XLVIII

Emprendimos el regreso al campamento. Y entonces se inició la siguiente pesadilla.

Una vez más me encontraba en medio del bosque, al atardecer, a solas con Lentulo. En esta ocasión no fue el silencio lo que nos sobrecogió. De pronto, nos vimos rodeados de ruidos: algo o alguien se acercaba a toda prisa entre los árboles. Casi nos quedamos de piedra. Entonces oímos un grito. Unas voces bárbaras llenaron la noche. Desde el primer momento, pareció que se trataba de una persecución; desde el primer momento, comprendimos que nosotros éramos la presa. Obligué a Lentulo a cambiar de dirección con la esperanza de proporcionar una oportunidad al resto de nuestro grupo.

—¡Estoy con usted, señor! —prometió el recluta.

—Es un consuelo…

Habíamos perdido el sendero y ahora nos abríamos paso con esfuerzo por un terreno traicionero donde acechaban ramas y engañosos montículos de musgo que parecían puestos allí para golpearnos y hacernos resbalar y caer de bruces. Mientras corríamos a toda prisa entre la maleza, intenté reflexionar. Estaba bastante seguro de que nadie nos había visto abandonar la arboleda sagrada. Era posible, incluso, que nadie nos hubiese visto en ningún momento. A nuestra espalda había alguien buscando algo, pero quizá se trataba de una partida de cazadores tratando de llenar el puchero.

Empapados en sudor y con la nariz goteando, nos detuvimos y nos agachamos entre los matorrales.

Nada de pucheros. Fueran quienes fueren, los desconocidos armaban demasiado alboroto para ser hombres que intentaran atraer animales a sus redes. Estaban batiendo los arbustos para hacer salir a los fugitivos. Sus ásperas risas nos alarmaron. A continuación, oímos los ladridos de unos perros y resonó la llamada de un gran cuerno. Ahora, el ruidoso grupo venía directamente hacia nosotros.

Estaban tan cerca que saltamos de nuestro escondite. Nos habrían encontrado de todas maneras. Alguien nos descubrió. Los gritos se reavivaron.

Echamos a correr todo lo rápido que nuestras piernas nos permitían, sin poder siquiera volver la cabeza para ver quiénes eran nuestros perseguidores. Advertí que había perdido a Lentulo. El recluta se había detenido a llamar al perro del tribuno. Continué corriendo. Quizá él los despistara; quizá lo consiguiera yo. Tal vez consiguiéramos escapar los dos.

No hubo suerte. Yo estaba poniendo cierta distancia con ellos, cuando de pronto oí unos alaridos que sólo podían significar una cosa: habían capturado a Lentulo. No me quedaba otra opción. Con un jadeo, di media vuelta.

Tenía que ser un grupo de brúcteros. Los encontré congregados en torno a un profundo pozo, soltando risotadas. Lentulo y Tigris habían caído al fondo del hueco. Tal vez se trataba de una trampa para animales, o incluso de uno de esos hoyos que su héroe Arminio había hecho cavar a modo de despensas para guardar frescos a sus prisioneros. El recluta parecía ileso, pues le oía gritar con un ánimo del que me sentí orgulloso, pero los guerreros se burlaban de él blandiendo sus toscas lanzas de madera. Lentulo debía de estar muy magullado a causa de la caída y advertí por sus gritos que estaba aterrorizado. Uno de los brúcteros levantó la lanza. La amenaza era evidente; solté un grito. En el mismo instante en que emergí de entre la maleza, alguien enorme, con un hombro duro como una roca, surgió de detrás de un árbol y me derribó al suelo de un golpe.

Lentulo no podía verme, pero sin duda había oído como caía. Por alguna razón, mi presencia pareció infundirle valor.

—¿Señor, cómo vamos a parlamentar con estos hombres sin un intérprete?

Aquel muchacho era idiota

El mundo dejó de dar vueltas. Pensé que mi respuesta podía ser las últimas palabras amistosas que Lentulo escuchara en su vida y no tuve corazón para negárselas.

—Habla despacio y sonríe —le dije.

Quizá tuviera problemas para descifrar el comentario. Resultaba difícil dar a la voz el tono claro y firme de costumbre cuando uno estaba boca abajo en el suelo del bosque, con la nariz aplastada contra la hojarasca mohosa, mientras un guerrero gigantesco de torso desnudo, que en modo alguno podía haber entendido la broma, permanecía ante mí con un pie en mi rabadilla y soltando entusiastas carcajadas.