—¡Por Mitra!
Creí que el grito de asombro procedía de Helvecio, pero debió de proferirlo el criado.
Tenía el brazo izquierdo trabado con tal fuerza en torno al cuerno que me costó trabajo desasirme. El olor del animal parecía haber calado en mis ropas y en mi piel. Me dejé caer al suelo, tembloroso. Orosio corrió a ayudarme y me arrastró a cierta distancia. Lentulo asomó de la cañada tambaleándose; después, cayó limpiamente sin sentido.
—Debe de ser la sorpresa —murmuró Orosio, al tiempo que se volvía hacia él para atenderlo—. Eso de descubrir que es capaz de hacer algo…
Me sentí disgustado: conmigo mismo, con el animal cuya furia me había obligado a hacer aquello y con la sangre caliente que me empapaba. Bajé la frente hasta la mano, pero luego sacudí ésta al notar que aún tenía más sangre en la palma. Conseguí acercarme cojeando hasta Helvecio. Su criado, cuyo nombre era Dama, alzó los ojos hacia mí.
—Sabía que debería haber ido a Moesia… —gimió amargamente. Después, rompió a llorar.
Helvecio había muerto.
Apenas había conseguido contener mi propia aflicción cuando algunos miembros de la partida de caza del legado se atrevieron a reaparecer. Venían conducidos por el galo de la sonrisa burlona, sin duda impulsado por su instinto de conservación.
La confrontación fue muy breve. Yo todavía estaba de rodillas junto a Helvecio, con su mano entre las mías.
—No quiero volver a encontrar tu cara en Germania —dije al galo—, tanto la romana como la libre. Has matado para proteger tu industria y has matado para protegerte a ti mismo. Ya es suficiente.
—¿Tienes pruebas? —se mofó él, señalando al centurión muerto.
De pronto, Dama abrió la boca. Se dirigió a mí, como si no confiara en poder hablar al asesino de su amo.
—Helvecio Rufo era un hombre reservado, pero un día me lo contó mientras lo armaba. ¡Me dijo lo que vio en la Galia!
—¿Te presentarías a declarar ante un tribunal? —pregunté.
El criado asintió. El galo levantó una jabalina. Su intención era evidente. Pero esta vez no estábamos desprotegidos. Orosio y Lentulo también alzaron sus lanzas, dispuestos a arrojarlas.
Me incorporé, cubierto de sangre. Mi aspecto debía de ser terrible.
—Una palabra fuera de lugar, un gesto que me desagrade, y me encantará enseñarte cómo se siente el uro, ahora que está muerto.
Todos los miembros de la partida de cazadores retrocedieron lentamente. Los animé a ello con un gesto airado. Continuaron su marcha al mismo paso hasta desaparecer de la vista, llevando con ellos al galo de Lugdunum. No sé qué fue de ellos más tarde, ni me importa. Siendo celtas, en aquellas tierras de la Germania Libera corrían mucho menos peligro que nosotros.
Esa noche cenamos filete de uro, pero la carne no tenía buen sabor. Establecimos doble guardia y nadie durmió demasiado. Levantamos el campamento temprano y emprendimos la marcha en dirección al sur con la esperanza de encontrar la embarcación del legado muerto en algún punto de la ribera.
Íbamos camino de casa, con dos cadáveres que debíamos acarrear, y más de uno de nosotros se sentía acongojado. Pronto, todos lo estuvimos.
Porque, en nuestro doliente avance, llegamos a una zona boscosa y, poco después de entrar en ella, descubrimos que tenía otros ocupantes. Nos quintuplicaban en número y nos habían descubierto. Era una partida de guerreros ténteros, buenos jinetes y acérrimos enemigos de Roma.
Fuimos rodeados antes de tener idea de lo que estaba sucediendo, pero no nos atacaron de inmediato. Tal vez estaban tan sorprendidos como nosotros de encontrar otra gente en sus bosques.
Formamos un cuadro con los reclutas, bastante aceptable si se tiene en cuenta que sólo habían aprendido la maniobra en la teoría. Pero Helvecio los había adiestrado. Como formación, el resultado era pasable. Sin embargo, todos sabíamos que el cuadro era demasiado pequeño. El verdadero objetivo de éste es alzar un muro protector con los escudos en torno a la tropa. Pero nosotros no teníamos escudos.
Aunque Justino estaba demasiado cansado y abatido para lanzarse a una oratoria altisonante, dijo a los reclutas que hicieran lo que pudiesen. Los hombres le dirigieron una mirada franca, como si fueran veteranos; comprendían la situación en que nos encontrábamos.
Faltaba poco para que anocheciese y una llovizna fina empapaba el bosque. Todos estábamos sucios, desnutridos y fríos, y la niebla se enredaba en nuestro pelo. Advertí que el cuero de nuestras botas se había endurecido y se levantaba en las junturas, recorrido por una huella blanquecina de fango y de sal. Los árboles habían cambiado de color durante la última semana, o así. El aire gélido era un anuncio del invierno.
Capté el olor a hojas en putrefacción y a miedo. Aquella nueva crisis ya era demasiado. Me sentía como en una pesadilla en la que uno se desliza a través de una interminable sucesión de ridículos desastres, consciente de que se trata de una pesadilla y debe escapar de ella cuanto antes, pero incapaz de liberarse y despertar a salvo en la cama, junto a alguien que lo tranquilizará cariñosamente.
No entendíamos por qué los ténteros no hacían ningún movimiento.
A veces los distinguíamos fugazmente entre los árboles. Iban a caballo y su presencia era palpable por todos lados. Oímos el piafar inquieto de sus monturas y el tintineo de los arneses. En cierto momento, alguien tosió. Si el hombre vivía allí, entre aquella niebla que se alzaba del río, era comprensible.
Los ténteros estaban justo fuera del alcance de las jabalinas. Allí permanecimos durante lo que nos pareció un siglo, pendientes del primer movimiento de lo que iba a significar el fin de todos nosotros. Captamos el ruido de las pezuñas sobre las crujientes hojas caídas y el rumor de la brisa cambiante que movía las ramas sobre nuestras cabezas.
Creí oír algo más.
Justino y yo estábamos en pie, espalda con espalda. Quizá el tribuno advirtió mi tensión, pues se volvió para mirarme. Yo tenía el rostro levantado hacia la lluvia y trataba de captar otra vez aquel sonido, o darle sentido. No tenía nada que decir a Justino, pero aquella extraña alma en pena había vuelto de la torre de Veleda con su vieja costumbre de lanzarse a la acción en solitario. También él aguzó el oído, pero no hizo comentario alguno. A continuación, soltó una exclamación y abandonó el cuadro antes de que pudiéramos detenerlo.
Cubrió a la carrera los diez pasos que nos separaban de donde había quedado nuestro magro equipaje. Por suerte, lo hizo en zigzag, pues una lanza surgió de entre los árboles con un siseo. Falló el blanco. Al instante siguiente, Justino estaba agachado, semiprotegido por los caballos. Observamos cómo rebuscaba furiosamente. No tardó en ponerse en pie y apoyó los codos en un caballo para sostenerse mientras alzaba algo en las manos. Era la retorcida corneta de boca ancha, que había traído entre su bagaje por mero gusto.
Cuando sopló, el sonido fue más vacilante que las notas que había soltado entre los brúcteros, pero seguía conservando claras evocaciones de la llamada de la segunda imaginaria. Debía de ser la única que había aprendido a tocar.
Una rociada de flechas y lanzas ténteras intentó silenciarlo. Justino se arrojó al suelo y se cubrió la cabeza pero, como todos los demás, debió de captar otra nota: clara, alta y sostenida, profesional… En alguna parte, no lejos de allí, una segunda corneta de bronce romana había respondido dulcemente a la llamada.
No los vimos marcharse. Los ténteros se desvanecieron con absoluto sigilo.
No mucho después, una unidad de legionarios de la Decimocuarta Gémina apareció entre los árboles. Todos eran voluntarios. Aquella fuerza había sido reunida y conducida río abajo por iniciativa del hombre que los dirigía. A pesar de mis prejuicios, debo reconocer que se trataba de Sexto Juvenalis, el prefecto del campamento.
Habían salido en busca de su desaparecido legado, pero la Decimocuarta siempre se había ufanado de ser concienzuda, de modo que, además de hacerse cargo del cadáver, también nos rescataron a los demás.