¡Benditos dioses!, detesto a los tipos grandullones, lerdos y joviales. Nunca se puede estar seguro de si simplemente se está riendo de uno o de si se burla con esa risotada jovial para a continuación cercenarle la cabeza con el hacha…
Lo cierto es que mi captor me incorporó hasta una posición más o menos erguida y me despojó de la espada y del puñal. Examinó éste con aire de suficiencia, pero se lo guardó. Después, me empujó hacia el círculo que formaban los demás. Entonces, éstos incitaron a Lentulo a salir del hoyo, empleando las lanzas como puyas. El recluta sacó con él al perro, el cual demostró de inmediato su fidelidad escapando a toda prisa.
El grupo de felices bárbaros nos colocó uno al lado del otro y estudió sus capturas como entomólogos que compararan una serie de escarabajos poco comunes. Aquellos tipos no parecían refinados, precisamente. Tal vez tenían por costumbre contar las patas y las antenas de sus bichos arrancándoselas. Empecé a sentir un hormigueo nervioso en unas extremidades que ni siquiera tenía.
Todos nos sobrepasaban en estatura. Lo mismo sucedía con el grupo que no tardó en aparecer dando alborozados gritos de triunfo y escoltando a nuestros colegas del campamento. También tenían a nuestro desaparecido Probo y a su compañero de búsqueda de tesoros. Ellos debían de haber sido los primeros en caer en su poder.
Los estudié con inquietud, tratando de apreciar golpes o heridas. Helvecio exhibía un ojo hinchado y un caso terminal de lenguaje soez; salvo esto y las magulladuras de algunos de los reclutas, no observé nada más. El criado del centurión parecía haberse llevado la peor parte, pero eso no era necesariamente un signo de crueldad por parte de los brúcteros; era un tipo tan patético que pedía a gritos una paliza. Más tarde, los soldados me contaron que se habían dejado prender con mucha facilidad. Al fin y al cabo, se suponía que los motivos de nuestro viaje eran pacíficos. Los guerreros habían irrumpido de improviso en las tiendas. Helvecio había seguido las normas como era debido, tratando de establecer un diálogo. Sólo cuando el grupo comenzó a ser maniatado, dio el centurión orden de recurrir a las armas. Para entonces, sin embargo, era demasiado tarde. Además, en ningún momento habían tenido esperanzas de salir bien librados presentando combate; era inútil, con unas fuerzas tan reducidas y estando tan lejos de casa.
A continuación, los guerreros habían batido el bosque en busca de los romanos que pudieran haber dispersos. Era evidente que, con Lentulo y conmigo, consideraban completo el grupo.
—¿Señor, qué hay de…?
—Esos nombres que estás a punto de pronunciar… ¡no lo hagas! —Justino y Orosio no estaban allí. Ahora, ellos eran nuestra única esperanza, aunque no me atrevía a imaginar de qué—. No hables de ellos… Ni siquiera pienses en ellos, no sea que los pensamientos se reflejen en tu cara.
Ya debían de estar muertos, como los demás esperábamos estar muy pronto.
Para gran alivio mío, no fuimos conducidos al bosque. Al menos, por el momento.
Ya era noche cerrada. Nuestros captores nos empujaron en dirección al río, aunque parecía que nunca llegaríamos a la orilla, lo cual era otro alivio. Si se les ocurría arrojarme al agua desde un embarcadero como ofrenda a algún dios fluvial, sin duda entregaría inmediatamente mi alma a sus manos palmeadas, pues no sabía nadar y sería incapaz de ponerme a salvo. Tampoco tenía demasiadas esperanzas respecto a los reclutas, quienes debían de haber recibido la misma instrucción que yo en cuanto a desenvolverse en el agua.
Continuamos avanzando penosamente, rodeados por el grupo de bárbaros. Éstos parecían felices de tener a alguien de quien burlarse. No volvieron a ponernos la mano encima, aunque nosotros tampoco tentamos la suerte interesándonos por quién era su caudillo o por cuándo haríamos un alto para comer algún bocado.
Después de lo que nos pareció largas horas de marcha, llegamos a un poblado de edificios rectangulares de madera y mortero con unos techos muy altos e inclinados que descendían casi hasta el suelo. Distinguimos unas cuantas caras pálidas que nos observaban a la luz de unas teas humeantes y oímos el mugido de un buey.
Los guerreros nos forzaron a cruzar la puerta de un largo establo anexo a la granja más grande del poblado, construido en ángulo recto con la vivienda principal. Por el olor supimos que en aquel lugar habían guardado ganado hasta hacía muy poco. Nos dejaron en una zona que tenía un pasillo central y una serie de cuadras separadas por postes y pesebres de heno. Al otro extremo del establo no había pesebres, sino un simple hogar. Oímos cómo atrancaban la puerta por fuera con una recia barra. Explorar nuestra escuálida sala de invitados no nos llevó mucho tiempo. Tras ello, nos limitamos a sentarnos en cuclillas y a mirar a nuestro alrededor.
—¿Qué viene ahora, Falco? —Habíamos llegado a ese momento fatídico en que a los demás no les queda otro remedio que volverse contra mí. Habíamos llegado al momento en que todos, probablemente, querrían recordarme que el viaje al río Lupia había sido idea mía.
—Tenemos que esperar a ver —respondí con voz moderadamente confiada—. Pero me parece que no podemos esperar que nos pregunten a qué locuaz y experimentado abogado defensor de su excelente cuerpo de letrados deseamos contratar.
—¿Cómo han sabido dónde encontrarnos, señor?
—Supongo que Dubno los alertó.
Nos dispusimos a una larga espera, sin grandes esperanzas sobre lo que sucedería finalmente.
—Quizá una hermosa virgen venga a traernos un puchero de comida, se enamore de mí y nos ayude a escapar —murmuró Ascanio, el recluta más delgado y menos amante de la higiene de todo el grupo.
—Yo, de ti, ni siquiera esperaría que nos echen de comer, Ascanio.
En mitad de la pared del establo había un ventanuco. Algunos niños rubios abrieron la contraventana y nos contemplaron en silencio, fascinados. Helvecio se hartó de ellos enseguida y se acercó a la abertura para ahuyentarlos. Aprovechó para echar un vistazo y anunció que los guerreros estaban reunidos en grupitos, discutiendo sin propósito. El centurión se retiró enseguida del puesto de observación, no fuera que la visión de su parda cabezota romana despertase en ellos ideas asesinas.
Debían de estar aguardando a alguien. En efecto; al cabo de aproximadamente una hora se presentó el esperado. El murmullo de las conversaciones adquirió un tono más animado y todos se pusieron a parlotear de un modo que me recordó una reunión de mis parientes discutiendo inútilmente si el aniversario de la tía abuela Atia era en mayo o en junio. Incluso el notable que acababa de llegar pareció hartarse del alboroto, pues no tardó en hacer abrir la puerta y asomar en el umbral para echarnos un vistazo.
El hombre rondaba los cincuenta. Lucía una melena larguísima, seguramente para compensar el que sus caballos bermejos empezaran a escasear y a perder color. Xanto se habría horrorizado al ver las guedejas enmarañadas que le caían sobre la espalda. También tenía un gran mostacho, que necesitaba urgentemente una loción revitalizadora, sobre el cual sobresalía una nariz roja y bulbosa entre unos ojos gris pálido, casi llorosos. Todo su físico era imponente: hombros anchos, huesos fuertes, cabeza grande, manazas poderosas… Vestía unos pantalones pardos de lana, una túnica de mangas largas, una capa verde y un broche de oro redondo que no sólo sujetaba el conjunto, sino que cada vez que respiraba se alzaba y descendía espectacularmente para mostrar cuánto se expandía su pecho. Alguno de sus acompañantes quizá pareciera desnutrido, pero aquel individuo estaba en plena forma.
Iba seguido por su guardia personal, formada por unos hombres más jóvenes, cualquiera de los cuales habría constituido un excelente modelo para una estatuilla de «miembro de la nobleza bárbara» si hubieran estado más gordos y hubiesen aprendido a mostrar una feroz mirada celta. Pero lo cierto era que esa mirada, por el contrario, resultaba tan inexpresiva como la de los jóvenes aldeanos de cualquier otro rincón del mundo. La mayoría de ellos iba sin túnica para indicar lo duros (o lo pobres) que eran. Escupían continuamente, por principio, y nos dirigían miradas de odio cada vez que recordaban que se encontraban allí para someter a los prisioneros a un trato vejatorio. Todos portaban enormes espadas germanas, al parecer para tener algo grande en lo que apoyarse mientras su jefe estaba ocupado. Éste parecía uno de esos hombres que siempre andan con la cabeza puesta en otros asuntos y tenía un aire excéntrico que le daba carácter. Incluso en Roma, esa ligera pátina de locura da buenos resultados, en ocasiones, a los candidatos a un cargo electivo.
Todos nos sentíamos deprimidos e irritados con nosotros mismos de modo que, al constatar que el individuo no hacía el menor intento de comunicarse, permanecimos como estábamos, sentados en dos filas a cada lado del pasillo, viendo cómo deambulaba de arriba abajo. Ninguno de nosotros dijo una sola palabra. Estábamos cansados y hambrientos y se nos notaba claramente, aunque nadie del grupo parecía desmoralizado. Un hombre de orgullosa estirpe romana puede parecer insolente aunque esté en cuclillas sobre dos palmos de sólidos excrementos. Pues bien, Helvecio lograba producir esa impresión aunque, en su caso, gozaba de una ventaja: era centurión, una casta de gente muy altanera.
El jefe tribal era un hombre de andar calmoso cuyas pisadas contribuían a apisonar el suelo. Lo vimos regresar hasta la entrada del establo y volverse de nuevo hacia nosotros. Emitió un sonido agudo entre dientes, como si escupiera una semilla de frambuesa. Aquélla parecía ser su valoración de nuestro grupo y constituía una audible expresión de disgusto. Me sorprendió que consiguiera encontrar dos dientes a través de los cuales soltar aquel ruido, pues en sus encías eran claramente visibles grandes huecos.
—Alguien debería decirle que se vaya con cuidado —apuntó Ascanio en tono burlón—. Probablemente ha sido así como ha perdido el resto de la dentadura…
Los ojos del caudillo bárbaro se concentraron en el chistoso. Y todos nos dimos cuenta de que el hombre había entendido el comentario.
Me incorporé para actuar de portavoz.
—Venimos en son de paz —proclamé. Marco Didio Falco, el eterno inocente—. Hemos acudido aquí para ver a Veleda, vuestra afamada profetisa.
El nombre de Veleda produjo el mismo efecto que intentar que una corneja se interese por una comida a base de hojas de lechuga.
—¿Venís en son de paz? —El jefe tribal levantó la barbilla y cruzó los brazos. La pose resultaba casi cómica por lo estudiada, pero en aquellas circunstancias era su privilegio—. Sois un grupo de romanos en la Germania Libera. —Su latín tenía un acento horrible, pero bastaba para burlarse de un agobiado grupo de renegados—. No tenéis ninguna oportunidad. Estáis ante los brúcteros —nos informó con altivez—. Sí, eso somos.
Repitió su desagradable rechinar de dientes y abandonó el establo.
—Entonces, ha quedado claro —exclamó Ascanio, incorregible—. El tipo ha cancelado la visita de la virgen. ¡Esta noche nos quedamos sin cenar, muchachos!
También acertó en eso.