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A la mañana siguiente, la hermosa virgen debía de estar ocupada, pues nos envió a su hermana. Ésta tenía la silueta de un mástil de tienda de campaña, las facciones angulosas de un peñasco y un carácter despreciable. Nada de eso nos habría deprimido demasiado, de no ser porque la muchacha tampoco tenía idea de cocinar.

—Gracias, querida —la saludé cortésmente entre las muecas de desagrado de los demás—. Estamos encantados de conocerte y agradecidos por ese bendito cazo de gachas —añadí. La muchacha había traído cuatro cuencos para los veintidós del grupo, y un caldero de metal que contenía una especie de masa tibia y glutinosa de cereales.

Sin hacer caso de mi comentario, la muchacha abandonó el establo. Yo fingí que prefería a las mujeres menos descaradas.

El desayuno fue algo que todo el mundo debería experimentar para que la siguiente vez que tuviera que comer algo a la fuerza, supiese que podría ser peor.

Aquella tribu de brúcteros no era amante de los madrugones. Nos hallábamos en un poblado adormecido que habría constituido un lugar de recuperación ideal si hubiésemos encontrado más simpatía entre sus gentes. Sólo avanzada la mañana escuchamos algún signo de actividad.

—Atentos, soldados. Parece que sucede algo…

Espiamos por el ventanuco y vimos que un grupo de guerreros había regresado a nuestro campamento para saquearlo. Helvecio y yo apartamos a los demás y procedimos a observar el material y los animales que habían caído en su poder.

—Calculo que falta una tienda y seis caballos…

—Además de la caja de seguridad, las jabalinas…

—Probablemente, también algunas raciones y el equipaje personal del tribuno…

—¡Entonces, lo conseguirá! —murmuró Helvecio con orgullo—. ¡Por Mitra, es un muchacho estupendo!

Daba la impresión de que Camilo Justino podría, al menos, informar a Roma de que habíamos caído en poder de los brúcteros. El joven contaba con suministros y monturas y con la compañía de Orosio. Después de capturarnos, aquellos bárbaros habían bajado la guardia y no estarían pendientes de él. Justino tendría, pues, una buena ocasión para escapar de allí. No podíamos hacer otra cosa que mantener la fe en ello. ¿Qué otra cosa cabía esperar de un oficial joven educado entre algodones y ayudado por un recluta de reconocida torpeza?

En condiciones normales, cualquier estupidez. Tal fue la respuesta de Helvecio.

La llegada de los caballos significó un cambio para nosotros. La cara buena de ese cambio fue que dijimos adiós a nuestro encierro en el establo pestilente. El aspecto más sombrío fue que nuestros captores dejaron atrás todo nuestro equipaje, que Ascanio había perdido su oportunidad de galantear a la chica de las gachas y que los brúcteros emprendieron la marcha montados a caballo… es decir, en nuestros caballos. Nosotros avanzábamos a su lado, a pie. Y eran jinetes rápidos. Además, el lugar al que nos conducían resultó encontrarse a varios días de marcha.

—Ved el lado positivo: por lo menos vamos hacia el oeste. Estos bárbaros podrían habernos internado en sus bosques… De este modo, cada milla que avanzamos estamos más cerca de casa.

—Entonces, Falco, ¿a cuántas millas de Roma nos encontramos ahora?

—¡Por Júpiter, no lo preguntes!

Tan pronto como los brúcteros se cansaron de conducirnos como a patos, a base de irritantes silbidos y de un uso muy activo de varas de afiladas espinas, nos colocamos en formación y les demostramos cómo marchan los constructores de imperios. Incluso los reclutas estaban inspirados y marciales. Me preocupaba el criado del centurión pero resultó que, tras veinte años en el ejército, no sólo era capaz de mover sus botas al ritmo de los demás, sino de mascullar sus lamentaciones al mismo tiempo.

Incluso cantamos. Inventamos una copla de marcha que empezaba: «¡Oh, me gusta mi escudilla con mi nombre grabado en el borde…!» y seguía enumerando diversos efectos del equipo de un legionario (hay muchos de donde escoger) hasta llegar a la novia, punto a partir del cual la forma permanecía constante pero introducíamos algunos contrapuntos obscenos. A los reclutas les entusiasmó. Era la primera vez que se inventaban una canción.

—¡Ah, señor, esta aventura es realmente espléndida, señor!

—Tienes mucha razón, muchacho. Marismas, bosques, fantasmas, arboledas llenas de esqueletos… Sucios, asustados y famélicos, para terminar convertidos en esclavos…

—Señor, creo que esos a los que nunca mencionamos van a rescatarnos. ¿Qué opinas tú, señor?

Helvecio resumió su parecer en una palabra. Se trataba de un término anatómico.

Yo apunté que, suponiendo que aquellos a los que nunca nos referíamos hubieran hecho lo más sensato y hubiesen partido a uña de caballo hacia nuestras filas, estaba dispuesto a estudiar las sugerencias para organizar nuestro propio rescate. Nadie tenía ninguna.

Cantamos trece estrofas más de la canción de la escudilla, para dar a entender a los brúcteros pelirrojos que jamás conseguirían quebrar el ánimo de los romanos.

Así, con los pies llagados y nuestra inquietud lo más disimulada posible, llegamos a un gran claro junto a la ribera del río, donde se estaban congregando más brúcteros cerca de una torre sospechosamente alta. Al pie de la torre, en una serie de pulcras casitas de paredes de mortero, vivía un grupo de bárbaros extremadamente delgados que se las habían ingeniado para equiparse con una extraordinaria cantidad de brazaletes de oro y broches de capa con incrustaciones de piedras preciosas. Aquel grupo de aspecto enclenque recordaba a los ladrones de caballos que viven en los pantanos Pontinos y se ganan la vida reparando cazuelas y ollas abolladas. Tenían la mirada tan furtiva como ya había oído comentar, pero cada uno de aquellos hombres poseía un elegante collar, un cinto con buenos adornos esmaltados y varias vainas de plata o de bronce. Al contrario que el resto de los reunidos, llevaban encima varias capas de ropa y botas excesivamente grandes. Tenían como animales de compañía varios perros de caza de excelente estampa y exhibían ostentosamente ante sus viviendas el último modelo de carro de bastidor de mimbre.

Aquellos individuos larguiruchos, de mentón afilado y aspecto poco imponente formaban un grupo cuyo poder para atraer ricas ofrendas debía de ejercer por pura delegación. Cuando gimoteaban para obtener un regalo, nadie podía discutírselo. Al menos ningún brúctero parecía dispuesto a hacerlo. Pues aquellos hombres eran, sin duda, los parientes varones de Veleda.

Nuestros captores nos ataron a todos juntos, pero nos permitieron deambular por el lugar a nuestro aire. Nos encaminamos directamente hacia el lugar donde debía de vivir la profetisa.

Debería haberlo sabido desde el primer momento. ¿Desde cuándo las tribus celtas construían torres altas como aquélla? Veleda se había instalado en un viejo puesto de señales romano.

El edificio, una construcción que en semejantes circunstancias resultaba irónica, había sufrido algunas modificaciones. Aún tenía la plataforma superior para el vigía y para las hogueras, pero ahora su altura era todavía mayor gracias a las paredes de mimbre que se habían añadido a ella, rematadas por un confortable tejado de maderos. Decididamente, las acciones que a punto habían estado de provocar la caída del Imperio habían sido supervisadas desde una de sus propias construcciones. Apartamos la vista de ella con repugnancia.

Las fuentes de la cabecera del Lupia se unían en un solo curso bastante más arriba, y donde estábamos ahora el río se había ensanchado lo suficiente como para permitir la navegación. A lo largo de las orillas había diversas embarcaciones nativas, entre ellas algunas chalupas de casco alto con velas de cuero, esquifes y pequeños botes de mimbre y cuero. También había otra nave mucho mayor, de una categoría superior, que parecía extrañamente fuera de lugar. Los reclutas se mostraron fascinados por aquella embarcación y desoyeron repetidamente los gritos de nuestros guardianes, volviendo sobre sus pasos para contemplarla más detenidamente. Había olvidado que muchos de ellos procedían de la costa del Adriático.

—¡Eso es una liburna!

Las liburnas son embarcaciones de guerra ligeras, con dos hileras de remos, copiadas de las que empleaban los piratas mediterráneos y muy utilizadas por la flota romana. Aquélla llevaba un retrato decorativo de Neptuno en la proa y una espléndida cabina en la popa. Se mantenía a flote, aunque le faltaba la mitad de los remos y el aparejo estaba hecho un auténtico lío. No advertí indicio alguno de que la sacerdotisa la mantuviera en condiciones para hacer travesías de placer en ella; más bien daba la impresión de llevar muchos meses allí, abandonada.

—Debe de ser la nave insignia que le robaron a Petilio Cerealis delante de sus mismas narices —apunté.

—¡Pues es preciosa, señor! ¿Cómo pudo permitir que sucediera una cosa así?

—Estaba en la cama con su cariñito.

—¡Oh, señor!

—No pienses más en la negligencia del general. Igual que la liburna, deben de habernos conducido hasta aquí como regalo a la profetisa. Así pues, guardad silencio, permaneced juntos y manteneos atentos por si surgen problemas. Nadie ha vuelto a ver jamás al último romano vivo traído como presente a la dama. ¡Y podéis estar seguros de que el pobre diablo no sigue con vida, tan cierto como que la ambrosía hace eructar a los héroes!

No obstante, experimenté una remota esperanza de que diéramos con el legado desaparecido, Luperco, y descubriéramos que se había vuelto un nativo y que vivía allí con Veleda, como un príncipe. La esperanza era tan vaga que me sentí ligeramente mareado. Conocía demasiado bien las alternativas más probables. Y sabía que eran ésas las que nos aguardaban.

—¿La profetisa está ahora en la torre, señor?

—No lo sé.

—¿Vas a pedir una entrevista con ella?

—Dudo mucho que me lo permitan. Pero antes de hablar quiero estudiar la situación.

—¡Oh, no subas a la torre, señor! Quizá no vuelvas a salir… —Lo tendré presente.

La asamblea de los brúcteros parecía una reunión estipulada de antemano.

Debía de representar un duro trabajo para los proveedores de alimentos. Las tribus celtas tienen fama de acudir a las citas en un término de tres días antes o después de la fecha acordada. En aquel momento, estaba celebrándose un banquete sobre unas bastas mesas de tablones y caballetes. Al parecer, se trataba de una especie de festín permanente. Era de suponer que tendría que pasar algún tiempo hasta que un número decente de guerreros se dignara hacer acto de presencia. Me pregunté quién habría cursado las invitaciones a aquella reunión informal. Después, traté de no sentir curiosidad por el efecto que la asamblea podía tener sobre nosotros.

Nuestro grupo, con su interesante ristra de prisioneros, despertó estallidos de expectación. Los acompañantes de otros jefes se sintieron obligados a fanfarronear y desafiar al satisfecho grupo que nos había capturado. Lo hicieron dirigiéndonos los habituales gestos ofensivos y amenazadores, de los que no hicimos caso, aunque estaba muy claro que nuestros captores no iban a permitir que otros nos torturaran cuando tal cosa constituía su privilegio. Para entonces, sentíamos un interés especial por el grupo con el que estábamos familiarizados, de modo que los encorajinamos y logramos lanzarlos a una pelea bastante animada. Ninguno de ellos pareció agradecer nuestro apoyo y, finalmente, se cansaron de pelear y se sentaron a continuar con el banquete.

A nosotros también nos echaron de comer, aunque no lo mismo. Los guerreros daban cuenta de una comida sencilla pero apetitosa: pan, fruta, venado asado caliente y creo que algo de pescado. Para nosotros, el cocinero se había tomado la molestia de preparar otra de sus especialidades en gachas; era como tragar un engrudo. Nos trajeron bebida, una especie de zumo de arándano fermentado, pero advertí a los reclutas que fueran con cuidado por si más adelante necesitábamos tener la cabeza despejada. Las mujeres fueron consideradas una gran mejora en comparación con la hermana de la virgen; la muchacha que nos trajo la jarra de bebida merecía, decididamente, un buen piropo. Ordené que se olvidaran también de ella y fui elegido unánimemente como el miembro menos simpático del grupo.

Transcurrió el tiempo. Apoyado en un árbol, reflexioné sobre lo que nos ocurría. En aquel lugar el tiempo parecía carecer de importancia. Sin embargo, ¿qué otra cosa se podía esperar de unas tribus indolentes que jamás habían conocido el reloj de sol, y mucho menos habían importado de Italia la clepsidra para regular estrictamente sus horas libres? ¡Dioses santos, esos bárbaros parecían creer que la vida consistía en hacer lo que uno quería y disfrutarla todo lo posible! Si algún día se filtraban a través de aquellos perezosos bosques los conceptos de la filosofía griega, sus gentes iban a llevarse una sorpresa terrible. Y estaban tan desorganizados que no era de extrañar que los hijos y el nieto de Augusto, representante supremo del orden, jamás hubieran conseguido reunir a un número suficiente de ellos para organizar un acto presentable de rendición a Roma. Roma tenía una forma metódica de enseñar a los pueblos tribales, pero antes era preciso sentarlos para explicarles los beneficios.

Esta vez, eran los brúcteros quienes nos obligaban a esperar sentados. Tal violación de las normas de cortesía diplomática mereció nuestro desdén.

No sucedía nada. Y no parecía que nadie esperase que sucediese algo. Todo aquello carecía de sentido para nosotros. Permanecimos atados en nuestra penosa cuerda de presos, sentados en un rincón e hirviendo de impaciencia a la espera de alguna formalidad, aunque ésta resultase ser la de nuestro juicio.

Ascanio guiñó un ojo a la muchacha de la jarra. Ella hizo caso omiso y él intentó asir el borde de su falda de áspera lana. Ante ello, con el aire de quien no es la primera vez que lo hace, la muchacha le vació encima el líquido que quedaba en el cántaro.

Hay cosas que son iguales en todas partes.

Cuando la chica se dio media vuelta con su bonita nariz muy levantada, le dirigí una triste sonrisa y ella me dedicó a su vez una carantoña realmente deliciosa. Me sentí nuevamente animado.

Ver cómo otros se dan un festín constituye un ejercicio francamente desmoralizador.

Transcurrió más tiempo. Se acercó la noche. A pesar de lo que Dubno me había contado acerca de la actitud germana respecto de la bebida, el vino de arándano era, evidentemente, una de esas pócimas campestres de efectos traicioneros. Mi tía abuela, Febe, preparaba un brebaje parecido con bayas de arrayán que normalmente originaba un alboroto digno de unas Saturnales. Allí habría tenido un gran éxito. El murmullo de las conversaciones no tardó en dar paso a las voces altisonantes de una discusión. Como en todas partes, la mayoría de las mujeres decidió que, si iba a armarse una bronca, ellas se marchaban a otra parte a hablar de sus cosas. Unas pocas, testarudas, se quedaron; sin duda, se trataba de las que estaban decepcionadas de la vida. Se las veía más achispadas incluso que los hombres. Éstos, que parecían capaces de engullir el cargado licor rojo sin perder el aplomo, estaban ahora encendidos de cólera. Empezaron a cruzarse opiniones, lo cual siempre constituye una señal de peligro. Las réplicas se sucedían, cada vez más enérgicas, masculladas en palabras lentas y arrastradas que no tardaron en ser subrayadas con golpes en las mesas. Por fin, nuestro jefe se puso en pies, tambaleándose con ebria elegancia, y estalló en un discurso encendido. Era evidente que estaba proponiendo una votación.

Naturalmente, nos habría gustado que nuestro hombre hubiera resultado un buen polemista, pues a todo prisionero le gusta pensar que ha sido capturado por un enemigo digno. El único problema, según quedó de manifiesto en las miradas feroces que nos dirigía, era que el tema de la discusión era nuestro destino. También captamos claramente que el jefe había decidido mejorar su posición ofreciendo a sus prisioneros para que fueran empleados como próximos sacrificios humanos en alguna arboleda sagrada.

Fue un largo discurso; al tipo le encantaba vociferar. Poco a poco, el ruido cambió al tiempo que los guerreros empezaban a golpear sus escudos con las lanzas.

Comprendí el significado de tal gesto.

El estrépito de las lanzas contra los escudos se hizo más potente y se aceleró. Instintivamente, todos nos apiñamos en un grupo más compacto. Una lanza, arrojada con gran precisión, se clavó vibrando en la hierba, junto a nuestros pies.

El ruido cesó hasta aproximarse al silencio absoluto de que puede ser capaz un grupo numeroso de gente ahíta de comida y discusiones. Gradualmente, todos concentraron la atención.

Una mujer había entrado en el claro a lomos de un caballo blanco, montada a pelo y sin bridas.