de los edificios, que no me di mucha cuenta del cambio inquietante que estaba sucediendo a mi alrededor hasta que no estuve en el cruce de la Octava o de la Novena Avenida, en una extensión abierta y desolada de deterioro urbano poblada por prostitutas de piernas flacas, labios muy rojos y ojeras moradas, por clientes viejos tan desahuciados como ellas y chulos con gafas de cristales de espejo que montaban guardia apoyados en los coches y en las barandillas de las estaciones del metro. El horizonte era más ancho ahora, las aceras más sucias, el olor de las alcantarillas más intenso, y aún en pleno día parpadeaban los letreros de los cines pornográficos, de los sex shops y de los locales de striptease, de los que salían olores groseros a cerrado y a desinfectante, ritmos de música funky y jadeos amplificados de mujeres. Pero todo tenía un aire menos de tentación que de ruina, y los objetos eróticos y las revistas en los escaparates, las fotos de las estrellas porno en las marquesinas, las cortinas rojas de acceso a los clubes de striptease, parecían contaminados por la misma roña y sometidos a la misma devastación que las caras de las mujeres en las esquinas y las fachadas y portales gangrenosos de los edificios, muchos de ellos con las ventanas tapiadas, con neones de hoteles a los que siempre les faltaba alguna letra, igual que faltaba algún diente en las muecas ruinosas de las prostitutas.