Lentulo, que normalmente no sabía nada de nada, tenía una idea muy clara de qué era aquello:
—Entrar en un bosque de los druidas significa la muerte, ¿verdad, señor?
—Si nos quedamos aquí, tal vez aparezca un druida que nos lo aclare… —Lo agarré del brazo y luego, despacio, retrocedimos por donde habíamos venido.
A nuestra derecha, entre los árboles, destacaba algo: una pila de trofeos. Había allí innumerables armas: largas espadas germanas con las que no estábamos familiarizados, hachas de combate, escudos redondos con sólidas protuberancias… entre otros objetos cuyo diseño romano reconocimos con pesaroso abatimiento.
Lentulo emitió un gemido y tropezó con una raíz. Aquella pasada primavera, precisamente, había conseguido hacerme con parte de La guerra de las Galias, de Julio César, cuyo precio había bajado ahora que Roma tenía nuevas guerras crueles en que ocupar la atención. Según Julio, los suevos celebraban su culto —en aquellos tiempos, al menos— en una arboleda que la gente podía visitar por motivos religiosos, pero si uno tropezaba con el lugar por casualidad, era preciso que lo abandonara rodando por el suelo cuan largo era. Sin duda, César debía de mencionar otros hechos tranquilizadores que podrían habernos ayudado a salir bien parados de aquel horror, pero en esa época no había tenido el dinero necesario para comprar el siguiente rollo al copista.
Allí, el terreno era especialmente rico en plantas molestas, excrementos de ciervo y hongos de color lechoso, blandos y legamosos. Dirigí una mirada a la hostil figura de madera y, desafiante, descarté someterme al rito apuntado por César. Rodar por el suelo como un tronco para aplacar a las deidades locales no formaba parte del curso de instrucción de nuestros reclutas y, en cualquier caso, el que me acompañaba nunca lo habría aprendido. Tiré de su brazo y lo obligué a incorporarse. Después, dimos media vuelta y empezamos a alejarnos de la forma convencional.
Enseguida lo lamentamos.
Ahora nos veíamos obligados a pasar junto a otra cosa que no nos gustó un ápice.
El túmulo a la salida de la arboleda sagrada era bajo y ancho, como otra especie de altar pero de un tamaño mucho mayor. Se extendía en torno a una enorme estaca y estaba formado por diversos objetos grisáceos de forma alargada, irregular o de extremos redondeados. La estructura, erigida sin duda a lo largo de muchas generaciones, se extendía ahora dos zancadas en cada dirección y llegaba hasta la altura de la cintura. Sus componentes habían sido colocados en filas siguiendo un orden muy estricto, primero en un sentido y después en transversal, como la leña de una hoguera bien formada. Pero no era leña, sino una enorme pila de huesos humanos. Huesos de brazos y piernas humanos. Cientos de víctimas debían de haber sido desmembradas para sumarse a aquel osario: primero, colgadas de los árboles como ofrendas sagradas; después, descuartizadas con brutal indiferencia, como cortes escogidos de piezas en canal. Por lo que yo sabía de los ritos celtas, la mayoría de aquellos desgraciados habrían sido hombres aún jóvenes, como nosotros.
Antes de que pudiera impedirlo, el perro del tribuno se acercó a olisquear aquel maravilloso tesoro de huesos. Lentulo y yo apartamos la mirada como gesto de respeto hacia los muertos mientras Tigris saludaba cada esquina del osario con su demostración especial de veneración canina.
Abandonamos el lugar a toda prisa.