LXII

Augusta Treverorum, capital de Bélgica.

Había sido fundada por Augusto, quien, después de escoger un emplazamiento vacío en un estratégico cruce de caminos en el río Mosela, la había iniciado con un puente, como hombre sensato que era. El puente era una construcción bastante decente, con siete macizos pilares de cantería. Como allí el río era antojadizo, toda la estructura estaba realizada a una escala enorme. La ciudad había sido proyectada cuidadosamente. Había nuevos viñedos pugnando por arraigar y campos de cereales, pero la economía local prosperaba gracias a dos industrias: la alfarería y la lana. Las ovejas proveían a las fábricas de hilados oficiales con los que se tejía la tela de los uniformes militares; por su parte, los productores de cerámica también mantenían un contrato con las legiones. Como consecuencia de ello, no me sorprendió descubrir que los peces gordos de Augusta Treverorum habían conseguido dotarse de algunas de las mansiones más grandes y bien provistas que había visto desde que dejara Italia. Aquélla era una ciudad que habría atraído la atención de cualquiera que hubiese aprendido a apreciar la vida romana en sus aspectos más civilizados (la riqueza y la ostentación). Alguien, digamos, como un bátavo romanizado de alto rango.

El templo de Marte Leno honraba tanto a nuestro dios como a su equivalente celta, Tiw. Éste no era el Marte guerrero, sino el Marte sanador; un corolario lógico, ya que el dios de los soldados tiene que sanar sus heridas si quiere conducirlos de nuevo al frente de batalla lo antes posible. También estaba representado Marte, el dios de la juventud (un joven carne de lanza).

El templo era el centro de una floreciente capilla para los enfermos. En él había un gran número de tabernas inactivas y hediondas habitaciones en alquiler, además de tiendas y tenderetes en los que vendedores de dijes y chucherías también se empeñaban tercamente en hacerse ricos a toda prisa, antes de que su clientela literalmente muriera. Estaban los habituales y deprimentes aprovechados que vendían ex votos representando cualquier parte de la anatomía, desde genitales (de ambos sexos) a pies (derechos o izquierdos) u orejas (indeterminadas), además del consabido ramillete de boticarios, barberos, matasanos, dietistas, adivinos y cambistas. Todos aquellos personajes acudían en bandada a la capilla a vivir de la esperanza y de la desesperación en igual medida, cargando en cada ocasión su elevado porcentaje habitual. De vez en cuando, distinguí a alguien que estaba enfermo o tullido de verdad, pero se procuraba que éstos se mantuvieran fuera de la vista. Las caras pálidas y tristes eran malas para el negocio.

Como en todos los recintos parecidos, el trasiego de estos sospechosos empresarios tenía que ser rápido. La gente podía ir y venir sin demasiadas explicaciones. Se hacían pocas preguntas, pues cada cual prefería mantenerse en un discreto anonimato por si se presentaba algún funcionario haciendo averiguaciones sobre las licencias. En aquella ciudad de casuchas, un hombre que quisiera permanecer oculto podía vivir más o menos abiertamente.

En ningún momento llegué a ver al chico de las flechas. Mejor para él. Si hubiera dado con él con gusto le habría dado una azotaina por no ser más certero al disparar contra mi sobrina.

Encontré a Julio Civilis con el aspecto de un hombre sin dinero, sentado en un banco delante de una chabola a las afueras de la ciudad, con aire impaciente. Mientras hacía muescas en un pedazo de madera con un cuchillo, mantenía un ojo avizor por si se presentaban problemas; pero el hombre sólo tenía un ojo para poder hacerlo. Mis informantes habían sido eficientes, y para cuando llegué a la zona sabía cuál de los caminos polvorientos conducía a su vivienda y tenía una descripción personal de él. Di un rodeo por los campos cercanos y me acerqué silenciosamente al hombre por su lado ciego.

—¡El juego ha terminado, Civilis!

Giró en redondo y me encontró allí plantado. Saqué la espada lentamente y la deposité en el suelo, entre los dos. Aquello sirvió para establecer una tregua y dialogar. Civilis debió de suponer que yo aún llevaba mi puñal y, dado que él había sido comandante de caballería, no dudé ni por un instante de que debía de ir cargado de navajas para extraer piedrecitas de las pezuñas de los caballos… o para grabar muescas en las costillas de los agentes imperiales. Si quería pillarme por sorpresa tendría que ser el primero en actuar y hacerlo muy deprisa, pero parecía demasiado desanimado para intentarlo.

Era más alto y mucho más corpulento que yo. Probablemente, incluso estaba más deprimido de lo que yo me sentía. También me superaba en edad. Llevaba calzones de cuero que le llegaban hasta debajo de la rodilla y una capa adornada con tiras de piel entrelazadas. Estaba cosido a cicatrices y se movía rígidamente, como si hubiera caído de su caballo más veces de la cuenta. El ojo que le faltaba parecía haber sido arrebatado por alguna esquirla de proyectil de artillería que le había dejado un profundo y sinuoso costurón. El ojo bueno tenía una mirada penetrante y extremadamente inteligente. Lucía una barba que le llegaba hasta el broche de la capa y unas largas y onduladas guedejas; tanto éstas como aquélla estaban teñidas de rojo. No del rojo intenso que me había estado prometiendo, sino de un tono más triste y desvaído, que parecía reflejar lo que quedaba de su vida de rebelde. También advertí que las raíces de sus cabellos empezaban a mostrar canas.

Civilis dejó que me presentara.

—¡De modo que esto es lo que se siente al conocer a quien pasará como una nota a pie de página en el libro de la Historia!

—¡La más insignificante de las notas! —gruñó él. Descubrí que Civilis me caía bien—. ¿Qué quieres?

—Pasaba por aquí y se me ocurrió que podía hacerte una visita. No te sorprendas. Hasta un niño podría dar contigo aquí. En realidad, ha sido una niña quien te ha descubierto; una simple chiquilla de ocho años, y no demasiado despierta, aunque tuvo la ayuda de cierto ubio, mucho más listo. ¿Preocupado? —inquirí con suavidad—. Ya sabes lo que eso significa. Si puede encontrarte una niña, también puede hacerlo cualquier legionario vengativo cuyo compañero haya muerto en Vetera a manos de tus hombres. O cualquier bátavo descontento, dado el caso.

Julio Civilis me respondió que podía irme a tomar viento.

—Empleas las mismas palabras que los soldados de la famosa Decimocuarta Gémina; ellos también consideran que apesto. Debe de ser la influencia romana. ¿No echas de menos todo eso?

—No —respondió él, pero con un tonillo de envidia—. ¿La Decimocuarta? ¡Esos fanfarrones! —Julio Civilis había mandado un destacamento de auxiliares en Germania antes de optar a la gloria; debía de haber tenido noticias de su legión madre a través de sus parientes encuadrados en las famosas ocho cohortes bátavas que habían desertado—. Supongo que tenemos que hablar. ¿Quieres oír la historia de mi vida?

El hombre tenía la formación adecuada; la entrevista sería rápida y fácil. Era, me dije, como si estuviese hablando con uno de los nuestros. Bueno, en realidad, así era.

—Lo siento —respondí. Deseé que advirtiese que mi sentimiento era auténtico. Habría dado mucho por escuchar la historia completa de labios del propio rebelde—. Tengo que estar en Moguntiacum para el desfile del aniversario del emperador. No tengo tiempo que perder escuchando necedades respecto a si pasaste veinte años en campamentos romanos para que, al final, tu única recompensa fuera la suspicacia imperial y la amenaza de ejecución… Ciñámonos a lo fundamental, Civilis. Cobrabas tu dinero, disfrutabas de la vida y te sentías satisfecho de estar exento de impuestos y gozar de los beneficios de una paga regular y una sólida carrera militar. Desde el momento en que Vespasiano se convirtió en emperador, podrías haberte complacido en su amistad y haber sido un hombre influyente en la provincia. Pero lo arrojaste todo por la borda persiguiendo un sueño que se ha revelado inalcanzable. Ahora, estás arruinado y desesperado.

—¡Todo eso son tonterías! ¿Has acabado? —Su único ojo me miraba con más perspicacia de la que me habría gustado.

—No, pero tú sí lo estás. Los acontecimientos te han dejado atrás, Civilis. Veo ante mi a un hombre agotado. Cargas sobre tus hombros el peso de una gran familia; lo mismo me sucede a mí. Y ahora que tu apuesta contra el destino ha quedado hecho trizas, puedo adivinar lo que sientes al verte acosado. Sufres dolor de oídos, y de espalda, y de corazón. Estás harto de problemas y cansado de la campaña…

—¡Volvería a hacerlo!

—¡Oh, no lo dudo! Si estuviera en tu lugar, yo también lo haría. Viste tu oportunidad y le sacaste todo el provecho posible. Pero la ocasión ha pasado. Incluso Veleda acepta el hecho.

—¿Veleda? —Me miró con suspicacia.

—Unos agentes imperiales —le expliqué sin alterar la voz— se han entrevistado hace poco con la dama en su torre de señales. Por cierto que, en mi opinión, deberíamos cobrarle un alquiler por usarla… Veleda acepta la paz, Civilis.

Los dos sabíamos que el movimiento independentista bátavo no era nada sin el apoyo de la Germania Libera y de la Galia. Esta última era una causa perdida para la rebelión desde hacía mucho tiempo: sus gentes amaban demasiado las comodidades. Ahora, Germania también optaba por mantenerse al margen.

—¡Adiós a la libertad! —murmuró el hombre del pelo rojo.

—¿Libertad para vivir en estado salvaje, quieres decir? Lo siento, parezco uno de esos padres que reprenden a su hijo cuando éste quiere irse de juerga en una compañía poco recomendable.

—No puedes evitarlo —replicó él con sequedad—. Roma es una sociedad paternalista.

Me resultaba extraño conversar en un latín refinado, ligeramente satírico, con un hombre con el aspecto de haber pasado un mes acurrucado bajo unos tojos en un páramo desierto.

—No siempre —confesé—. Mi padre se marchó de casa y dejó a las mujeres para que se ocuparan de ella.

—Deberías haber sido celta.

—Entonces, estaría luchando a tu lado.

—Gracias —murmuró él—. Gracias por decir eso, Falco. ¿Entonces, estoy en libertad condicional otra vez? —Se refería a las anteriores ocasiones en que otros emperadores lo habían perdonado. Esperé que comprendiera que el nuevo emperador sería mucho más permanente—. ¿Qué se me pide que haga?

—Tú y tu familia viviréis en Augusta Treverorum, en una finca determinada. Al principio se te concederá protección, aunque supongo que no tardarás en incorpórate a la comunidad local. ¡No creo que Vespasiano quiera ofrecerte otro empleo en las legiones! —añadí con una sonrisa. Pero Civilis estaba demasiado viejo como para que le importara—. Aparte de eso, aquí llega alguien a quien he pedido especialmente que se reuniera con nosotros…

Una figura familiar se había aproximado, incongruente en aquel paisaje de barracas desvencijadas donde Civilis había buscado refugio. El tipo lucía un corte de pelo que proclamaba a gritos su calidad, y unos zapatos impresentables, de color rojo langosta. Sin dar la menor importancia a su espectacular atavío, el recién llegado estudió a Civilis con visible conmiseración.

—¡Falco! ¡Tu amigo tiene una tupida mata de follaje que le desfigura el frontón!

Con un suspiro, me volví a Civilis.

—Este individuo —dije— viene sometiéndome a su fétida retórica desde que lo conozco… Julio Civilis, príncipe de Batavia, permíteme presentarte a Xanto, en otro tiempo barbero de emperadores… y el mejor de la Palatina en su oficio. Ha cortado el pelo y afeitado a Nerón, a Galba, a Otón, a Vitelio y, probablemente, a Tito César, aunque nunca revela el nombre de sus clientes actuales. En mi opinión, este hombre tiene algo en común con los celtas: también colecciona cabezas de celebridades. Xanto ha hecho todo el camino desde Roma a Augusta Treverorum —anuncié cortésmente al jefe rebelde de largas melenas— para hacerte un buen corte de pelo y un afeitado.