Me acerqué hasta el pie de la torre. Los guardianes rondaban el lugar con aire perplejo, pero cerraron filas cuando hice acto de presencia. Me detuve ante la puerta con la cabeza echada hacia atrás, contemplando la vieja construcción de piedra romana reforzada con hileras de ladrillos rojos. Allí no podía hacer nada. Regresé junto a los soldados. El perro del tribuno permaneció sentado a la entrada de la torre, esperando atentamente a que su amo reapareciera.
Los reclutas, entre asustados y celosos, estaban cruzando apuestas sobre las posibilidades de su jefe:
—¡Ella se lo comerá!
—Lo hará picadillo…
Deseé concentrarme en otras cosas. ¿Cómo iba a contarle todo aquello a la hermana del tribuno? Seguro que me echaría la culpa.
—¿Por qué ha entrado ahí, señor?
—Ya lo has oído: para tratar las cosas con tranquilidad.
—¿Qué cosas, señor?
—Nada importante, supongo.
El destino. La historia del mundo. Las vidas de sus amigos. La muerte del tribuno…
—¿Señor…?
—¡Cierra el pico, Lentulo!
Volví junto a la valla y me acomodé en cuclillas, procurando no tocar el suelo. Era una mala época del año para sentarse en la hierba; aquella noche, el rocío lo impregnaba todo en abundancia. Empezaba a parecerme una mala época del año para cualquier cosa.
Todos los demás rodearon a Orosio; después, poco a poco, se unieron a mí y juntos nos dispusimos a esperar lo desconocido. Orosio tenía poco que contar salvo que, en su opinión, el tribuno era un buen tipo. Le di un tirón de orejas y le dije que eso no era nada nuevo.
* * *
Debería haberlo sabido. Camilo Justino tenía un apetito voraz de información. No iba a dejar pasar tres años de vigilancia en las fronteras de una provincia sin aprender la lengua de sus pueblos. Ahora, conocía mucho más que el idioma.
El muchacho era tan concienzudo que me producía asombro. Con su abierta costumbre de conocer personalmente a cada soldado a su mando, aquel espíritu insólito incluso había convencido a algún aguerrido bucinator para que le enseñase a tocar de forma aceptable algunas llamadas de trompeta. Un mes de expedición por los bosques lo había deprimido, pero había dejado intacto su ingenio. Una vez metido en aquella aventura, no estaba dispuesto a abandonarla. Pero el muchacho apenas tenía veinte años. Nunca había estado expuesto al peligro. No tenía la menor oportunidad.
Tampoco había estado expuesto a las mujeres, pero tal vez en aquel aspecto estuviésemos a salvo.
—¿Las sacerdotisas extranjeras también son vírgenes, señor?
—No necesariamente, creo. —Sólo Roma equiparaba castidad a santidad. E incluso Roma tenía diez vestales a la vez, para dar margen a los deslices.
—¿El tribuno va a…?
—¡El tribuno va a hablar de política!
Aunque así fuera, la novedosa combinación de una charla sobre el destino de las naciones y la cercanía de la mujer más atractiva con la que había tenido ocasión de hablar, podía resultar una mezcla embriagadora.
—¡La bruja tal vez tenga otras ideas! —Los reclutas eran cada vez más atrevidos—. Quizá el tribuno no sepa cómo…
—El tribuno parece un muchacho capaz de improvisar.
Pese a todo, mantuve la ferviente esperanza de no tener que contarle nunca a su hermana que había permitido que una profetisa de mirada desquiciada hiciera de su hermanito un hombre en lo alto de una torre de señales.
Cuando las antorchas se hubieron apagado y el banquete concluyó, ordené a los muchachos que se acostaran. Después, dejé de guardia a Helvecio, me abrí paso entre los brúcteros dormidos y me acerqué con disimulo a la torre. Un guardián con una lanza yacía dormido en los peldaños de la entrada. Podría haber cogido su arma y asfixiarlo con el astil contra la nuez, pero lo dejé en paz. En el interior de la base de la torre había otros centinelas, de modo que era imposible entrar.
Di un rodeo por la parte exterior. La luz de la luna envolvía la pared con un sudario de blancura deslumbrante. En lo alto de la torre se distinguía el leve resplandor de una lámpara. Capté voces, pero era difícil distinguir qué idioma utilizaban; el tono de la conversación era demasiado bajo. Al menos, sonaba más a charla que a discusión, como si estuvieran comentando un concierto o evaluando los méritos de un mural pintado al fresco, más que indagando el horóscopo del Imperio. En determinado momento, el tribuno dijo algo que divirtió a la profetisa; ella respondió y los dos se echaron a reír.
No supe si gemir o sonreír. Volví con los hombres. Helvecio me dio una enérgica palmada en el hombro.
—¿Todo bien?
—Están hablando.
—¡Eso suena peligroso!
—Será más peligroso cuando dejen de hacerlo, centurión. —De improviso, le confié—: Quiero casarme con su hermana.
—Él me lo contó.
—No pensaba que supiese que voy en serio.
—Lo que a él le preocupa es que no te dieras cuenta de que eso es lo que se propone Helena.
—¡Oh, ella es una mujer muy franca! Yo creía que Justino me tomaba por un aventurero de baja estofa que estaba jugando con su hermana.
—No, él te considera el hombre adecuado para tenerte de cuñado. —Helvecio me dio una nueva palmada en la espalda—. Bien, esto está muy bien: ¡ahora, todos sabemos dónde estamos!
—Estás en lo cierto. El hombre que quiero que sea el tío favorito de mis hijos es…
—¡Es muy probable que vuelva aquí con andares bastante rígidos y una mirada extraña en los ojos! No puedes decidir por él. No es un niño.
—No; tiene veinte años y nunca lo han besado… —Bueno, probablemente. De cualquier otro, me habría preguntado enseguida si había adquirido su ágil dominio del germano de alguna muchacha—. ¡Y tampoco le han rebanado nunca el cuello con una hoz en una arboleda sagrada, centurión!
—Descansa un poco, Falco. Ya sabes cómo es Justino cuando se enfrasca en una charla interesante. Si la dama se siente igual de comunicativa, será una noche muy larga.
En efecto, fue la noche más larga que pasé en Germania. Cuando regresó, todos los demás dormían. Yo estaba esperándolo.
Estaba muy oscuro. La luna se había ocultado tras una espesa banda de nubes, pero nuestros ojos ya se habían habituado a la penumbra. Vio que me levantaba; nos dimos un apretón de manos y empezamos a cuchichear. Justino, en un tono ligero y excitado.
—Tengo mucho que contarte. —La adrenalina corría por su cuerpo a un ritmo frenético.
—¿Qué sucede? ¿Estás en libertad provisional?
—Desea pasar un rato a solas. Tengo que volver cuando salga la luna y entonces me dirá si habrá paz o habrá guerra. —Justino estaba exhausto—. Espero que sus pronósticos lunares se cumplan…
Estudié el cielo. Las nubes que lo cubrían eran el principio de una tormenta, pero calculé que se alejaría.
—Se cumplirán. Y, como toda la magia, es cosa de observación, no de profecías.
Nos pusimos en cuclillas, junto a un árbol, y depositó algo en mi mano.
—¿Un puñal?
—El tuyo. Guarda sus regalos en un cofre. He reconocido el arma y le he dicho que pertenecía a mi cuñado.
—Gracias… y extiendo el agradecimiento a esto último. Es mi mejor puñal. De todos modos, si la dama anda repartiendo regalos de hospitalidad, puedo sugerir cosas más útiles.
—Creo que me lo ha dado para demostrarme que es desprendida y que no se deja influir por los regalos.
—¡Ni por los seductores!
—¡Cínico! ¿Qué debería haber pedido?
Hice una sugerencia estúpida y él se echó a reír. Sin embargo, su tarea era demasiado abrumadora para andarse con chistes.
—No tengo nada que ofrecer, Marco. Deberíamos haber traído regalos.
—Trajimos la caja del dinero.
—¡Eso es la paga de los reclutas! —Justino era de una simplicidad sorprendente.
—Seguro que prefieren seguir vivos y sin dinero que muertos, pero pagados.
—¡Ah!
—Iré a buscar el dinero donde lo dejaste. Orosio puede guiarme. Ahora, cuéntame de qué habéis hablado tú y Veleda.
—Ha sido toda una experiencia. —Aquello sonaba siniestro—. Hemos hablado de todo lo que se discute en el Foro. He hecho cuanto he podido por cumplir la misión del emperador. Le he dicho que todos debemos aceptar que los pueblos de la ribera occidental del Rin han escogido ser romanizados y que, mientras su seguridad no se vea amenazada, el emperador no tiene interés en cruzar el río. —Justino bajó la voz para añadir—: Marco, no estoy muy seguro de que esa promesa se mantenga siempre.
—Así es la política. Las cosas pueden cambiar a lo largo del Danubio, pero no compliques el asunto con lo que quizá nunca suceda. Veleda es lo bastante astuta para sacar conclusiones por sí misma.
—No tengo práctica en estas cosas. ¡Me siento tan mal preparado!
Nuestra única esperanza era que Veleda decidiese confiar en él por su transparente integridad.
—Ten fe. Al menos, te escucha. Antes de que te presentaras aquí con ese despliegue de marcialidad, intenté hablar con ella y…
—Escuché una parte. Orosio y yo estábamos ocultos entre los árboles. No pudimos acercarnos lo suficiente como para captarlo todo, pero intenté seguir eso que dijiste de que las legiones volvían a estar organizadas.
—Veleda debe convencerse de que sería un suicidio que las tribus se lanzaran contra el disciplinado poder de Roma.
—¡Ella lo sabe, Marco! —Justino lo dijo en un susurro, como por lealtad a ella.
—No es eso lo que ha dicho antes.
—Estaba delante de su pueblo…
—Y discutiendo con un ignorante, claro…
—No, creo que tus palabras produjeron efecto. Parece profundamente preocupada. Imagino que antes de que apareciéramos ya le estaba dando vueltas en la cabeza al futuro. Tal vez esa fue la razón de que convocara la reunión tribal. Cuando la insté a contar a las tribus la verdad de lo que preveía para ellas, aprecié por su expresión que la responsabilidad la asusta.
—Utiliza eso.
—No tengo necesidad. Veleda ya sufre con ello.
—¡Por todos los dioses, esto es como hablarte de la camarera de la Medusa!
Lo había dicho en son de broma, pero Justino agachó la cabeza.
—Hay algo que debería haberte contado. Te debo una disculpa.
—¿Por qué? —Nuestro almuerzo en la Medusa parecía a mil años de distancia.
—Después de que partieras hacia Colonia hubo un alboroto en la taberna. Alguien notó un olor raro y en esta ocasión no era el plato del día. Encontraron el cuerpo del esclavo ayuda de cámara del legado enterrado bajo una losa del suelo. Regina confesó. Mientras discutían, ella había perdido la paciencia y lo había golpeado demasiado fuerte con un ánfora.
Comenté que, en cualquier caso, era una novedad respecto a las historias de camareras apaleadas.
—Tú sabías que esa mujer traía problemas. Bien, Marco, háblame ahora de ésta.
—Usa tu iniciativa… pareces tener mucha. Yo prefiero mantenerme alejado de profetas; mi madre dice que los buenos chicos no tienen tratos con chicas veneradas.
Aún nos reíamos cuando la luna volvió a asomar.
—Marco.
—Justino.
—Llámame Quinto —apuntó él con una mueca, como quien traba amistad con retraso, después de haberse llevado a la cama al otro.
—Me siento honrado. Ni siquiera conocía tu nombre privado.
—No se lo revelo a mucha gente —dijo él pausadamente—. ¿Y ahora, qué hago? Intercambiar regalos, poner término a las batallas…
—¡Una ganga! Y mantener la cautela, no vayas a terminar como Luperco.
—¡Ah, sí! Preguntar por Luperco. —Yo ya estaba dispuesto a renunciar a cualquier averiguación sobre el destino que había tenido Luperco, por si el recuerdo despertaba en Veleda ideas sanguinarias. El joven tribuno añadió—: Lo primero es convencerla de que os deje a todos en libertad… Espero que sepáis regresar.
Al decirlo, se le quebró la voz sin que pudiera disimularlo.
—¡Espero que lo hagamos todos juntos! —repliqué—. Escucha, cuando subas de nuevo a la torre, si encuentras a Veleda con su mejor vestido y el cabello peinado en trenzas con especial cuidado, mi consejo es que te olvides del Imperio y te establezcas aquí.
—¡No seas ridículo! —replicó con un tono irascible raro en él.
Por lo menos, tuve algo de qué ocuparme durante su ausencia. Desperté a Orosio y nos escabullimos juntos a través del bosque hasta el lugar donde él y Justino habían dejado la tienda y el equipo. Lo recogimos todo y lo llevamos más cerca de la torre. Después, condujimos hacia el claro el caballo con la caja del dinero y con un silbido alerté al tribuno de nuestra llegada.
La profetisa en persona apareció en la puerta de la torre rodeada por un puñado de parientes. Justino no se encontraba con ella. Veleda estaba sumamente pálida e iba envuelta en una capa que ceñía con fuerza a su cuerpo. Dejamos la caja fuerte en el suelo y procedí a abrirla para mostrarle la plata. Veleda inspeccionó el dinero con cautela mientras yo intentaba dar a mi voz el mismo tono de sinceridad que Justino.
—No es mi intención comprar a los brúcteros, señora, pues sé que eso es imposible. Simplemente se trata de una muestra de los deseos de amistad del emperador.
—Vuestro negociador lo ha dejado muy claro.
—¿Dónde está ahora? —pregunté sin rodeos.
—A salvo. —Veleda se burlaba de mi inquietud—. ¿Tú eres Falco? Deseo hablar contigo.
Me condujo hasta la parte inferior de la torre, apenas más allá del umbral de la entrada. Allí había una planta baja octogonal vacía, con una escalera que conducía a varios pisos superiores, circulares y de paredes forradas con ladrillo romano perfectamente ordenado. Cada piso era de un diámetro ligeramente menor que el anterior a fin de proporcionar estabilidad a la estructura. Sólo el último tenía el suelo pavimentado, ya que era el único que se había construido con vistas a ser utilizado. Allí, con algunas modificaciones para que resultase más cómodo, era donde vivía la profetisa. Veleda no me invitó a subir.
Vi su expresión ceñuda e intenté dar a mi voz un tono comprensivo cuando le pregunté si debía deducir que la luna había reaparecido prematuramente. Estaba en lo cierto: Veleda aún no había decidido qué hacer. La incertidumbre la tenía atrapada como un pez en la red.
—Tengo dos cosas que decir —apuntó apresuradamente, como si hubiera recibido presiones para conceder aquella audiencia—. La primera es que he accedido a que podáis marcharos. Hacedlo esta noche. Nadie os lo impedirá.
—Gracias. ¿Cuál es la otra?
—Informaros sobre la muerte de Munio Luperco.
—De modo que sabes qué fue de él. Una mujer ubia me dijo lo contrario.
—Lo sé ahora —replicó la profetisa con frialdad. Obviamente, las dos mujeres tenían menos en común de lo que Claudia Sacrata creía con tanta convicción.
Veleda me entregó un hatillo de tela carmesí. En su interior había dos objetos más de su arcón de chucherías: unas lanzas de plata en miniatura, de ésas que reciben los legados como recompensa imperial a los servicios distinguidos. Luperco habría recibido su tercera al término de su expedición mortal a Velera.
—¿Significa esto que Luperco estuvo aquí?
—Nunca llegó a mi presencia. —Veleda lo dijo con su firmeza habitual, aliviada quizá de no tener nada que ver con el sórdido episodio—. Esos objetos llegaron a mis manos más tarde. Me gustaría que se los devolvieras a la madre o a la esposa de ese hombre.
Le di las gracias y ella me contó lo sucedido. Cuando terminó la narración, parecía alicaída. Yo no sentía ninguna simpatía por los legados, pero la historia me causó espanto.
—¿Has informado de esto al tribuno Camilo?
—No.
Comprendí por qué. La mujer había establecido un pacto de amistad con Justino y aquello podía echarlo a perder.
Civilis había enviado a Munio Luperco escoltado por lo que Veleda optó por denominar «un grupo compuesto por guerreros de diferentes tribus». No la presioné para que fuese más concreta; la profetisa hacía bien en no echar más leña al fuego. El legado había resultado herido, había perdido su plaza fuerte y había visto arrasada su legión. Y también había pensado que el Imperio estaba desintegrándose. Bien porque suplicara a sus guardianes que lo dejaran en libertad o le dieran muerte, bien porque los guerreros estuvieran impacientes por volver al combate junto a Civilis, lo cierto es que, de pronto, éstos lo acusaron de cobardía y le dieron el trato que, a su entender, debía recibir un cobarde: fue desnudado, atado, casi estrangulado, arrojado a una ciénaga y sumergido en ella hasta ahogarse.
Para ser justo con ella, a Veleda parecía desagradarle contar todo aquello tanto como a mí escucharlo.
—Puesto que me habían privado de mi regalo, la verdad tardó en emerger.
Apoyé la barbilla en el hueco de la mano.
—Una verdad como ésa estaba mejor sumergida con él en la ciénaga.
—Si yo fuera su madre o su viuda, desearía conocer lo sucedido.
—También lo desearían mi madre y mi futura esposa pero ellas, como tú, son mujeres excepcionales que…
Veleda cambió de tema.
—Eso es todo lo que puedo decirte. Tú y tus hombres debéis marcharos discretamente; no deseo insultar al jefe que os ha traído aceptando un cambio de regalos de forma demasiado abierta.
—¿Dónde está Camilo? —pregunté, suspicaz.
—Arriba. Aún quiero hablar de algunas cosas con él. —La profetisa hizo una pausa, como si leyera mis pensamientos—. Por supuesto —añadió en un murmullo—, vuestro amigo os dirá adiós.
—¿Tiene que ser a cambio de él? —dije, desesperado.
—Ése fue el ofrecimiento —sonrió Veleda.
En aquel momento, Justino en persona apareció en la escalera y descendió ruidosamente los peldaños hasta la planta baja.
—Así pues, ¿qué fue de Luperco?
—El legado —respondí con cautela, pensando mis palabras al tiempo que las decía— fue ejecutado mientras era conducido hasta aquí. Ha transcurrido demasiado tiempo para conocer los detalles.
Veleda tenía los labios apretados y tensos, pero me siguió la corriente. Después, pasó ante Justino y desapareció, dejándonos a solas. Mientras subía por la escalera, la capa le resbaló de los hombros. No alcancé a ver la ropa que llevaba, pero su abundante cabellera dorada estaba ahora recogida con sumo cuidado en una trenza del grosor de mi muñeca. Justino y yo evitamos mirarnos.
Por fin, hice un pequeño gesto de fastidio:
—¡Vaya! Quería pedirle unos caballos para…
—Ya me he encargado de pedirle lo que querías —me interrumpió él con una sonrisa. Veleda había accedido a mi desquiciada sugerencia.
—¡Quinto! ¡Tienes una capacidad de persuasión de mil diablos! Espero que no recurras nunca a mí para pedir un préstamo… Muy bien, supongo que Veleda necesita un poco más de tu fluida oratoria. ¡No te vayas a morder la lengua con tanta cháchara! La profetisa quiere que nos marchemos enseguida, pero tendremos que esperar hasta las primeras luces…
—Tengo que quedarme aquí a cumplir con mi deber, Marco —insistió con voz tensa.
—Demasiados hombres buenos han dicho eso mismo y han echado a perder una carrera prometedora sin obtener el menor reconocimiento público. No seas tonto. No quieras ser un héroe muerto. Dile a Veleda que el intercambio queda anulado. Espero verte antes de que nos marchemos, tribuno. Ultimaré los preparativos y luego nos sentaremos a esperarte.
Pero Justino y yo éramos responsables de las vidas de Helvecio y de los reclutas. Los dos sabíamos qué tenía que suceder.
—Marchaos al alba —insistió Justino secamente. Cerró los dedos en torno al pasamanos de la escalera y desapareció peldaños arriba.
Abandoné la torre sin estar seguro de si se proponía venir con nosotros. Tenía la penosa sensación de que ni el mismo tribuno lo sabía aún. En cualquier caso, de lo que estuve seguro era de que Veleda sí sabía muy bien cuáles eran sus planes para él.
Desperté sigilosamente a los demás. Todos se apretujaron a mi alrededor mientras, en voz muy baja, les explicaba la situación.
—La bruja permite que nos marchemos, pero los guerreros quizá tengan otra opinión al respecto, de modo que no hagáis el menor ruido. Gracias a nuestro temible negociador, Veleda nos proporciona un nuevo medio de transporte. —Hice una pausa—: Así pues, la pregunta es: ¿cuántos de vosotros, apestosos vagabundos de costa, estáis familiarizados con una liburna?
Como había previsto, por una vez no hubo problemas. Al fin y al cabo, la legión Primera Adiutrix se había formado con desechos de la flota del Miseno. Aquéllas eran las mejores tropas que habría podido escoger para llevar la nave insignia del general nuevamente a puerto.