Pronto nos encontramos sin tiempo para especulaciones.
La nave insignia de Petilio Cerealis era tan impetuosa y poco fiable como el propio general. Aparte de los lamentables efectos del abandono en que había estado, el timón debía de haber sufrido algún golpe fuerte mientras los rebeldes se la llevaban. Se comportaba como un camello testarudo y navegaba con un marcado desprecio por el impulso del viento o de la corriente. Por alguna razón, todo el peso parecía inclinarse hacia un costado; un problema que se agravaba día a día. Habíamos escapado en una embarcación de carácter; del tipo de carácter bullicioso con el que solía llegar a casa mi hermano mayor, Festo, después de una noche de la que no guardaba ningún recuerdo en alguna taberna muy lejos de casa. Pilotar la nave río abajo era como montar un caballo que quisiera ir hacia atrás. La liburna surcaba las aguas con toda la elegancia de un tronco empapado.
Gran parte de los problemas se debían a nuestra insuficiente tripulación. En las manos adecuadas, la nave se habría portado de maravilla, pero estaba diseñada para llevar su doble banco de remeros al completo, sus marineros de cubierta, un contramaestre y su ayudante y una dotación de infantes de marina… por no hablar del general, que sin duda habría ocupado su turno a los remos en un rincón estrecho. Nuestros veinticinco hombres eran claramente insuficientes, y en ese número contábamos a Dubno, que había resultado un inútil, y al criado del centurión, que dejó muy claro que prefería mantenerse al margen (la patética petición de un destino en Moesia había aflorado de nuevo). Después, conforme transcurrían los días y el río se hacía más ancho y caudaloso, nuestras reservas de alimentos disminuyeron.
Empezamos a debilitarnos cuando más necesitábamos nuestras fuerzas.
La confluencia del Rin nos tomó desprevenidos. La embarcación había estado haciendo agua. Habíamos recogido las velas y muchos de nosotros estábamos abajo, tratando frenéticamente de taponar las grietas. Probo gritó, pero al principio nadie lo oyó. Cuando echó la cabeza hacia atrás y repitió el bramido, nos precipitamos a cubierta. Surgieron algunos vítores hasta que advertimos la gravedad de nuestra situación. La corriente de fondo había aumentado. El nivel de flotación se hallaba peligrosamente bajo y la nave, aún escorada a estribor, resultaba casi ingobernable. No estábamos en condiciones de esquivar las turbulencias.
Ordené soltar el ancla, pero ésta no encontró dónde fijarse.
Justo cuando teníamos a la vista la seguridad que veníamos buscando, nos era arrebatada. El cielo plomizo hacía que todo pareciese más ominoso. Un viento helado del norte traía el olor del océano, recordándonos cruelmente que queríamos volverle la espalda. Nuestra esperanza era pasar al río principal, pues en todo momento habíamos sabido que, sin remeros experimentados, tendríamos que seguir corriente abajo. Necesitábamos deslizamos a la deriva a través del Rin hasta la orilla romana y luego virar suavemente hacia Vetera. Remontar la corriente sería imposible. Con una tripulación de aficionados que tenían que esforzarse para estabilizar una embarcación excesivamente grande y plagada de vías de agua, el descenso ya era una maniobra suficientemente complicada. Si conseguíamos entrar en el Rin a salvo, era posible que pudiéramos recurrir a alguna nave de la flota para que nos remolcara, o incluso para que nos rescatara, pues a cambio de una pronta vuelta a casa no habríamos puesto ninguna objeción a renunciar a la gloria que pudiere correspondernos por la recuperación de la liburna.
Fortuna había sido generosa con nosotros durante mucho tiempo y ahora nos volvía su espalda encantadora. Impulsada por la corriente, cada vez más rápida, y lastrada por una bodega inundada, la embarcación empezó a girar sobre sí misma lentamente. Incluso para nosotros resultó evidente que había decidido naufragar. La situación era desesperada. En noviembre, el río estaba a su nivel más bajo, pero aun así fluía impetuoso y nosotros no éramos focas de patas palmeadas.
—¡Tenemos que conducirla hasta la orilla… antes de que se la lleve el Rin! —oí que gritaba Helvecio.
El centurión tenía razón. Estábamos en la orilla hostil del río (en realidad, todo el río lo era), pero si la liburna naufragaba en mitad de la corriente, lo perderíamos todo y los hombres se ahogarían. Por mucho que aquellos reclutas hubiesen crecido en los puertos, sólo los famosos bátavos habían sido capaces de nadar en el Rin y vivir para ufanarse de ello. No dije nada, pero al menos un miembro de la tripulación, yo, no tenía la menor idea de natación.
Por suerte, aunque la rebelde galera se negaba tercamente a llevarnos donde pudiéramos sentirnos sanos y salvos, no puso el menor reparo a encallar en una orilla hostil.
Acercamos la nave a ella… es decir, la nave embarrancó por su propia iniciativa en la playa más fangosa que pudo encontrar, con un crujido desgarrador que nos pareció su último estertor. Aunque la liburna había encallado, la esforzada tripulación aún tuvo que vadear una extensa ciénaga de agua y limo hasta alcanzar lo que un pie humano podía llamar tierra firme. La embarcación había escogido la orilla de los ténteros. Por lo menos, nos dijimos, éstos no sabrían que habíamos escapado de la torre de Veleda en circunstancias que sus colegas brúcteros habrían querido averiguar en detalle.
La confluencia de los dos grandes ríos era un escenario lúgubre. Soplaba un aire frío y toda la región era poco acogedora. La tierra era demasiado húmeda para cultivarla, de modo que la zona aparecía desierta y desolada. La súbita aparición sobre nuestras cabezas de una bandada de grandes gansos, silenciosa excepto por el fantasmagórico susurro de las alas, nos sobresaltó más de lo debido. Estábamos tan tensos que los nervios podían causarnos problemas.
Teníamos el Rin a la vista, de modo que enviamos un pequeño destacamento para que bajase a la orilla y estuviera pendiente del paso de alguna nave romana para pedir auxilio. Por una vez, no había ninguna… naturalmente. Nuestro aburrido destacamento regresó, contraviniendo las órdenes; sin mucha convicción, los soldados mantuvieron que el terreno era demasiado pantanoso para avanzar por él, pero todos estábamos demasiado desanimados como para recriminárselo. Helvecio, en su condición de centurión, hizo un agotador intento por ponernos en movimiento.
—¿Y ahora, qué, Falco?
—En lo que a mí respecta, me propongo poner las botas a secar y pasarme al menos tres horas tumbado en una loma y echando a otros la culpa de lo que ha salido mal… ¿Alguien tiene otras sugerencias?
—¿Tribuno?
—Estoy demasiado hambriento para tener ideas brillantes.
Todos estábamos hambrientos, ante lo cual Helvecio propuso que, puesto que estábamos atrapados allí y la zona parecía rebosar de aves acuáticas y otros animales, echáramos mano de las jabalinas, que aún no habíamos utilizado en la expedición, y saliéramos a buscar presas que nos proporcionaran un poco de carne. Recordé lo que en cierta ocasión había comentado el centurión acerca de los oficiales estúpidos que deseaban emprender cacerías de jabalíes en zonas que sabían peligrosas, pero los reclutas desfallecían de hambre, de modo que le permitimos encabezar una partida de caza. A continuación, para quitármelo de en medio, envié a Lentulo con un cubo a buscar cangrejos junto al agua. Los demás descargamos la liburna y cargamos los caballos, privados provisionalmente de su pienso ahora que los necesitábamos. Después, emprendimos la marcha en busca de terreno más seco donde acampar.
Tenía los pies empapados y la mera perspectiva de verme obligado a compartir una tienda para ocho con veinticuatro hombres hacía que me sintiese fatal. Los pedernales de nuestras bolsas de yescas estaban tan gastados que nadie consiguió encender el fuego. Helvecio lo haría; era un hombre muy competente en todo. Así pues, esperábamos con impaciencia su regreso cuando Orosio y los demás llegaron al campamento con un par de aves acuáticas mutiladas. El centurión no venía con ellos; al parecer, se había perdido.
Era algo tan extraño en él que tuve de inmediato la certeza de que había sucedido alguna catástrofe.
Justino se quedó al mando del campamento. Yo tomé a Orosio, un caballo y la caja de las medicinas.
—¿Dónde lo habéis visto por última vez?
—Nadie estaba seguro. Por eso hemos vuelto todos.
—¡Por Júpiter! —Lo que oía no me gustaba nada.
—¿Qué ha sucedido, Falco?
—Creo que puede estar herido.
O algo peor.
Como era de prever, Orosio no podía recordar dónde se había extraviado el grupo. Mientras buscábamos en la ciénaga, nos pareció oír ruidos, como si alguien nos siguiera el rastro. Podía ser fruto de nuestra imaginación, pues los sonidos nos llegaban intermitentemente, pero no teníamos tiempo para investigar. Llegamos a un lugar donde una serie de canales secundarios quedaban estancados entre carrizos gigantes. Allí, en un saliente de tierra firme, junto a un arroyo, encontramos a nuestro hombre.
Estaba vivo, pero no podía gritar en demanda de auxilio. Una jabalina romana le atravesaba la garganta y tenía otra clavada en la entrepierna.
—¡Dioses benditos! ¡Orosio, voy a colgar a uno de esos malditos idiotas descuidados por esto…!
—¡No son nuestras…!
—¡No mientas! ¡Míralas…! ¡Mira!
Eran dos jabalinas romanas. No cabía la menor duda. Tenían púas de un palmo con puntas de hierro blando que se habían doblado con el impacto. Aquellas armas estaban pensadas con tal propósito. Clavada en el escudo del enemigo, una larga vara de madera colgando de una punta doblada como un garfio, limitaba los movimientos y era imposible de desprender para arrojarla nuevamente contra quien la había lanzado. Mientras el enemigo pugnaba por soltarla, el legionario se lanzaba sobre él con la espada.
El centurión me miraba con ojos suplicantes… o, más exactamente, dándome órdenes. Evité sostener su mirada agitada, de un castaño intenso. Cerca, en alguna parte, un ave levantó el vuelo con un grito.
—¡Alerta, Orosio…!
«La sangre nunca debe causarte pánico», me dijo en cierta ocasión un cirujano. Claro que él podía permitirse tales reflexiones filosóficas: al fin y al cabo, para él la sangre significaba dinero. En aquel momento, si el cirujano de marras hubiera aparecido de detrás de un sauce, lo habría hecho millonario. Helvecio soltó un gemido, conteniendo orgullosamente el ruido. Frente a un hombre que padecía de forma tan espantosa, era difícil no sentirse aterrorizado. No me atreví a moverlo. Aunque hubiese podido llevarlo al campamento, de nada habría servido; lo que era preciso hacer, podía ser hecho allí mismo. Después pensaríamos en trasladarlo.
Hice un ovillo con mi capa para sostener la lanza inferior; Helvecio, aún insensible a la pérdida de sangre, agarraba la otra con sus propias manos. Quebrar las astas de madera ayudaría a aminorar su peso, pero con el hierro clavado en aquellas zonas, no me atrevía a intentarlo…
Voces. Orosio, contento de tener una excusa, desapareció para investigar.
Me encontré murmurando por lo bajo, en parte para dar ánimos a Helvecio, pero sobre todo para calmarme a mí mismo:
—No me mires de esa manera, hombre. Lo único que tienes que hacer es quedarte aquí tumbado y ser valiente. El problema es mío… —El centurión seguía esforzándose por decir algo—. Está bien. Voy a hacer lo que pueda… Ya me darás la lista de quejas más tarde.
Sabía que tenía que actuar deprisa, pero me habría sido más fácil si hubiese sentido un ápice de confianza. La mayor parte de la sangre manaba de la herida del cuello. Una de las púas no había llegado a penetrar, lo cual podía significar que toda la punta metálica era extraíble. Alejé de mi mente el pensamiento de que la otra herida podía estar causando una hemorragia interna. Uno tenía que hacer lo que estaba en su mano.
La caja de las medicinas era una de las cosas que Justino había conseguido salvar de los brúcteros. Contenía principalmente vendas y ungüentos, pero encontré también un par de finos anzuelos de bronce que podían ayudarme a retirar la carne herida lo suficiente como para liberar la púa. Hallé incluso un utensilio para extraer proyectiles, pero ya en una ocasión había visto cómo se utilizaba: tenía que introducirse, hacerlo girar por debajo de la punta y, luego, extraerlo con mucha pericia. Una pericia de la que yo carecía. Escogí probar sin él, primero.
En el canal a la izquierda capté un movimiento o un ruido. No un chapoteo, exactamente, sino más bien una estridencia del agua, tan ligera que apenas la registré, allí inclinado sobre Helvecio. No tenía tiempo que perder con nutrias o ranas entre las espadañas.
—¡El uro…! —Nuestro viejo y duro soldado alucinaba como un chiquillo febril.
—No intentes hablar…
Entre los mimbres hubo un revuelo, un movimiento apresurado, un grito, y un grupo de hombres surgió de la nada. Llevaban las lanzas preparadas para arrojarlas pero, una vez que nos descubrieron, se abstuvieron de hacerlo y las mantuvieron en alto con aire pensativo.