LXIII

Conseguí hablar con Helena Justina durante el desfile. Esperaba que, en un lugar público, la cortesía la forzase a contener su reacción ante lo que iba a proponerle. En fin, merecía la pena intentarlo; aunque esperaba problemas no importaba el lugar en que abordase tan delicado asunto. A ella no le gustaría bajo ninguna circunstancia lo que ahora tenía que decirle, aunque pensé que Helena no podría por menos de reconocer que yo estaba en lo cierto.

La Decimocuarta había dejado muy claro que, como todo lo que sucedía en Moguntiacum, aquello era asunto suyo. El espectáculo consistía en las aburridas ceremonias de costumbre. La falta de dinero y el exceso de cinismo provocaban que rara vez se celebrase un espectáculo decente, ni siquiera en Roma. Ahora estábamos en plena Europa y mediados de noviembre no era época para festividades al aire libre. Debería existir una norma que descalificara a aquellos aspirantes al trono imperial que no celebraban su aniversario en pleno verano. La última excepción, tal vez, podría ser para los nacidos en el Aventino, en marzo de hacía treinta años…

Como esperaba, tanto la multitud congregada como el oropel resultaban demasiado escasos; el tiempo era desapacible y la comida y bebida, cuando se podían encontrar, terribles. Las formalidades tuvieron lugar en el campo de instrucción, el cual, a diferencia de un anfiteatro decente, carecía accesos fáciles. Las pocas mujeres de extracción romana que asistieron estaban sometidas, por supuesto, a estrictas normas de comportamiento en público. Tres de ellas, junto con un par de invitados, tenían que ocupar un estrado envuelto en sedas tachonadas de joyas mientras doce mil varones de pelo en pecho las contemplaban con descaro. Si les gustaba, estupendo. Sin embargo, yo sabía de uno que aborrecía aquello.

El programa de celebraciones ocupaba toda la jornada, pero sólo me sentí obligado a quedarme hasta la presentación de la Mano. Una vez llevada a cabo la ceremonia, me proponía contar a Helena lo que tenía que decirle —dando por sentado que podría acercarme a ella— y, luego, marcharme.

En realidad, tomaron parte en los actos las dos legiones acuarteladas en la ciudad, lo que hizo que el ritmo de las cosas fuese francamente soporífero. Las marchas en formación, aunque se trate de hombres en uniforme de gala con los cascos de cresta, nunca han sido mi concepto de teatro estimulante. La acción resulta aburrida y los diálogos son terribles. Esta vez, el promotor ni siquiera había conseguido encontrar una orquesta; lo único que teníamos eran bronces y platas militares. Y ver repetido dos veces cada acto, de modo que ambas legiones pudieran proclamar explícitamente su lealtad al emperador, aumentaba el tedio hasta convertirlo en tortura. Y yo ya había pasado por suficientes penalidades.

Empezó a llover.

Aquello era lo que había estado esperando. Las damas del estrado empezaron a soltar chillidos de alarma, temerosas de que sus ropas encogieran o de que se les corriese el maquillaje. El grupo de esclavos encargado de levantar un toldo sobre sus cabezas estaba haciéndose un espléndido lío con él. Observé que Helena se ponía nerviosa, como sucedía siempre que alguien daba muestras de desorganización en alguna situación en la que ella no debía entrometerse. Sabedor de que me disculparía si salvaba la situación, salté al estrado, así uno de los postes que sostenían el toldo y ayudé a los esclavos a colocarlo en su sitio.

Las mujeres a las que estábamos protegiendo eran la esposa del legado de la Decimocuarta, Menia Priscila; otra mujer más entrada en años que debía de ser la madre gallina de la Primera Adiutrix; Helena Justina; otra visitante que era amiga de escuela de la madre gallina y Julia Fortunata. Presumiblemente, esta última había sido invitada porque su posición era demasiado alta como para ignorarla y su papel en la vida del difunto Gracilis demasiado oscuro como para ser del dominio público. En cualquier caso, Menia Priscila, encantadoramente ataviada con ropas blancas de luto, sacaba el máximo partido de su papel en la representación, mientras Julia aprovechaba la menor ocasión para abrazarla y consolarla. No se iba a hacer ningún comentario en público sobre la conducta nada ejemplar del difunto legado, pero sus dos mujeres habían sido puestas al corriente. Como consecuencia de ello, ninguna de las dos se sentía obligada a llorarlo con excesiva pena. Me complació observar que la viudez, o su equivalente, exponía lo mejor que había en ambas. Su presencia de ánimo era una visión maravillosa.

Dejó de llover y las damas se relajaron. Recogimos el toldo provisional y, tras ello, me quedé en cuclillas al lado de Helena, preparado para volver a ocuparme del aparejo si se repetía el desastre.

Me pareció ver que sus compañeras de estrado me lanzaban una mirada de curiosidad.

En el campo de instrucción, estaban llegando al punto culminante del complejo ceremonial. Varias cohortes de caballería auxiliar procedían a representar una batalla ficticia. En esta ocasión, la Primera Adiutrix actuó sola, ya que la Decimocuarta aún no había sustituido a sus bátavos perdidos, lo cual dio por fin a la Primera la oportunidad de mirar a su rival por encima del hombro mientras desplegaba sus unidades. Creí apreciar que se trataba de hispanos. Sus caballos pequeños y robustos estaban bien conjuntados y engalanados con todos los arreos de parada: centelleantes discos de cobre en las riendas, orejeras doradas y grandes placas redondas en el pecho. Los jinetes lucían uniformes de color añil que contrastaban con las brillantes mantas escarlata de las sillas de montar. Las cohortes desfilaron en continuos círculos y cruces, agitando las lanzas emplumadas y blandiendo sus escudos redondos con puntiagudos tachones de adorno, en cuyo centro lucían exóticos motivos, ajenos a Roma. El aire de misterio lo daban sus cascos de desfile de gala, que cubrían su rostro otorgándoles el aire sereno e inexpresivo de las máscaras teatrales. Durante media hora, aquel noble coro ecuestre cabalgó por el ventoso campo de instrucción como un grupo de dioses altivos; finalmente, salió al galope a través de las grandes puertas de acceso a la Via Principia, dejando a todos los espectadores agotados y desatendidos.

En el estrado repartieron bebidas calientes.

Ya era hora.

Me pregunté lastimeramente si era el momento de hablar con Helena, pero la vi disfrutar del refrigerio y decidí dejarlo para otra ocasión.

—¡Ahí está Julio Mordantico! —me indicó ella, señalando un grupo de civiles de la ciudad. Entre el puñado de capuchas puntiagudas se alzó una mano que le devolvió el saludo. Helena y sus amigos se sentían felices. El gobernador provincial me había entrevistado en relación con el fraude en los contratos de la cerámica, tras lo cual había podido llevar buenas noticias a los alfareros locales—. Tenía intención de contártelo, Marco —me dijo con tono culpable—. Mientras estabas en Augusta Treverorum, Mordantico nos ha traído como regalo un soberbio juego de escudillas. Es una lástima —añadió mi insensible enamorada— que no tengamos un comedor donde lucirlas…

Ahora, ya nunca lo tendríamos. Aparté la mirada.

La pausa en las formalidades se prolongó mientras los presentes sostenían los cuencos de caldo entre las manos, tratando de calentárselas. Helena continuó parloteando.

—Dicen que, cuando Xanto afeitó y cortó el cabello al rebelde, guardaste los mechones en una bolsita para impresionar al emperador. ¿Es cierto eso?

—Sí.

—¿Cómo pudiste convencer a Xanto para que participara en eso?

Ahora, Xanto haría cualquier cosa por mí, pues le había regalado un cuerno de uro auténtico. Un cuerno tan grande que, si lo empleaba como copa de beber, podría ahogarse en él. Había advertido el barbero que lo tratara con sumo cuidado pues, aparte del que yo mismo me reservaba, no encontraría otro.

—No parece el más indicado para vigilar a un rebelde —apuntó Helena.

—Xanto tiene intención de establecerse y hacer fortuna en una ciudad donde el nombre de Nerón le proporcione un enorme prestigio y, a la vez, le permita superar su pasada existencia de esclavo. Augusta Treverorum es un lugar adecuado: refinado pero no demasiado presuntuoso. Se dedicará a afeitar a la crema de la sociedad belga en el porche de su establecimiento mientras en la puerta de atrás hacen cola las mujeres pobres para vender sus bucles dorados con los que hacer costosas pelucas para las damas romanas de la alta sociedad. —Esto último no me parece muy correcto.

—Esas mujeres podrían vender cosas peores, querida. En cualquier caso, apuesto a que nuestro amigo de los zapatos de colores estridentes terminará siendo un probo ciudadano que contribuirá con munificiencia a la construcción de templos y columnas conmemorativas.

—¿Y Civilis?

—Xanto le ha teñido de ébano el cabello para evitar que lo reconozcan. Así estará a salvo de asesinos y a nuestra disposición. El barbero visitará su casa todos los días para rasurarle la barba. Si Civilis decide fugarse, la desaparición será advertida de inmediato.

Era la libertad condicional perfecta. Y el infortunado jefe no volvería a tener ocasión de agitar a las masas, ahora que se pasaría la mayor parte del día embozado bajo toallas calientes y escuchando chismorreos.

Helena sonrió. Me encantaba su sonrisa.

—¡Eres maravilloso, Marco! —El tono burlón resultó bastante delicado.

En el campo de instrucción, el gobernador provincial, con la cabeza cubierta, se preparaba a estudiar una nueva serie de augurios. Le ayudaba a ello, en nombre de la Decimocuarta, su tribuno mayor, Macrino, quien sustituía en la ceremonia al difunto legado. Aprecié que Menia Priscila daba muestras de inquietud. Ahora, no tenía ninguna posibilidad. La ambición había reemplazado todo lo demás. Aprovechando aquella ocasión de aparecer como sustituto, Macrino estaba absorto en el futuro de su carrera pública.

No necesitaba observar un repulsivo hígado de oveja para saber que los presagios eran desfavorables para mí.

—¿Qué sucede? —preguntó Helena en un susurro.

—Hay algo que debo decirte.

—Bien, adelante. Será mejor que lo sueltes ahora mismo.

Los abanderados llevaron sus lanzas hasta el centro del campo. Aquellos hombres gigantescos envueltos en pieles de lobo o de oso, con las cabezas de los animales colocadas sobre el casco y las zarpas cruzadas sobre el pecho, avanzaron con su paso siniestro hasta rodear al gobernador y, desde allí, hirieron el suelo con las recias puntas de sus lanzas. Las armas se mantuvieron clavadas: los dioses eran propicios. Así pues, allí quedaron los estandartes de la Decimocuarta Gémina Martia Victrix. El águila dorada con el número de la legión. El distintivo individual de cada cohorte de infantes y las banderas cuadradas con flecos que utilizaba la caballería. El retrato del emperador en lugar de honor. Fastos militares de medio siglo atrás. La estatua de Marte. Y ahora, presentada a la legión ante toda la unidad formada, con la palma abierta como símbolo de amistad o de poder, la poderosa Mano.

Aún de rodillas al lado de Helena, contemplé la ceremonia con aire grave.

—Helena, ya he terminado mi misión. Es hora de que me marche. He estado pensando… Algunas mujeres pueden ser más útiles al mundo que los hombres. —Noté su dedo juguetón en la nuca; al cabo de un instante ella sabría que no era apropiado hacerlo y lo retiraría. Me obligué a continuar hablando—: Helena, por el bien de Roma, debes casarte con Tito. Cuando respondas a su carta…

Una fanfarria de trompetas me interrumpió.

Magnífico. El gran gesto de mi vida, echado a perder por un trompetazo inoportuno.

El portaestandartes encargado de la Mano recibió la autorización del gobernador y empezó a avanzar entre la legión entera para exhibir el regalo de Vespasiano. Se acercó a las cohortes. Ante cada una de ellas, el portador de la enseña correspondiente efectuó una breve demostración de acatamiento antes de que la Mano continuara su camino. Las trompetas de la legión no dejaron de bramar en ningún momento de la lenta marcha.

Helena posó su mano en mi cuello. Perder su contacto dulce y reconfortante sería insoportable. Pero yo era fuerte. Lo aguantaría. Me sobrepondría. Si Helena Justina escogía el Imperio como su deber, la enviaría de vuelta a Roma sola, mientras yo optaba por el exilio permanente, condenado a vagar por las últimas fronteras del Imperio o incluso más allá, como un alma en pena…

En el preciso momento en que me disponía a levantarme del estrado y despedirme como un héroe, Helena se inclinó hacia mí. Su cabello me rozó la mejilla y su perfume me envolvió en un halo de canela. Sus labios se movieron susurrantes junto a mi oído:

—Deja de poner esa cara tan patética. Escribí a Tito el día que dejaste Colonia.

Volvió a erguir el cuerpo en la silla. Yo me encogí donde estaba. Observamos el portaestandartes terminar su ronda con paso firme en torno a las dos últimas cohortes de infantería. Por fin, las trompetas callaron.

Alcé la vista. Helena Justina me golpeó suavemente en la nariz con los nudillos de la mano en la que lucía el anillo de plata que le había regalado. No me miró. Tenía la vista fija en el campo de instrucción con una expresión de refinado interés, como cualquier otra dama de buena cuna que se preguntara cuándo podría marcharse a casa. Nadie más que yo podía apreciar la obstinada y hermosa que era.

Mi chica.

El abanderado jefe de la Decimocuarta Gémina volvió a presentar la Mano de Hierro del emperador a su tribuno mayor. Era un hermoso trabajo, de tres palmos de altura, y el hombre de la piel de oso debía de estar sin aliento a causa del peso. Un armero había repintado las desportilladuras de sus motivos decorativos dorados, pero yo sabía muy bien que tenía una mella en el pulgar, donde se había golpeado contra la armadura de la cama de alguna hospedería de mala muerte en mi trayecto por la Galia.

—¿Te quedarás conmigo, Helena? —me atreví a preguntar débilmente.

—No tengo más remedio —respondió ella (después de una pausa para pensárselo)—. Poseo la mitad de ese servicio de mesa samio y no tengo intención de renunciar a él. Así que deja de decir tonterías, Marco, y disfruta del desfile.