Moguntiacum.
Un puente, un puesto de peaje, una columna ridícula… y la chica que anhelaba ver.
El viaje nos había llevado suficiente tiempo como para empezar a readaptarnos al mundo real. Sin embargo, al mundo podía costarle un poco más adaptarse a nosotros, bárbaros. A lo largo del río habíamos visitado ciudades civilizadas con baños romanos y comidas romanas. También habíamos tenido contacto civilizado con gentes que entendían nuestra lengua, pero la mayor parte de la travesía nos habíamos descubierto cerrados en un grupo excluyente, como en cuarentena por una aventura que parecía demasiado grande para hablar de ella.
Cuando finalmente desembarcamos y estuvimos de nuevo en la fortaleza de la que habíamos partido, llevamos las cenizas del centurión a la capilla de los Principia para que descansaran allí. Antes de que abandonásemos el campo de instrucción, los reclutas se despidieron. En efecto, yo me marcharía pronto y su contacto cercano con Justino también debería terminar cuando éste volviese a adoptar la altivez normal que se esperaba de su rango. Nuestra raída escolta nos dejó en la Via Principia casi con lágrimas, pero en aquel preciso instante pasó un grupo de camaradas que les dio la bienvenida entre exclamaciones; vimos que nuestros reclutas se contoneaban de satisfacción y se alejaban con manifiesto orgullo. Sólo Lentulo se volvió en el último instante y nos dirigió un tímido gesto de adiós.
A Justino le asaltó un extraño carraspeo.
—Me disgusta decirlo, pero los voy a echar de menos.
—No te preocupes —incluso yo me sentía abatido—. Vuelves a estar de servicio, Quinto. Habrá muchas otras preocupaciones…
Justino soltó un vívido juramento en una de las varias lenguas que había aprendido para conversar con mujeres.
Tuvo la feliz idea de enviar al secretario de su legado un mensaje diciendo que había tanto de lo que informar que necesitaría una cita más extensa… más tarde. La excusa nos dejó libres de ir a su casa, cosa que hicimos fingiendo pasear tranquilamente, como si no tuviéramos nada especial en la cabeza.
Helena estaba en el jardín. Hacía demasiado frío para ella, pero de ese modo se aseguraba de estar a solas. Parecía impaciente por vernos. Cuando Justino y yo aparecimos juntos en el pórtico, su rostro se iluminó de emoción antes incluso de oír nuestros pasos; su único dilema era a cuál de los dos abrazaría primero.
Los dos nos detuvimos para dejar que fuese el otro quien lo hiciera. Yo gané el intercambio de cortesías. Era lo que quería. Me proponía dejar que Quinto la abrazara una vez y así, cuando me llegara el turno, me sentiría autorizado a retenerla entre mis brazos. Pero Helena Justina pasó a la carrera por delante de su hermano y cayó sobre mí.
Justino tuvo la delicadeza de sonreír antes de dar media vuelta, entristecido.
—Quédate, amigo…
Helena fue muy rápida. Como si ésa hubiera sido su primera intención, se apartó de mí y rodeó con sus brazos el cuello de su hermano con una mueca de felicidad.
—Falco, demonio, ¿qué le has hecho a Quinto?
—Se ha hecho mayor —respondí—. Una enfermedad que la gente tiende a evitar pero que, cuando llega, suele doler.
Helena se echó a reír. Había olvidado cuánto adoraba aquella risa.
—¿Y cómo sucedió ese accidente?
—No me lo preguntes. Debió de ser tan terrible que no quiere contarlo.
Helena guardó un silencio que decía que el joven Quinto podía ir resignándose porque estaba decidida a hacerle confesar muy pronto. Lo asió por el brazo para una de sus minuciosas inspecciones.
—¡Parece más alto!
Quinto se limitó a sonreír de nuevo, como quien se cree capaz de mantener un secreto y está dispuesto a hacerlo.
Fue entonces cuando caí en la cuenta de que tal vez hubiese cometido un pequeño error respecto a la aventura del tribuno en la torre de Veleda. No tuve ocasión de preguntárselo, porque mi espantosa sobrina y Ricitos de Oro debían de haberse enterado de nuestra llegada y se presentaron al galope entre gritos que debíamos interpretar como saludos; después, el perro del tribuno volvió a las andadas mordiendo a un criado y, por fin, llegó el mensaje de que el legado de la Primera estaba tan complacido de nuestro regreso sanos y salvos que había cancelado el resto de su programa y quería ver a Justino de inmediato.
Cuando se hubo marchado, esperé que Helena me hiciera preguntas al respecto pero, aunque Quinto era su favorito y yo sabía que lo quería con fervor, pareció que por alguna razón sólo le interesaba saber de mí.
Podría haberme resistido, pero ella parecía claramente dispuesta a arrastrarme hasta un rincón oscuro para algo desvergonzado de modo que, a fin de no decepcionarla, me dejé llevar.
Había cumplido mi misión hasta donde había podido… y mucho más lejos de lo que Vespasiano tenía derecho a esperar, aunque sabía que era absurdo contar con que aquel tirano irrazonable estuviera de acuerdo. El viejo tacaño me haría sudar hasta la última moneda antes de dejarme ir a casa. Aún me quedaba añadir a Civilis a mi lista, desde luego, pero había cumplido suficientemente bien como para merecerme mi paga. Mis cabellos ensortijados no volverían a ser bien recibidos en la Palatina hasta el último momento posible, ahora que el Tesoro se encargaría de mis gastos más que básicos.
Tenía mis buenas razones para no apresurar mi partida. El momento de tomar decisiones se cernía dolorosamente y el hecho de saber cuál habría de ser la respuesta lo empeoraba aún más. Dado que Helena se negaba a tomar sus propias decisiones, tendría que imponerle las correctas.
Fingí que seguía en la fortificación para completar el informe sobre la Decimocuarta. Le di a entender que me resultaba difícil.
El argumento resultaba creíble, puesto que odiaba los informes. Era perfectamente capaz de redactar aquél, pero me faltaba la voluntad para empezar.
Pasé mucho tiempo en el estudio del tribuno mascando el extremo de un punzón mientras observaba a Helena Justina jugando a damas consigo misma. Me pregunté cuánto tiempo le llevaría darse cuenta de que me había percatado de que hacía trampas. Finalmente, no pude por menos de mencionarlo. Ella se marchó con un gruñido, lo cual resultó frustrante porque prefería mucho más contemplarla y soñar.
Continué luchando con el informe. El punzón era ahora una pulgada más corto. La madera no hacía más que astillarse entre mis dientes, hiriéndome la lengua. Mientras escupía los fragmentos, advertí que mi sobrina y su amiguita rondaban la puerta, dedicadas a cuchicheos secretos. No eran sus primeras pantomimas de misterio desde mi regreso. En esta ocasión, estaba tan aburrido con el informe que me levanté sigilosamente, aparecí ante las niñas de improviso con un rugido, y las agarré a ambas. Después, las arrastré al despacho y las obligué a sentarse, una en cada rodilla.
—Ahora sois mis prisioneras. Os quedaréis aquí sentadas hasta que le digáis a vuestro buen tío Marco por qué rondabais por aquí. ¿Acaso me espiabais?
Al principio parecía una tontería. Yo era el sospechoso del día. Ahora, las niñas pasaban mucho tiempo jugando a ser informantes. No debía sentirme orgulloso de ello; lo hacían por la misma razón por la que Festo y yo siempre habíamos querido ser traperos: porque era una existencia sucia y de mala fama y porque nuestra madre nos había aborrecido por ello.
—¡Pero no vamos a contarle a nadie lo que hemos visto! —se vanaglorió Augustinilla.
—Me parece perfecto. Así no tendré nada que ver con ello. —La niña pareció satisfecha. Mi respuesta encajaba con la opinión familiar de que su sórdido tío Marco prefería quedarse tumbado en la cama todo el día antes que trabajar para ganarse un denario honradamente. Les dirigí una sonrisa maliciosa. Tendríais que ser muy listas para descubrir algo importante. La mayoría de los informantes pasa semanas enteras al acecho y ni siquiera así descubren nada…
Vi que Ricitos vacilaba. A diferencia de mi sobrina, era lo bastante lista como para querer ver reconocida su inteligencia… pero no lo suficiente para ocultarlo y sacar todo el provecho a su ventaja.
—¡Cuéntale lo del chico de las flechas! —estalló por último.
Aquello surtió efecto. De pronto, la charla me interesaba; por lo tanto, intenté parecer aburrido. Augustinilla no tragó el anzuelo y sacudió la cabeza enérgicamente. Pregunté directamente a Arminia dónde habían visto al muchacho.
—En Augusta Treverorum.
Me quedé perplejo.
—¿Y qué andabais haciendo allí? —Mi sobrina abrió la boca y señaló un hueco enrojecido en el lugar que había ocupado un diente—. Déjate de tonterías. Puedo ver cómo se revuelve en tus tripas lo que has tomado para desayunar. ¿A quién fuisteis a ver?
—A Marte Leno —me informó la niña como si se dirigiera a un idiota.
—Marte, ¿qué?
—Marte, el Sanador —consintió en explicar Arminia.
Era una tarea difícil. Llené algunos huecos por mi cuenta:
—Recuerdo que Augustinilla tenía dolor de muelas desde algún tiempo antes de mi marcha… —Las pequeñas no parecieron nada impresionadas por aquella sutil referencia a los bosques llenos de bruma y de animales feroces que acababa de soportar—. De modo que Helena Justina os llevó a una capilla…
—El diente cayó antes de que fuésemos —me confió Arminia con cierto desagrado—, pero así y todo Helena nos obligó a ir.
—¿Por qué semejante cosa?
—¡Para curiosear! —respondieron las dos al unísono.
—¡Ah, claro! ¡Por supuesto! ¿Y vio algo de interés? —No. Helena lo habría mencionado, aunque no habría querido molestarme con noticias de un viaje sin objeto. Y menos cuando aún tenía que escribir el informe. Para ella, el asunto era muy serio—. Pero vosotras, ¿visteis a ese chico?
—Nos tiraba flechas. Dijo que éramos romanas y que él estaba en el imperio galo libre, con permiso de su padre para darnos muerte. De modo que entonces lo supimos —dijo Arminia.
—¿Qué supisteis, Arminia?
—Quién era. —Era más de lo que yo sabía. La niña susurró con nerviosidad—: El hijo del jefe. ¡Del que dispara contra prisioneros de verdad!
Contuve el impulso de apretarlas más contra mí en un gesto protector. Las pequeñas eran dos mujeres valerosas; ninguna de las dos me necesitaba.
—Supongo que escapasteis enseguida, ¿no?
—Por supuesto —se mofó Augustinilla—. Sabíamos qué hacer. El chico resultaba patético. Lo despistamos, volvimos sobre nuestros pasos y lo seguimos.
Soltaron una risita de placer ante la facilidad con que habían engañado al muchacho. Ningún chico se encontraba a salvo con aquel par de furias tras él. Cada una a su modo, ambas chiquillas estaban predestinadas a ser devorahombres.
Dejé que me vieran tragar saliva.
—¿Y entonces?
—Vimos al hombre tuerto.
—El hombre de la barba roja. ¡De la barba teñida de rojo! —concretó la preciosidad de los ricitos, por si acaso no me había enterado de qué ayudantes tan absolutamente brillantes había conseguido atraer, no sé cómo, para que trabajaran conmigo.
Helena dijo que ella escribiría el informe.
—¡Pero si no conoces nada del asunto!
—¿Y qué? Muchos hombres escriben sus informes conociendo aún menos. Qué te parece esto: «La Legión Decimocuarta Gémina Martia Victrix es una unidad operativa solvente y sólida, pero necesita una mano más firme de la que ha tenido con su reciente estructura de mando. El nombramiento de un nuevo legado con amplias facultades de supervisión será sin duda una prioridad. La Decimocuarta parece susceptible de ser reubicada en Germania de forma permanente o semipermanente. Esta opción permite un control más estricto sobre ella y permitirá también el pleno aprovechamiento de su considerable experiencia entre los pueblos celtas, lo cual resultaría especialmente favorable en el delicado clima político que existe en el corredor del Rin…».
—¡Todo eso es filfa! —la interrumpí.
—Exacto. Precisamente lo que un secretario desea escuchar.
Lo dejé en sus manos. Helena calculó que antes de mi regreso podía redactar e hilvanar varias páginas de palabrería en aquel estilo pretencioso. Además, su caligrafía era mejor que la mía.
Me habría gustado llevarla conmigo, pero Augusta Treverorum quedaba a noventa millas y debía darme prisa si quería estar de vuelta en Moguntiacum para el aniversario del emperador y para el desfile conmemorativo.
Sin embargo, un viajero necesita llevar a un compañero, de modo que me busqué otro. Xanto, que tanto deseaba ver mundo, era el candidato obvio.