Helvecio hizo un rápido ademán de intentar ayudarme a incorporarme.
—¡No has estado muy brillante, que digamos!
Rechacé sus manos.
—Quien crea que sus palabras pueden resultar más convincentes que las mías, puede meterse en la torre a tentar su suerte.
Los comentarios mordaces cesaron.
Dos de los parientes de la dama habían sido delegados para realojarnos en un gran cercado de ásperas zarzas espinosas que aún parecían estar creciendo. Allí debía de ser donde Veleda guardaba vivos sus regalos antes de proceder a su descuartizamiento ritual, y allí fuimos conducidos y encerrados. El lugar ya tenía un ocupante, pero el individuo al que encontramos acurrucado en un rincón no parecía adecuado para aplacar al dios ancestral que Lentulo y yo habíamos visto en el bosque.
—¡Oh, mirad todos! ¡Hemos encontrado a Dubno!
Nuestro buhonero extraviado había sido sometido a una tremenda paliza. Parecía como si le hubieran marcado con un buen mosaico de cardenales y luego, algunos días más tarde, le hubieren dado otro repaso con el decidido propósito de llenar todos los huecos que pudieran quedar entre las contusiones anteriores.
—¿Por qué te han hecho esto?
—Por ser un ubio.
—¡No mientas! Tú acudiste a los brúcteros para venderles información acerca de nosotros. Seguramente han empleado esa información, pero ya ves cómo te han demostrado su desprecio.
Dubno nos miraba como si esperase una nueva tunda por nuestra parte, pero le aseguramos que nunca pegábamos a los miembros de las tribus que estaban oficialmente romanizadas.
—Ni siquiera a los traidores, Dubno.
—Ni siquiera a los intérpretes fugitivos que se escabullen justo cuando los necesitamos.
—Ni siquiera a los condenados ubios que nos venden para que nos capturen.
—Ni siquiera a ti, Dubno.
El buhonero dijo algo en su idioma. No nos hizo falta intérprete para entenderlo.
Lo que sucedió a continuación fue una sorpresa. Los parientes de Veleda apenas habían tenido tiempo de cerrar la valla de zarzas y mimbres, dejándonos allí para pensar en lo que nos esperaba, cuando se presentaron de nuevo y empezaron a desatar los débiles nudos de cuerda y a abrir la puerta del cercado.
—¡Por Mitra! La bruja ha cambiado de idea. Nos van a dar ropa limpia y vamos a ser invitados de honor al banquete…
—Guarda el aliento para enfriar las gachas, centurión. Ésa no cambia de idea.
Los tipos larguiruchos nos hicieron salir a todos. La visión de Dubno pareció recordarles que podían divertirse dando unos cuantos palos. El ubio ya estaba demasiado machacado como para que mereciera la pena hacerle gemir otra vez, de modo que intentaron descargar sus puños al azar sobre Helvecio y sobre mí. Cuando los apartamos de nosotros a empujones, la emprendieron con el criado del centurión. Esta vez, Helvecio decidió que no iba a tolerarlo y se plantó en defensa de su hombre. Nos preparamos para posibles problemas y, en efecto, éstos llegaron muy pronto. Sin embargo, no fueron del tipo que esperábamos.
Primero, Veleda volvió a asomar de su retiro de piedra.
Luego, sonó una trompeta.
—¡Por Júpiter Magnífico… es una de las nuestras!
Fue una llamada corta y lenta, hecha con un instrumento claro pero amortiguado. Su doliente temblor sonaba romano, pero no muy virtuoso. Procedía de algún lugar cercano en él bosque. Era emitido por una de esas retorcidas cornetas de bronce que utilizan los centinelas, y reconocimos la llamada como el toque del segundo turno de guardia nocturna. Aquella noche sonaba con cuatro horas de antelación.
A continuación, Tigris apareció en el claro, lo cruzó a la carrera hasta Veleda y se tendió ante ella con el hocico entre las patas.
Apenas me dio tiempo a pensar que la profetisa debía de haber espiado la proximidad de la embajada desde su torre de señales, cuando se presentó alguien más. Era el hermano menor de Helena. Yo sospechaba desde hacía tiempo que el joven albergaba profundas cualidades, pero era la primera vez que nos mostraba su talento para el espectáculo improvisado.
El tribuno entró en el claro montado a caballo, escoltado por Orosio. Ninguno de los dos llevaba la trompeta, lo cual era una sutil indicación de que la tenía un tercero (probablemente, habían dejado el instrumento al pie de algún árbol). Su aspecto era magnífico; uno de ellos, o los dos, habían pasado toda una tarde componiendo penachos y bruñendo bronces. El hermano de Helena acudía al encuentro de los brúcteros como si tuviera un ejército de quince mil hombres esperando en el camino. No había tal camino, pero el joven Justino parecía capaz de abrir uno para sí. Tampoco había ningún ejército, eso lo sabíamos muy bien.
Para tratarse de alguien que había pasado el último mes al raso bajo una lona, su indumentaria era inmaculada. El aire de jactancia contenida también estaba perfectamente conseguido. Montaba el mejor de nuestros caballos galos y seguramente había saqueado nuestras provisiones de aceite de oliva para embadurnar al animal hasta que incluso sus pezuñas reluciesen con aquel pringue heterodoxo. Y si el caballo estaba acicalado, lo mismo cabía decir de su jinete. En las profundidades del bosque, Orosio y él habían encontrado el modo de afeitarse. Su aspecto hacía que el resto de nosotros pareciéramos parte de aquella chusma de piojosos de extraño acento que nunca podían conseguir un asiento en las carreras, ni siquiera cuando el portero se iba a comer y dejaba a su hermanito de diez años para mantener el orden.
Justino lucía toda la panoplia de su rango de tribuno, más unos cuantos detalles de su propia cosecha: una túnica blanca con bordes púrpura, magníficas espinilleras con adornos dorados, una erguida cresta de crin de caballo en lo alto del casco, tan pulido que el reflejo de la luz en él danzaba de un punto a otro del bosque cada vez que movía la cabeza. El peto que colgaba de sus cinchas recargadas de flecos parecía brillar tres veces más de lo habitual. Sujeta con un lazo en torno a su torso modelado como el de un héroe, nuestro joven lucía con garbo su recia capa carmesí. Apoyado en el hueco de uno de sus brazos, portaba de manera sumamente relajada una especie de vara ceremonial, una novedad que parecía haber copiado de las estatuas oficiales de Augusto. Su expresión tenía la noble calma de ese gran emperador, y si esa noble calma disimulaba el miedo, ni siquiera sus amigos fuimos capaces de apreciarlo.
El jinete avanzó hasta el centro del claro, lo bastante despacio como para proporcionar a la profetisa una buena ocasión de contemplar su atavío. Una vez allí, desmontó. Orosio recogió las riendas —y la vara— con callada deferencia. Justino se acercó a Veleda con pisadas firmes de sus botas de tribuno y procedió a quitarse el casco en señal de respeto hacia ella. Los Camila eran una familia de gente alta, sobre todo si iban calzados con las botas militares de triple suela; por una vez, la profetisa se encontraba mirando a un romano a su misma altura. Los ojos que tenía delante eran grandes, castaños, modestos y profundamente sinceros.
Justino se detuvo un momento y se sonrojó ligeramente: un buen efecto. Al quitarse el casco resplandeciente, había permitido que la dama recibiera en toda su intensidad la abierta admiración y la reserva juvenil del recién llegado. Los ojos sensibles de Veleda debieron de obrar su magia y el joven imitó la profunda inmovilidad de la profetisa con su propia inmovilidad.
A continuación, dijo algo. Pareció dirigirse a Veleda con tono confidencial, pero el volumen de su voz difundió sus palabras en todas direcciones.
Conocíamos a aquel hombre. Reconocimos su voz. Pero ninguno de nosotros tuvo la menor idea de lo que acababa de decirle a la profetisa.
Camilo Justino le había hablado en su propio idioma.
Lo había hecho con la melodiosa fluidez con que recordaba haberle oído pronunciar el griego. Veleda tardó en reaccionar más de lo que habría querido; después, inclinó la cabeza. Justino le dirigió la palabra de nuevo y, esta vez, la profetisa volvió la mirada hacia nosotros. Justino debía de haberle hecho una pregunta. Ella meditó la respuesta y, por fin, la soltó con brusquedad.
—Gracias —dijo Justino con gran cortesía, en latín esta vez, como si le hiciera el cumplido de suponer que ella también lo entendía—. Entonces, saludaré primero a mis amigos, si me lo permites…
Pero no estaba pidiendo permiso; era una declaración de intenciones. Con todo, antes de hacerlo, se volvió hacia ella con una airosa disculpa:
—Por cierto, me llamo Camilo Justino.
Mientras cruzaba el claro en dirección a nosotros, su rostro permaneció impasible. Todos lo imitamos. Justino nos estrechó la mano uno por uno, con gesto grave y medido. Con los ojos de toda la asamblea brúctera fijos en él, nuestro tribuno apenas hizo otra cosa que pronunciar nuestros nombres mientras nosotros le susurrábamos toda la información que pudimos.
—Marco Didio…
—Dice que sólo es una mujer que vive en su torre a solas con sus pensamientos.
—Helvecio…
—¡Alguien debería dar a esa mujer otra cosa en que pensar! —Helvecio no pudo resistirse a lanzar aquella típica pulla.
—Ascanio…
—Nos espera a todos una muerte horrible, señor.
—Probo…
—Tribuno, ¿qué le has dicho?
—Sexto… Vamos a tratar las cosas con tranquilidad: veamos qué puedo hacer. ¡Lentulo!
Cuando nos hubo saludado a todos, sus ojos brillantes buscaron directamente los míos.
—Bueno, me has dejado solo para que me encargue de todo. ¡Hasta he tenido que ocuparme de tocar esa condenada trompeta!
Advertí que el joven tribuno empleaba aquel tono jovial para ocultar cierta intranquilidad; debajo de una pátina de ironía, su rostro expresaba tristeza. De pronto, me adelanté hasta él al tiempo que sacaba el amuleto que me diera en Velera; él vio de qué se trataba y agachó la cabeza para recibirlo en torno a su cuello.
—Si es de alguna ayuda, un contacto me dijo que Veleda puede estar deseosa de mantener una conversación como es debido… Eso es por Helena. Cuídate.
—¡Marco!
Me abrazó como a un hermano. Después, depositó el casco en mis manos y se alejó de nosotros con paso valeroso.
Regresó junto a Veleda. Justino era un hombre tímido que había aprendido a responder solo a los desafíos. Veleda lo esperaba como quien cree que va a lamentar algo.
Me volví en redondo hacia el buhonero, el único de nosotros a quien el tribuno, significativamente, había negado el saludo.
—¿Qué le ha dicho Justino, Dubno?
El ubio masculló una maldición, pero respondió.
—Ha dicho: «Tú debes de ser Veleda. Te traigo saludos de mi emperador y mensajes de paz…».
—¡Te estás callando algo! Él le hizo un ofrecimiento, de eso no hay duda.
Sin molestarse en preguntar qué me proponía hacer, nuestro íntegro centurión se colocó detrás del buhonero y le retorció los brazos a la espalda en una llave de lucha que resultó muy convincente. Dubno lanzó un quejido:
—También ha dicho: «Veo que mis camaradas son tus rehenes. Me ofrezco a cambio de ellos».
Era lo que había intuido. Justino se lanzaba al peligro con el mismo arrojo despreocupado que mostraba su hermana cuando, impaciente, decidía que alguien tenía que ser práctico.
—¿Y qué le ha respondido la mujer?
—«¡Ven a mi torre!».
El buhonero había dicho la verdad. Tan pronto Justino llegó hasta ella, Veleda se encaminó de nuevo hacia el monumento. Él la siguió. Luego, vimos a nuestro inocente tribuno entrar en la torre a solas con ella.