Exhalé un profundo suspiro.
—¿A qué viene eso, Lentulo?
—No está aquí, señor, y su caballo enano ha desaparecido.
Justino se incorporó como impulsado por un resorte.
—¿Alguien sabe cuándo se ha marchado? —preguntó. No hubo respuesta. Yo también estaba ya en pie—. ¡Primera tienda, venid conmigo! ¡Helvecio, quédate con la segunda tienda, levanta el campamento y síguenos...!
Helvecio vino tras mis pasos mientras yo corría en busca de un caballo.
—¿A qué viene este pánico? Yo conozco el terreno. Puedo determinar dónde estamos, más o menos, y...
—¡Usa la cabeza! ¿Cómo vamos a parlamentar con Veleda? ¡Dubno es nuestro intérprete!
—Ya nos las arreglaremos.
—Es más que eso —añadí con un jadeo, al tiempo que colocaba la brida al caballo frenéticamente—. Hasta el momento hemos sido muy discretos y no nos ha avistado ningún grupo hostil, pero Dubno parecía muy pensativo. Estoy seguro de que tramaba algo, ¡y no queremos que envíe sobre nosotros una partida belicosa!
—Quizá todo lo que desea es continuar con sus negocios, Falco.
—Le dije que era libre de hacerlo... —Ahora, sin embargo, sentía el temor de que el buhonero proyectase sacar beneficios de una nueva actividad: la venta de rehenes—. ¡No podemos correr el riesgo de que sean precisamente nuestras personas lo que quiera negociar!
Durante un largo trecho, seguimos su pista en dirección al norte, la contraria a nuestro camino. Tal vez el buhonero, que conocía nuestros planes, había tomado aquel rumbo en la creencia de que abandonaríamos la persecución; sin embargo, la maniobra sólo me hizo más terco. Esperaba que Dubno relajara su cautela, que nos creyese tan concentrados en nuestra misión como para haber renunciado a darle caza.
Mi grupo era el más lento de los dos en que nos habíamos dividido para la búsqueda. Avanzábamos tratando de distinguir huellas de pezuñas entre la hojarasca del suelo, mientras Helvecio seguía nuestro rastro, mucho más visible. Él y sus hombres no tardaron en alcanzarnos y continuamos adelante todos juntos, desviándonos primero hacia el este y, luego, nuevamente hacia el sur.
—¿Qué se propone?
—¡Por Mitra, no lo sé!
—Y no estoy seguro de que me importe.
Dubno debía de haberse marchado muy pronto y haber viajado toda la noche. Nos llevaba demasiada ventaja y decidí que lo buscaríamos hasta la puesta de sol; después, abandonaríamos la persecución. A primera hora de la tarde, perdimos el rastro definitivamente.
Estábamos entre los árboles más altos y de follaje más denso que habíamos visto hasta entonces, sumergidos en el silencio de un bosque verdaderamente antiguo. Un enorme insecto cornudo nos miraba con resquemor desde el bucle de una hoja muerta, indignado por la intrusión. No había otro signo de vida.
Tras evaluar nuestra situación, estuvimos de acuerdo en que lo único seguro era que nunca habíamos previsto encontrarnos en semejante lugar. Con suerte, tampoco nos esperaría allí nadie hostil. Lo malo era que ninguno de nuestros amigos sabría tampoco dónde enviar una fuerza de rescate, aunque de todos modos ya habíamos descartado tal posibilidad. Justino y yo habíamos dejado instrucciones muy claras: si algo salía mal, no tendría sentido organizar una expedición de rescate, de modo que nadie debía intentarlo.
El viaje desde La Isla nos había llevado a través de la mayor parte de la Frisia meridional pero, a aquellas alturas, ya nos encontrábamos sin duda en territorio de los brúcteros. Estábamos muy lejos de las rutas comerciales tradicionales, pero aquella en particular, aunque heterodoxa, resultaba menos expuesta. También nos hallábamos muy lejos de los campos de labor romanos que aún sobrevivían en la zona del delta, así como de las antiguas fortificaciones que, como bien sabía, se habían establecido a lo largo del río Lupia. Nos acercábamos a los brúcteros, famosos por su hostilidad, pero no por donde siempre esperaban la llegada de extraños —es decir, por el curso de su río— sino desde el norte, por sorpresa.
Durante gran parte de nuestro viaje habíamos estado a unas cien millas romanas —con un margen de error de cuarenta o cincuenta, en aquella espesura interminable de árboles de madera dura— del curso del Lupia. Aunque esto nos ofrecía cierta seguridad, finalmente tendríamos que dejar la marcha hacia el este y desviarnos hacia el sur. El punto para cambiar nuestro rumbo estaría marcado por las alturas de la sierra de Teutoburgo. Sabíamos que la famosa escarpadura trazaba un arco y conducía hasta las fuentes del Lupia. Lo único que teníamos que hacer era encontrar el extremo septentrional de la cadena montañosa y seguir sus cumbres. Helvecio había mencionado un viejo camino, pero todos recelábamos de tomarlo. Una vez allí, nos quedaría otro trecho de cuarenta millas hasta que las montañas nos condujeran hasta el río. Por el momento, habíamos avanzado lo suficiente como para estar ojo avizor allí donde el bosque nos permitía otear el terreno, pues las montañas no podían encontrarse lejos.
Empezamos a virar hacia el sur.
El desvío en busca del buhonero nos había desorientado ligeramente. Era fácil perderse en semejante terreno. Por supuesto, no había carreteras y los senderos de bosque suelen ser traicioneros. A veces, el que tomábamos se acababa de improviso y teníamos que abrirnos paso entre la maleza, durante horas quizá, antes de encontrar otro. El bosque era tan tupido que aunque hubiese habido otro sendero mucho mejor apenas a unos pasos, no habríamos tenido modo de descubrirlo. Helvecio, que había estado cerca de aquella región en el curso de sus investigaciones históricas, calculó que aún nos hallábamos a cierta distancia del extremo septentrional de las alturas de Teutoburgo y que si no hubiese sido porque estábamos en el corazón del bosque, las colinas ya serían visibles a lo lejos. Continuamos la penosa marcha por aquellos bosques deprimentes, creyendo en su palabra porque no nos quedaba otro remedio. Dirigirnos al sur no era mala solución, en cualquier caso. Tarde o temprano, alcanzaríamos el Lupia.
Hicimos un alto al caer el crepúsculo. Mientras se montaban las tiendas, varios miembros del grupo desaparecieron brevemente para la consabida visita al roble. Hacía frío y la luz había disminuido, pero aún no se había ido del todo. Estábamos calentando unos pucheros para cada tienda, pero todavía faltaba un buen rato hasta que la cena estuviera a punto. Helvecio designó los turnos de guardia para la noche mientras su criado atendía el caballo. Justino estaba de conversación con Sexto y otro de los soldados, que le enseñaban algunas palabras del dialecto de la costa del Adriático, ya que el tribuno parecía interesado en los idiomas. Yo, por mi parte, estaba preocupado y abatido como de costumbre.
Distinguí a Lentulo volviendo al campamento tras hacer sus necesidades en el bosque. Tenía un aire furtivo, lo cual no era nada inusual. También parecía asustado, y aprecié que rehuía hablar con los demás. Decidí no prestarle más atención, pero descubrí que me resultaba imposible. Me acerqué a él y le pregunté si todo iba bien.
—Sí, señor.
—¿Tienes algo que decirme?
—No, señor.
—Es un alivio.
—En fin, señor… —¡Ay!— Creo que he visto algo.
Lentulo era uno de esos tipos capaces de pasarse tres días meditando si debía mencionar o no que un gran ejército de guerreros enemigos con carros de mimbre, cuernos de guerra y espadas de hoja ancha venía hacia nosotros. El tipo no sabía jamás cuándo una cosa era importante. Era capaz de permitir que nos mataran a todos antes que decir algo que pudiese inquietar a los mandos.
—¿Algo vivo? —pregunté.
—No, señor.
—¿Alguien muerto? —Lentulo no respondió. Noté que el vello de la nuca y de los brazos se me erizaba lentamente—. Ven conmigo, Lentulo. Tú y yo vamos a dar un paseo con el perro del tribuno.
Nos abrimos paso en la espesura durante unos diez minutos. Lentulo era un tipo vergonzoso a quien ya habíamos perdido en un par de ocasiones en que, para hacer sus necesidades fisiológicas, se había alejado tanto del campamento que después no había sabido encontrarlo. Se detuvo para orientarse y permanecí callado para no confundirlo todavía más. Me asaltó el pensamiento de que podíamos pasarnos allí toda la noche hasta que Lentulo diera de nuevo con su tesoro.
Detesto los bosques. Con el absoluto silencio que reinaba allí, era fácil sentirse presa del miedo. Entre aquellos árboles merodeaban osos, lobos, alces y jabalíes. El aire frío olía a rancio, impregnado de una perniciosa miasma otoñal. La vegetación era fétida, sin flores, y no reconocí ninguna planta empleada por los herbolarios. De los viejos troncos colgaban hongos como rostros surcados de arrugas. La maleza se prendía a nuestras ropas y a nuestra piel, tirando de las túnicas y cubriendo nuestros brazos de arañazos vindicativos. Tenía el pectoral de la coraza salpicado con los jugos de alguna clase de insecto. Parecíamos los únicos seres presentes en aquel rincón del bosque, además de los observadores fantasmales del mundo de los espíritus celtas. De estos últimos podíamos percibir muchos, tanto lejanos como próximos.
Unas ramitas se quebraron —demasiado cerca para nuestra tranquilidad— como suelen hacerlo las ramitas en un bosque. Incluso Tigris estaba intimidado y permanecía junto a nosotros en lugar de alejarse para hurgar entre la hojarasca en busca de ratones de campo y malos olores.
—No me gusta este sitio, señor.
—Muéstrame lo que has descubierto y podremos volver.
Me condujo entre unos cuantos matorrales, por encima de un gigantesco tronco caído y más allá de un zorro muerto que había sido destrozado por algo mucho mayor... algo que en aquel mismo instante se disponía, probablemente, a regresar por los restos. Tigris gruñó, inquieto. Una nube de mosquitos me atacaba la frente.
—Yo estaba aquí. Me pareció un camino. —Tal vez lo fuese. O quizá sólo se tratara de un espacio casual entre dos árboles—. Lo seguí para echar un vistazo...
El tipo era de natural curioso. Y estúpido. Lentulo habría cogido un escorpión para comprobar si era cierto que picaban.
Continuaba sin tener idea de lo que había visto aquel simplón, salvo que el efecto que había ejercido sobre él me producía escalofríos.
—Vamos, pues.
Tomamos el supuesto camino. Tal vez fuese un sendero de los ciervos del bosque. El aire olía aún más hostil y la luz se desvanecía rápidamente. La humedad había hinchado el cuero de nuestras botas y caminábamos arrastrando los pies torpemente. La hojarasca crujía con nuestras pisadas mucho más de lo que yo habría deseado. Nuestro avance debía de resultar audible a un par de millas.
Y entonces, se terminaron los árboles.
Yo estaba cansado. Tenía frío y me sentía inquieto. Al principio, mis ojos, incrédulos, se negaron a enfocar. Entonces comprendí por qué el recluta se había asustado tanto de su descubrimiento.
El claro silencioso en el que habíamos entrado permanecía envuelto en niebla. Era un claro muy espacioso, o lo había sido en otro tiempo. Delante de nosotros se extendía un extraño mar de zarzas bajas. Las zarzas y matorrales descendían por una corta pendiente en la parte más próxima a nosotros y luego se alzaban, a varios pasos de distancia, hasta una uniforme berma cubierta de maleza. La depresión a modo de foso se extendía en ambas direcciones. Las zarzas se hundían allí como si debajo de su masa enredada el suelo hubiera sido excavado. Y así era, en efecto. Los dos nos dimos cuenta de ello sin necesidad de aventurarnos un paso más, lo cual habría sido mortalmente peligroso. Justo delante de nuestros pies, el suelo debía de caer bruscamente en una zanja de una altura superior a la de un hombre. Y en su fondo, invisibles entre la maleza, se alzaba sin duda un bosque de estacas malévolamente puntiagudas. En lo profundo de la zanja había un canal para drenaje bien acondicionado de la anchura de una pala, tras el cual se alzaba en diagonal la otra pared, formando un terraplén elevado antes de volver al nivel del suelo. Allí, el bosque invadía el terreno. Se trataba de un bosque relativamente joven, no de los árboles centenarios a través de los cuales habíamos avanzado con esfuerzo durante todo el día, y que ya debían de estar en pie en los tiempos legendarios en que Hércules visitara Germania.
Lo que habíamos encontrado era otra clase de leyenda.
Más allá del bosque joven había un baluarte. Desde donde estábamos sólo podíamos divisar la parte superior alzándose por encima de la vegetación, pero allí tenía que haber un camino de ronda, protegido por una empalizada de maderos e interrumpido por la silueta familiar de las torres cuadradas. Más allá, a la luz crepuscular, distinguimos la mole impresionante de una puerta de acceso a la fortaleza.
Todo estaba en silencio. Aunque no había centinelas patrullando ni brillaban las luces, allí, a un centenar de millas de los territorios romanos, se alzaba un campamento de las legiones.