En algún lugar de aquella zona tenía que levantarse el monumento funerario, ése cuyo primer pedazo de hierba había depositado Germánico con sus propias manos, contraviniendo las normas sagradas, ya que por aquel entonces también ostentaba el título de sacerdote. En aquella ocasión, sin duda había sido, por encima de todo, un soldado. Allí plantados, lo comprendimos muy bien. Nosotros también nos sentíamos abrumados por nuestra respuesta emocional.
No emprendimos la búsqueda del túmulo. Ni siquiera erigimos un altar como hiciéramos en Vetera. Los honramos en silencio. A todos ellos: a los muertos y a quienes habían convertido en un deber encontrarlos. Cautivados por aquella escena del pasado, todos debimos de preguntarnos si, en el caso de morir en aquellos bosques, nuestros seres queridos sabrían alguna vez de nuestro destino.
Entre la niebla, abandonamos el campamento por el hueco de la puerta Pretoriana en ruinas y tomamos los antiguos restos empedrados de la carretera de acceso. Queríamos apresurar la marcha, y la calzada era más cómoda para cabalgar que ninguna otra ruta a través del bosque. Sin embargo, la carretera de nuestros antepasados acababa cerca de allí, engullida por la vegetación. Prorrumpimos en las habituales quejas contra los ingenieros ineptos aunque, después de sesenta años sin labores de mantenimiento, resultaba comprensible que tuviera ciertos baches y que la maleza la hubiese invadido.
Continuamos la marcha. Como el ejército de Varo, nos dirigíamos hacia el sur. Como en su caso, era allí donde nos esperaba nuestro destino. La única diferencia era que nosotros lo sabíamos.
Era imposible no darle vueltas a la historia. Incluso Justino se había sumado a ello:
—Sabemos que Varo se dirigía a los cuarteles de invierno, bien a las fortificaciones que había construido en las orillas del Lupia, bien a una ciudad del Rin. Probablemente, dejó ese campamento en la equivocada creencia de que el territorio estaba asegurado y con la intención de regresar a él en la primavera siguiente.
—¿Por qué no optó por quedarse a pasar el invierno ahí, señor?
—Porque se encontraba demasiado lejos de los suministros como para resistir tanto tiempo. Además, supongo que sus hombres estaban impacientes por tener un descanso en algún lugar civilizado.
Los hombres del tribuno reflexionaron sobre aquella solemne declaración; luego, lentamente, sonrieron.
—Y ése es el camino que tomaron —intervino Helvecio. Lo decía con auténtico sentimiento. Al centurión le encantaba dramatizar; le encantaba especular—. Todo el mundo cree que habían llegado a las montañas cuando sucedió la hecatombe pero, ¿por qué no aquí, mucho más al norte? Lo único que se sabe con certeza es que Germánico los encontró en algún lugar al este del río Ems.
—¡Señor, señor…! —Una vez abandonado el campamento perdido, los reclutas se sentían más valientes y excitados—. ¿Encontraremos nosotros el famoso campo de batalla?
—Estoy convencido de que nos hallamos en medio de él —respondió Helvecio con voz grave, como si acabara de ocurrírsele—. Por eso Germánico tuvo tantos problemas para localizarlo. No se acaba con veinte mil hombres, legionarios veteranos, al fin y al cabo, en un espacio del tamaño de una cuadra.
—Pensamos que todo sucedió muy deprisa —dije—, pero el combate pudo prolongarse bastante tiempo. No; seguro que lo hizo. Desde luego, Arminio debió de caer sobre ellos por sorpresa y hacer mucho daño pero, pasado el primer ataque, los endurecidos soldados debieron de resistir.
—Exacto, Falco. No tuvieron elección. En cualquier caso, sabemos positivamente que lo hicieron. Germánico encontró grandes montones de huesos allí donde las tropas se habían defendido en grupos. Incluso dio con los restos de algunos que habían logrado retroceder hasta el campamento para encontrar la muerte allí.
—¿En ese campamento donde hemos estado?
—Quién sabe. Después de tanto tiempo y del paso de Germánico, sería preciso pasar allí varios días para averiguarlo con certeza.
—Así pues —continué—, tras el ataque inicial las tropas afrontaron una prolongada agonía. Incluso hubo supervivientes. Arminio tomó prisioneros; algunos de ellos fueron colgados de las ramas de los árboles como sacrificio propiciatorio a los dioses celtas, pero otros fueron mantenidos con vida en pozos horribles. —Me alegra decir que no encontramos ninguno de éstos—. Algunos incluso volvieron a Roma, con el tiempo. Y hasta hubo un puñado de hombres estúpidos que regresó aquí con Germánico; todas las guerras producen masoquistas. Pero esas tribus no saben qué significa negociar una rendición. Fue un combate al modo celta: matar y cortar cabezas. Igual que en Britania, cuando se alzaron las tribus de Boadicea… —Noté que mi voz enronquecía debido al viejo y doloroso recuerdo—. La persecución forma parte del terrible juego. Guerreros sedientos de sangre corriendo entre alaridos de satisfacción tras unas víctimas que se saben condenadas…
—Puede que Arminio incluso prolongase deliberadamente la diversión —informó Helvecio a los demás—. El resultado habría sido un reguero de cuerpos desde aquí hasta…
—Hasta el río más próximo en cualquier dirección, centurión.
—Explícanos eso, Falco.
—Los guerreros detuvieron a todos los fugitivos supervivientes al borde del agua. Sus cabezas y sus corazas están dedicadas a los dioses en la corriente.
Continuamos nuestra marcha a caballo en medio de un gran silencio. A pesar del buen tiempo y de que la fortuna nos era propicia, tardamos aún dos días en alcanzar las colinas de Teutoburgo.
Cada tarde, al final de la jornada, algunos de los reclutas desaparecían en la espesura durante largos ratos y tengo la certeza de que encontraron varios objetos. Eran unos muchachos y respetaban a sus viejos camaradas, pero la búsqueda de reliquias les resultaba irresistible.
El ánimo general del grupo se había reforzado. Mientras tanto, Lentulo permanecía sentado con Justino y conmigo en las cercanías del fuego, sin participar en absoluto en la búsqueda secreta de recuerdos del pasado. El soldado parecía reservado, como si pensase que, de algún modo, todo era culpa suya.
En un momento dado, solté una breve carcajada.
—Henos aquí, atascados en mitad de ninguna parte con un buen cesto de dificultades a la espalda y comportándonos como estrategas de taberna que utilizaran manzanas para reproducir sobre la mesa las batallas de Maratón o de Salamina.
—No vuelvas a mencionar las tabernas, Falco —murmuró Camilo Justino, adormilado, desde las profundidades de su cama de campaña—. A algunos no nos vendría nada mal una bebida.
Como yo había estado en su casa y había catado su horrible vino de mesa, comprendí hasta qué punto debía de estar desesperado su excelencia, el tribuno.
Al día siguiente alcanzamos las alturas de Teutoburgo.
Superamos la larga sierra sin incidentes, cosa extraña. Parecía demasiado bueno para ser verdad. Lo era.
Tras el descenso, también en calma, encontramos la cabecera del Lupia. Al atardecer, acampamos discretamente, sin encender fogatas. Advertí que Probo y otro recluta se habían escabullido juntos y permanecían ausentes demasiado rato. Sin duda, estaban explorando el terreno en busca, una vez más, de vainas y clavos antiguos. Como de costumbre, al principio no le dimos importancia; sin embargo, a la hora de repartir las raciones de la cena los dos hombres seguían sin aparecer, lo cual era inaudito. Helvecio se quedó en el lugar de acampada mientras Justino y yo salíamos en busca de nuestras ovejas descarriadas. Cada cual llevó consigo a un recluta. Justino escogió al llamado Orosio; a mí, con mi suerte habitual, me tocó Lentulo. Y, por si aún necesitaba más compañía, Tigris decidió venir con nosotros, sin dejar de retozar entre nuestros pies.
Como era de esperar, fuimos Tigris, Lentulo y yo quienes penetramos inadvertidamente en la arboleda sagrada.
En un primer momento, sólo nos pareció un claro más, pero el lugar debía de existir desde hacía generaciones. Avanzamos osadamente entre los árboles de gruesas ramas retorcidas pensando que el campo abierto entre ellos era obra de la naturaleza. Se estaba levantando un viento amenazador que soplaba incansable entre las hojas otoñales, oscuras y secas. Tigris, que se había adelantado a husmear, volvió junto a nosotros corriendo alocadamente, con un palo entre los dientes para que se lo arrojáramos. Me incliné y, después de la resistencia y los gruñidos de costumbre, lo obligué a soltarlo.
—Qué palo tan curioso… —comentó Lentulo.
Y entonces nos dimos cuenta de que era un fémur humano.
Mientras el perro ladraba de impaciencia esperando en vano su presa, Lentulo y yo miramos en torno a nosotros y advertimos por fin que el lugar poseía una atmósfera especial. Reinaba allí un olor a musgo y a sufrimiento. El silencio atenazó nuestras gargantas. Surgió el pánico. Tardamos un momento en darnos cuenta de que desde todas partes nos observaban unos ojos vacíos.
—Quédate quieto, Lentulo. ¡Quédate quieto! —No sé por qué lo dije. Allí no había nadie más… pero se advertía una presencia en todas partes.
—Lo siento, señor —gimió Lentulo—. ¡Oh, madre mía! He vuelto a hacerlo, ¿verdad?
Intenté dar un tono animoso a mi voz cuando le respondí con un susurro:
—Sí, parece que has hecho otro de tus espeluznantes hallazgos…
Frente a nosotros, a cierta distancia, se alzaba una estatua grotesca de madera podrida, toscamente desbastada: algún dios del agua, del bosque o del cielo… tal vez todos a la vez. Se erguía como un enorme tronco de roble, nudoso y salpicado de mohos de tonos anaranjados pálidos. La figura había surgido de cuatro golpes dados con una tosca hacha. Sus brazos apenas eran caricaturas esbozadas. Tenía tres rostros primitivos, con cuatro ojos celtas —almendrados y muy abiertos— distribuidos entre ellos. Encima de los rostros, como si quisieran abrazar el cielo, se alzaban las grandes cuernas de algún alce gigantesco.
Ante el dios se alzaba un sencillo altar de hierba al que acudían los sacerdotes brúcteros a realizar sus sacrificios. Sobre el altar reposaba una cabeza de buey, en avanzado estado de descomposición. Aquellas gentes, como nosotros, predecían el futuro estudiando las entrañas de los animales. Pero, a diferencia de nosotros, tenían por costumbre descuartizar cualquier caballo u otro animal perteneciente al enemigo vencido que cayera en sus manos. También llevaban a cabo otros tipos de sacrificios más terribles. Tuvimos constancia de ello porque por toda la arboleda, clavados a los troncos centenarios, había incontables cráneos humanos.