LI

Helvecio me cogió por el brazo.

—Apuesto a que ésa es la profetisa.

—No se aceptan apuestas, centurión.

A cada lado del inquieto caballo caminaba uno de los individuos larguiruchos que transmitían los mensajes de la mujer. De no haber llevado jinete, habría dicho que el animal estaba por domar. Era de corta talla, con el pelaje hirsuto y un aire de furia en los ojos. Cada uno de los larguiruchos lo tenía cogido por las crines para dominarlo; los dos parecían nerviosos, pero no había duda de quién los dominaba a ambos, y también al caballo salvaje.

Veleda desmontó entre su gente. Claudia Sacrata había dicho que los hombres la consideraban hermosa. Estaba en lo cierto. En nuestro grupo había veintidós hombres; todos estuvimos de acuerdo.

Era una mujer alta, tranquila y decidida. Tenía esa tez pálida que hace que los hombres parezcan débiles y poco viriles, pero que otorga un tono de misterio a las mujeres. La melena de luminosos cabellos dorados le llegaba, perfectamente peinada, hasta la cintura. Helena habría dicho que una mujer que pasa los días a solas en una torre tiene mucho tiempo para darle al cepillo. Llevaba un vestido púrpura sin mangas y estaba lo suficientemente bien desarrollada como para que la vista se desviase una y otra vez a su escote y a las aberturas bajo las axilas. Sus ojos eran azules, pero lo más importante de ellos era que reflejaban la confianza del poder.

Intenté detectar cómo había adquirido su encumbrada posición. Parecía reservada pero segura de sí misma, capaz no sólo de tomar decisiones, sino también de convencer a otros de que esa decisión era la única alternativa. Para nosotros, su presencia significaba nuestra perdición. La profetisa de los brúcteros era demasiado mayor para considerarla una mujer joven, pero demasiado joven para llamarla mayor. De acuerdo a los cánones romanos, estaba en la peor de las edades. Sabía demasiado para perdonarnos, y demasiado poco para renunciar a combatirnos. Me di cuenta al instante de que no teníamos nada que ofrecerle.

Helvecio también fue consciente de ello.

—La mejor de las suertes, Falco. Esperemos por el bien de todos que no hayamos aparecido ante su puerta en un momento inoportuno del mes.

Yo tenía cinco hermanas y una novia que se ponían como furias cada vez que les apetecía. Había aprendido a escurrir el bulto. Sin embargo, comenzaba a pensar que aquella dama podía considerar su día malo cualquiera en que tuviese que tratar con romanos. Noté que se formaba un nudo de tensión en mi estómago, causado por la mala comida y la falta de sueño.

La mujer se movió entre los participantes en el banquete como si les diese la bienvenida. Como anfitriona no era fría, pero tampoco mostraba un calor achicharrante. Su comportamiento era abierto y a la vez sumamente reservado. No vimos que probase bocado (parte de su halo mágico: no necesitaba alimentarse para subsistir), pero en cierto momento levantó una copa por todos los presentes y, tras una salva de vítores, se reanudó el ruidoso alboroto. Cuando fue pasando de mesa en mesa, los comensales se dirigieron a ella como a una igual, pero escuchamos sus respuestas con suma atención. Sólo una vez la vi sonreír, con un guerrero que debía de traer a su hijo adolescente a una asamblea por primera vez. A continuación, pasó varios minutos charlando tranquilamente con el chico, que estaba tan sobrecogido por su presencia que apenas era capaz de articular respuestas.

Los reunidos le ofrecieron regalos. El guerrero que me había capturado le entregó mi puñal.

El jefe de la partida nos señaló con un gesto. Ella, probablemente, le había agradecido su donación. Volvió la mirada un instante hacia donde estábamos y nos produjo la impresión de que lo sabía todo acerca de nosotros sin necesidad de que hablásemos.

Se dispuso a continuar su marcha.

Con ambas manos, rompí la cuerda que me ataba a los demás y di unos pasos hacia ella, aunque sin acercarme demasiado para no ganarme una lanzada en la garganta. Era más alta que yo. Llevaba un bello collar de amalgama de oro trabajada, menos fina que otras pero de filigrana más compleja; parecía obra de un orfebre de Hibernia. Los pendientes eran griegos: medias lunas de oro de granulación extremadamente fina; unas piezas exquisitas. Lo mismo cabía decir de su piel tersa y clara. Por un instante, fue como acercarse a una muchacha atractiva que ha tenido fortuna en el reparto de una herencia. A continuación, recibí todo el impacto de su personalidad. De cerca, la primera impresión que producía era la de una inteligencia formidable, aplicada con astucia. Aquellos ojos azules parecían haber estado esperando enfrentarse a los míos. Permanecían absolutamente impasibles. Jamás había sido tan consciente de encontrarme ante alguien tan marcadamente diferente.

Y lo más peligroso era su sinceridad. El circo de hojalateros que la rodeaba tal vez estuviera compuesto de charlatanes, pero Veleda se mantenía a distancia de ellos y resplandecía, sin que le afectase un ápice su charrería.

Me volví hacia el jefe.

—Dile a tu profetisa que he viajado desde Roma para hablar con ella. —Me sorprendió que nadie moviera un arma, pero los guerreros parecían ceñirse a las órdenes de la mujer y ésta no les dio ninguna. El jefe ni siquiera respondió a mi petición—. ¡Dile a Veleda que deseo hablar con ella en nombre del césar! —insistí.

Advertí en la sacerdotisa un ligero movimiento de impaciencia, probablemente debido a mi mención de la odiada y temida palabra, «césar». El jefe dijo algo en su idioma. Veleda no respondió.

La diplomacia ya es suficientemente difícil cuando el interlocutor reconoce y acepta los esfuerzos del negociador. Perdí la paciencia.

—Señora, no te muestres tan hostil. ¡Esa expresión afea un rostro encantador! —Una vez pronunciadas tales palabras en tono de irritación sin preocuparme de si ella las entendía o no, detenerme habría sido una muestra de debilidad—. He venido en son de paz. Mi escolta, como podrás comprobar si la inspeccionas, está compuesta por hombres sumamente jóvenes y tímidos. No representamos ninguna amenaza para los poderosos brúcteros.

En realidad, las experiencias pasadas (y, probablemente, el ejemplo de convivir con huesos duros de roer como Helvecio y yo mismo) habían endurecido visiblemente a los reclutas. Mi intervención parecía haber despertado cierto interés desdeñoso por parte de Veleda, de modo que me apresuré a continuar:

—Ya es suficientemente desagradable estar encargado de una misión de paz que nadie ha solicitado. Esperaba poder gozar de vuestra legendaria hospitalidad germánica; por eso, señora, me siento decepcionado por el trato que estamos recibiendo… —Señalé al resto del grupo con un nuevo gesto; los reclutas se apretujaron aún más detrás de mí. Esta vez un guerrero, probablemente bebido malinterpretó el gesto y saltó hacia nosotros en actitud agresiva. Veleda no mostró la menor reacción, pero otros hombres se encargaron de contener al guerrero—. Me gustaría poder decir que la comunicación no parece el punto fuerte de tu tribu, pero está dolorosamente claro lo que pretenden. Sólo te pido que, si no quieres escuchar el mensaje que traigo, permitas al menos que yo y mis compañeros regresemos junto al emperador para informarle de nuestro fracaso.

La profetisa continuó mirándome sin el menor ademán. Tras una vida de arduas conversaciones, aquello era sondear nuevas profundidades. Di un tono más ligero a mi voz:

—Y si lo que te propones en realidad es convertirnos en esclavos, te advierto que mis soldados son pescadores criados a la orilla del mar. No entienden nada de ganado y ninguno de ellos sabe manejar el arado. En cuanto a mí, puedo arreglármelas para cuidar un pequeño huerto de legumbres, pero mi madre te alertaría enseguida de que soy un completo inútil en la casa…

Lo había conseguido.

—¡Silencio! —exclamó Veleda.

Sí; había logrado más de lo que esperaba.

—Está bien. Soy un romano bien educado, princesa. Cuando una mujer me habla en latín con esa energía, siempre hago lo que me dice.

Por fin, estábamos llegando a alguna parte. Como de costumbre, era a un callejón oscuro en el que habría preferido no entrar. La profetisa me dirigió una sonrisa agria.

—Sí, hablo tu lengua. Me pareció necesario hacerlo, pues ¿cuándo se ha molestado un romano en aprender la nuestra?

Veleda tenía una voz firme, poderosa y vibrante que, en otras circunstancias, habría sido un placer escuchar. Yo ya no estaba sorprendido, pues la mujer lograba que todo cuanto hacía o decía pareciese inevitable. Por supuesto, cuando se presentaban los comerciantes, ella deseaba enterarse de las noticias que traían y asegurarse de que no la engañaban. Lo mismo cabía decir de cualquier embajador que surgiera inopinadamente de los bosques.

Yo tenía ligeros conocimientos de la lengua celta que se hablaba en Britania, pero había tantas millas de distancia entre aquellas tribus y los brúcteros que esos conocimientos resultaban inútiles, pues nuestros captores empleaban un dialecto muy diferente.

Recurrí a los habituales usos diplomáticos degradantes:

—Tu cortesía nos censura. —Aquello sonaba a una comedia traducida de un original de poca calidad por algún poeta mediocre de Túsculo—. Con gusto alabaría a la noble Veleda por su belleza, pero creo que ella preferiría oírme comentar con elogio su inteligencia y buen juicio…

La noble Veleda dijo algo en su idioma, sin alzar la voz. Fue un comentario breve que levantó risas entre su gente. Probablemente había empleado términos mucho más rudos, pero el sentido estaba claro: «Este hombre me aburre».

Bravo por la diplomacia.

Veleda alzó el mentón. Era consciente de su aspecto imponente, pero despreciaba recurrir a él.

—¿Qué has venido a decir? —inquirió con ademán pensativo.

A eso se llamaba ir al grano. Sin embargo, yo no podía en modo alguno limitarme a responder: «¿Dónde está Munio, y quieres tener la bondad de ordenar a tus guerreros que dejen de atacar a Roma?».

Probé la sonrisa franca:

—¡Me estoy llevando la peor parte de este asunto!

Pero seguramente, en el pasado, algún embustero había utilizado ya aquella misma sonrisa para intentar engañarla.

—Te estás llevando lo que te mereces —fue su respuesta. Me recordó las de otra muchacha altanera con la que solía reñir.

—Veleda, lo que Vespasiano me ha enviado aquí a decir es vital para todos nosotros. No puede ser tratado como un vulgar intercambio de insultos en una competición de gritos de borrachos. Tú hablas en nombre de tu nación…

—No —me interrumpió ella.

—Tú eres la sacerdotisa venerada de los brúcteros…

Veleda sonrió, sin añadir palabra. Su sonrisa era absolutamente íntima, sin el menor contacto humano compartido. El efecto que produjo fue que ahora parecía intocable. Abrió la boca para declarar:

—Sólo soy una mujer soltera que habita en el bosque con sus pensamientos. Los dioses me han otorgado conocimiento…

—Tus hazañas tampoco se olvidarán nunca.

—Yo no he hecho nada. Me he limitado a expresar mi opinión cuando alguien me lo ha pedido.

—Entonces, tus meras opiniones te han proporcionado un gran poder de liderazgo. Niega tu ambición, si quieres, pero tú y Civilis estuvisteis a punto de dominar Europa. —Y a punto de arruinarla—. Señora, tus opiniones iluminan el mundo entero como una tormenta de rayos. Tal vez entonces tenías razón, pero ahora el mundo necesita descanso. La lucha ha terminado.

—¡La lucha no terminará jamás!

La sencillez con que hablaba me alarmó. Si la mujer hubiera sido uno de tantos aspirantes al poder, aquellos turbulentos guerreros la habrían tomado a broma y Civilis no la habría considerado una aliada sino una rival. Tal vez Veleda había conseguido enardecer a las hordas con su oratoria más inflamada pero, probablemente, los propios brúcteros se habrían desembarazado de ella. Incluso Arminio, su héroe, había sido derrocado al final por su propio pueblo. En Roma, habría resultado incomprensible que un líder no aspirara a lucir los entorchados de su condición de tal. En los bosques germanos, por el contrario, aquel mismo rechazo de toda ambición reforzaba su influencia.

—La ocasión ha pasado —insistí—. Roma vuelve a ser ella misma. Combatir ahora es lanzarse contra una pared de roca. No podéis derrotar a Roma.

—Ya lo hicimos en una ocasión. Volveremos a hacerlo.

—Eso fue hace tiempo, Veleda.

—Nuestro tiempo llegará otra vez.

Pese a la certeza que intentaba transmitir en mi tono de voz, Veleda también se sentía segura de lo que decía. Una vez más, empezó a darse la vuelta. Pero en aquella ocasión no dejé que una mujer me obligara a callar con el mero gesto de volverse de espaldas. Durante toda mi vida adulta, las mujeres me habían tratado como a un esclavo restregador de una casa de baños que no se hubiera ganado la propina.

No tenía nada que perder, de modo que intenté convertir aquello en un asunto personal.

—Si el imperio galo del que tanto os vanagloriáis consiste en esto, Veleda, no me impresiona. Civilis ha huido y permanece oculto, y lo único que veo aquí es un claro de bosque con el típico espectáculo de feria, chillón y poco elegante, que se organiza en cualquier mercado de caballos. Lo que veo es sólo otra chica con aspiraciones al mundo del espectáculo que trata de hacerse un nombre… y lo que es más, que está descubriendo que el éxito significa que todos sus aprovechados parientes esperan de ella que les encuentre una colocación en su séquito… Lo lamento por ti. Tu posición parece aún peor que la mía. —A juzgar por su expresión impasible, los parientes de la dama eran más lerdos de lo que yo había creído, o bien no habían compartido su profesor de latín. Veleda se volvió una vez más para mirarme a la cara. Me atrevería a decir que la referencia a la familia había herido su susceptibilidad. Continué hablando en tono más apaciguador—: Disculpa las bromas. Puede que mi gente sea vulgar, pero la echo de menos.

Ella no pareció captar mi insinuación de que los romanos también éramos humanos. Con todo, consideré que aún tenía su atención y añadí:

—Veleda, tu influencia se basa en tu acertada profecía de que las legiones romanas serían destruidas. Un pronóstico fácil. Cualquiera que observase la lucha por el trono imperial podía darse cuenta de que los intereses de Roma en Europa estaban en peligro. No hiciste más que sacar la pajita afortunada entre las dos probabilidades que tenías. Ahora, eso no dará resultado. Roma vuelve a tener el control absoluto. Una vez resuelta la situación en la capital imperial, Petilio Cerealis marchó al frente de sus hombres a lo largo de la ribera occidental del Rin, desde los Alpes hasta el océano Británico, y todos los enemigos de Roma que encontró en su camino tuvieron que retirarse ante su empuje. ¿Dónde está tu triunfante Civilis, ahora? En el mar, probablemente.

Aquella versión oficial de las victoriosas hazañas de nuestro comandante habría satisfecho a su amante urbana de Colonia, pero no iba a impresionar a una mujer inteligente y desdeñosa que podía distinguir la nave insignia de la flota de Cerealis amarrada en su embarcadero privado. Sin embargo, Veleda comprendía tan bien como yo que Cerealis podía ser un hombre desorganizado, pero aun así había derrotado toda resistencia.

—He oído que nuestro pariente, Civilis, ha vuelto a teñirse el cabello de rojo —apuntó la profetisa como si esperase disfrutar de mi desconcierto.

Aquél sí que era un regalo inesperado. Yo ni siquiera había soñado con recibir noticias. Y no parecía que el rebelde se ocultara allí.

—¿No está contigo?

—Civilis sólo se siente cómodo en la orilla occidental del río.

—¿Ni siquiera en La Isla?

—Actualmente, ni siquiera allí.

—Roma se encargará de cortarle el pelo. La cuestión ahora, ingeniosa profetisa, es si tendrás el valor de comprender que las legiones no fueron derrotadas y de ayudar a reconstruir el mundo que todos nosotros estuvimos tan cerca de perder.

Había agotado mis apelaciones. La profetisa seguía tan calmada que me sentí como si estuviese masticando arena.

—La decisión —respondió al fin— la tomarán los brúcteros.

—¿Para eso se han reunido aquí? ¡Veleda, abandona tu actitud de oposición fanática a Roma! Los brúcteros y los demás pueblos te escucharán.

—Mi actitud no tiene importancia. ¡Son los brúcteros quienes jamás dejarán de resistirse a Roma!

Observando a los guerreros, me sorprendía que alguna vez hubieran escuchado a alguien.

Veleda adoptó una actitud tan ausente y taciturna como la de un oráculo griego o una sibila. El misterio de la torre era tan fraudulento como los aterradores rituales de Delfos o de Cumas. Pero los oráculos griegos y romanos envolvían los destinos en acertijos; Veleda usaba la verdad desnuda. Su mejor truco, me dije, era que, como un orador que da voz a los pensamientos secretos de la gente, ella se inspiraba en profundos sentimientos que ya existían. Los guerreros creían que estaban decidiendo por sí mismos. Habíamos tenido ocasión de comprobarlo: Veleda acogía aquella reunión como si no tuviera intención de participar en los debates que se avecinaban. Sin embargo, yo seguía convencido de que la profetisa conseguiría el resultado que quería. Sería un mal resultado para Roma. Y la convicción de Veleda al respecto parecía inconmovible.

Esta vez, mi intervención había terminado. La audiencia de Veleda, una de sus escasas apariciones públicas, estaba tocando a su fin. Empezó a alejarse y sus seguidores se reagruparon para impedir que nada la detuviera.

De nuevo, se volvió hacia mí. Era como si leyese mis pensamientos. Yo había jugado con la idea de que, si en aquella reunión iban a tomarse decisiones importantes, tal vez habíamos llegado en el momento oportuno. Pero ella me aseguró con visible satisfacción que no tendría oportunidad de influir en los acontecimientos:

—Tú y tus compañeros sois un regalo para mí. Se me ha pedido que os dé el destino que probablemente imaginas. —Por primera vez, parecía mostrar curiosidad por nosotros—. ¿Te da miedo la muerte?

—No.

Sólo me irritaba.

—Aún tengo que tomar la decisión —anunció ella cordialmente.

Conseguí lanzar una última réplica:

—¡Veleda! ¡Matar a un viejo soldado, a su criado y a un grupo de muchachos inocentes no hará más que deshonrarte y mancillar esa fama inmaculada de que gozas!

Acababa de ofender a todo el mundo. El jefe que nos había llevado allí me derribó al suelo de un revés prodigioso.

Veleda había llegado a la torre. Sus parientes varones se congregaron al pie de ésta, de cara a la compañía. Mientras la esbelta figura desaparecía sola en su retiro, la sombra del gran dintel romano cayó sobre sus cabellos de oro. La torre de señales la engulló bruscamente. El efecto resultó siniestro.

Y aún resultaba más inquietante si uno yacía sobre la hierba con el orgullo herido y un golpe doloroso en la cabeza, afrontando la perspectiva de una muerte espantosa en una arboleda sagrada de los brúcteros.