Era una partida de caza encabezada por algún bastardo de clase alta vestido con ropas de lana pardas de aceptable calidad. Montaba un caballo hispano, lo rodeaban varios compañeros con aire sumiso y dos porteadores que cargaban con más lanzas, y exhibía un acceso de furia apoplético. El individuo miró a su alrededor, me descubrió y, en un latín perfecto, escupió:
—¡Por Cástor y Pólux…! ¿Qué hace aquí esta gente?
Me incorporé.
—¡Lo mismo que tú! ¡Existir! —le espeté.
Mi réplica en latín le dejó perplejo. Saltó del caballo, soltó la rienda y se acercó a mí… pero no demasiado.
—¡Pensaba que erais ténteros! Los hemos oído por aquí cerca. —Sólo me faltaba eso—. He perdido mi presa. Algo grande…
El cabello por el que se pasaba la mano en aquel momento era negro y perfectamente cortado en capas para destacar el hermoso contorno de su cabeza; los dientes que apretaba con fuerza eran uniformes, regulares y blancos. El cinto estaba nielado en plata; las botas eran flexibles, con las borlas prendidas de grapas de bronce. Su anillo de sello era una esmeralda. Su furia evocaba la que podía verse en el Foro de los Romanos cuando algún conductor de burros poco atento molestaba con su animal a algún notable que salía de la Basílica Julia. Me dolía todo el cuerpo y estaba muy cansado. Rara vez me había sentido más deprimido.
—Tu presa está aquí —dije lentamente—. Aún no la has matado del todo. —Me aparté para que el hombre de altisonante acento senatorial pudiera ver mejor a nuestro centurión, que yacía herido a mis pies—. Éste es Apio Helvecio Rufo, centurión de la legión Primera Adiutrix. No te preocupes por eso —añadí con un ademán de cortesía—. Helvecio es un hombre realista. Siempre ha sabido que corría menos peligro frente al enemigo que frente a la absoluta incompetencia de los altos mandos…
—¡Soy un oficial romano! —me informó con altivez el líder de la partida de cazadores, arqueando sus bien cuidadas cejas bajo el flequillo negro perfectamente recortado.
—Sé perfectamente quién eres. —La causticidad con que me atrevía a devolverle la mirada debería haberle prevenido—. Conozco muchas cosas de ti. Tus finanzas se basan en un complejo entramado de deudas. Tu vida doméstica es un lío. Tu esposa está inquieta y tu amante merece algo mejor. Y a las dos les molestaría mucho enterarse de que visitas cierta casa de Colonia…
Mi interlocutor parecía confundido.
—¿Me estás amenazando?
—Probablemente.
—¿Quién eres?
—Me llamo Didio Falco.
—El nombre no me suena —rugió.
—Pues debería. Me habría presentado ante ti hace seis semanas si hubieras estado accesible. Así, también habrías evitado encontrarte ahora con el despacho lleno de mensajes por responder, incluida una carta muy crítica de Vespasiano respecto al futuro de tu legión. —El tipo se disponía a replicar, pero continué hablando sin levantar la voz ni apresurarme—: También se está cuestionando tu futuro. Eres Florio Gracilis. Tu legión es la Decimocuarta Gémina, y tendremos que rogar que sus hombres tengan suficiente experiencia como para sobrevivir a un legado cuya actitud respecto al mando es de una despreocupación increíble.
—Escucha…
—¡No! ¡Escucha tú, señor! —Utilicé el título como un insulto—. Acabo de sorprenderte utilizando lanzas del ejército con propósitos privados, en la orilla enemiga del Rin, en una compañía que el emperador considerará sin duda poco ética…
Uno de los camaradas del legado hizo un rápido gesto obsceno. Reconocí la rapidez del movimiento, así como el mentón partido y la vívida sonrisa irónica de su autor.
Miré al individuo directamente a los ojos y le dije:
—Estás muy lejos de Lugdunum…