Resultaba difícil de creer que un día Roma hubiese reclamado los territorios que prácticamente llegaban hasta el río Elba. Druso, su hermano Tiberio y su hijo Germánico habían recorrido tenazmente aquellas regiones durante años tratando de afirmar su dominio sobre una enorme extensión de la Germania Libera. Para ello habían utilizado un movimiento en tenaza, invadiendo el territorio desde Moguntiacum, por el sur, y a través de las tierras llanas del delta, por el norte. Pero Varo y su ineptitud habían puesto fin a aquello. Todavía quedaban algunos vestigios de cuando Roma se había engañado a sí misma creyendo dominar aquellas regiones húmedas y salvajes. En lugar de regresar a Batavoduro, tomamos el canal de Druso desde la boca del Rin hasta el lago Flevo, en parte porque el viejo canal era una maravilla que quizá no volviéramos a tener oportunidad de admirar.
Volvimos a tierra firme al sur del lago, donde quedaban muy pocos rastros de la ocupación romana que había terminado sesenta años antes. Lentulo, siempre impaciente, preguntó cuándo llegaríamos a la primera población. Le expliqué, con cierta aspereza, que no encontraríamos ninguna. Empezó a llover, un caballo resbaló y se lesionó un tendón. Tuvimos que descargar el animal y dejarlo atrás, todavía a la vista del lago.
—¿Y bien, Marco Didio, qué sabemos de los frisones? —preguntó Justino mientras montábamos furtivamente nuestro primer campamento.
—Digamos que es una gente plácida, campesina y ganadera, que siente añoranza del mar… y espera que su ganado sea más peligroso que ella. Los frisones fueron conquistados… No; emplearé otras palabras más diplomáticas: aceptaron un tratado con Roma según los términos establecidos por nuestro estimado Domitio Corbulo. De eso hace muy poco tiempo.
Corbulo era un general de pies a cabeza, comparado con el cual Petilio Cerealis parecía un aspirante rechazado por la brigada de incendios de Roma.
—Entonces, ¿de qué bando estuvieron en la rebelión?
—Fueron entusiastas partidarios de Civilis, naturalmente.
Todavía no habíamos alcanzado el bosque y aún nos hallábamos en las tierras bajas de la costa, que seguían pareciéndonos melancólicas, lóbregas y monótonas; en ellas echábamos tan de menos el calor como los rasgos orográficos destacados. No obstante, si uno había nacido en aquellas regiones, tal vez Batavia y Frisia representaran todo un reto, con su interminable lucha contra el desbordamiento de ríos, lagos y mares y con sus amplias y sobrecogedoras panorámicas de cielos grises.
Gran parte de la región parecía desierta. Se veían pocos asentamientos como los que florecían en la Galia. Incluso Britania resultaba un lugar populoso y animado, salvo en sus zonas más remotas. Germania, en cambio, insistía en ser distinta. Lo único que divisábamos era alguna aislada casa de labranza o, como máximo, algún tosco racimo de chozas y establos.
Allí, la gente hacía honor a su reputación y llevaba una existencia solitaria. Entre los miembros de aquellas tribus, el mero hecho de ver el humo de la hoguera del vecino les crispaba los nervios y los impulsaba a visitarlo, no para compartir una comida y una partida de dados, sino para matarlo y apoderarse de sus bienes y tomar como esclavos a los miembros de su familia. La presencia de los romanos al otro lado del gran río no hacía sino empeorar las cosas. Ahora, las tribus tenían el comercio como excusa válida para atacarse como si de una guerra se tratase, y se dedicaban a capturar prisioneros con los que cubrir la incesante demanda de esclavos.
—Entonces, ¿intentarán capturarnos, señor?
—No; saben que un ciudadano romano no puede ser vendido a Roma como esclavo.
—¿Qué harán pues, señor?
—Probablemente, matarnos.
—¿Es cierto que todos esos bárbaros son cazadores de cabezas? —inquirió Ascanio.
—En cualquier caso, si lo son no tendrán ningún problema en descubrir esa cabezota tuya.
La actitud de Dubno me preocupaba cada vez más. El buhonero parecía inexplicablemente inquieto. Le había dicho que podía negociar con los nativos, pero no mostraba la menor intención de hacerlo. Cuando un hombre hace caso omiso de una posibilidad de ganarse la vida, siempre llego a la conclusión de que espera conseguir un beneficio mayor. Y este beneficio suele tener un origen bastante sospechoso.
En uno de mis intentos por ser amable con él, le pregunté por el comercio. Yo estaba al corriente de que las grandes rutas hacia el interior de la Europa septentrional corrían por el río Meno desde Moguntiaco, subían el curso del Lupia y rodeaban la costa del ámbar, en el Báltico. Los comerciantes del Meno y del Lupia, junto con otros que remontaban el Danubio, solían converger en un mercado instalado entre los brúcteros. Era allí adonde nos encaminábamos.
—Yo las he recorrido todas —explicó el buhonero—. Todas, menos el mar. No me gusta navegar. Soy un solitario y a veces prefiero vagar sin compañía.
¿Sería aquella la razón de que odiase estar en nuestro grupo?
—¿Se puede comerciar bien con esas tribus, Dubno? ¿Qué hacen, comprar o vender?
—Sobre todo, vender. Comercian con despojos de saqueos.
—¿Y en qué consisten esos despojos?
—Cualquier cosa que hayan podido robar a otro —respondió Dubno, todavía reacio a colaborar.
—Está bien. ¿Qué roban, pues?
—Cuero de vaca y pieles. Cuernos para beber. Ámbar. Herramientas de hierro. —Dubno aún debía de sentirse irritado por haber sido retenido y arrastrado con nosotros. Con una risilla malévola, añadió—: En esta zona todavía tienen una buena reserva de armamento y oro romanos.
Intentaba ponerme furioso. Sabía perfectamente a qué se refería. Con Varo habían desaparecido veinte mil hombres… junto con el equipo completo de campaña del ejército, el tesoro personal de su comandante y las cajas de la paga de los soldados. Todas las familias entre el Ems y el Weser debían de haber vivido sin estrecheces durante décadas gracias a los restos de la matanza. Cada vez que perdían un ternero, no tenían más que hurgar entre los montones de huesos blanqueados hasta encontrar una coraza que cambiar por un nuevo animal.
—¿Qué les gusta comprar? —pregunté, sin cambiar el tono de voz—. He oído que existe un mercado bastante permanente para buenas piezas romanas de vidrio y de bronce.
—Ningún jefe tribal que se precie es enterrado sin una fuente de plata y un juego completo de copas romanas de gala junto a su cabeza.
—Supongo que siempre puede encontrarse compradores de broches o agujas, ¿verdad?
—Pequeñas alhajas, sí. Les gusta la plata. Y codician las monedas, aunque sólo las antiguas y con los cantos cerrillados.
Nerón había devaluado la moneda el año anterior al gran incendio de Roma. Yo también prefería las monedas antiguas, pues parecían más sólidas. En Roma, la garantía del estado era la misma para las piezas nuevas, adulteradas, pero en aquella apartada región el peso del metal todavía contaba mucho.
—¿Significa eso que las tribus germanas usan el dinero?
—Sólo cuando negocian con los comerciantes.
—Las monedas son más un adorno y una muestra de posición social, ¿no es eso? ¿Y es cierto que prohíben la importación de vino?
Dubno inclinó la cabeza.
—No tanto. Pero esto no es la Galia, donde cualquiera entregaría a su madre por un trago. Aquí, lo importante es el combate.
—Pensaba que les gustaban los banquetes. ¿Qué beben?
—Hidromiel y mezclas fermentadas de cebada y de frutos del bosque.
—¡Muy soportable! Así pues, las tribus germanas toleran nuestros artículos de lujo, pero Roma no tiene mucho más que ofrecerles. Esas gentes desprecian lo que nosotros consideramos artes civilizadas: conversar en la casa de baños, mantener un trato formal armonioso… y una buena juerga de vino falerno.
—Sencillamente, odian a Roma —declaró Dubno.
Le dirigí una mirada de reojo y apunté:
—Tú eres ubio. Tu tribu procede del otro lado del Rin, de modo que tienes raíces germánicas. ¿Qué me dices, pues, de ti?
—Uno tiene que ganarse la vida…
Me permitió captar un tonillo de desagrado en su respuesta. Sin embargo, la conversación terminó allí, pues de pronto topamos con nuestro primer grupo de frisones. Como educados visitantes, hicimos un alto. Los bárbaros se aproximaron con cautela.
Tenían los ojos azules, llevaban la cabeza descubierta —una cabeza roja— y lucían túnicas y capas pardas de lana, como se suponía que vestían. (Nos habíamos estado diciendo que los cronistas lo exageraban todo. Quizá se habían excedido también en sus calificativos sobre el colérico temperamento germánico).
—Adelante, Falco —indicó alegremente Justino—. Es hora de aplicar ese famoso plan tuyo.
Todos respiramos con más cuidado de lo habitual. Obligué a Dubno a avanzar conmigo.
—Haz el favor de decir a estos caballeros que nos dirigimos a presentar nuestros respetos a Veleda.
El buhonero frunció el entrecejo y dijo algo. No le oí pronunciar el nombre de la sacerdotisa.
El perro del tribuno resultó ser nuestro mejor aliado. Se lanzó contra cada uno de los frisones entre alborozados ladridos, meneando el rabo y tratando de lamer sus rostros. Los bárbaros comprendieron que nadie que se hiciera acompañar por un perro de caza tan inocuo podía tener intenciones hostiles; cortarnos la cabellera sería un insulto a su hombría. Por suerte, en esta ocasión al animal no se le ocurrió morder a nadie.
Los frisones se quedaron observándonos y, al ver que no hacían nada más alarmante, sonreímos, saludamos y continuamos camino. Al principio, siguieron nuestros pasos como animales curiosos; después, desaparecieron.
—Parece que la mención a Veleda ha dado resultado.
—¿De veras? ¡Si ha dado la impresión de que no habían oído hablar de ella! —replicó Helvecio con un bufido.
—Bien, creo que podemos dar por sentado que sí la conocen —le reprendió el tribuno con su habitual gravedad—. Y supongo que eso explica las miradas de conmiseración que nos han dedicado.
Continuó cabalgando sin dejar de acariciar al perro, que con aire satisfecho asomaba entre los pliegues de su capa. Era un chucho menudo, de pelaje suave de color blanco con manchas negras, siempre hambriento, completamente indomable y muy amante de hurgar en el estiércol. Justino lo llamaba Tigris, pero el nombre resultaba muy poco indicado. Se parecía tanto a un tigre como mi bota izquierda.
Al día siguiente empezamos a encontrar zonas salpicadas de árboles y, al caer la tarde, alcanzamos la auténtica linde del bosque. A partir de allí necesitaríamos toda nuestra pericia para encontrar los caminos y mantenernos en la dirección correcta. Desde aquel punto, el dosel del bosque se extendía sin interrupción a lo largo de toda Europa. Para ser franco, como hombre de ciudad siempre me había parecido excesiva la vegetación continental. Me gustan los árboles… pero aprecio aún más su verdor cuando conduce a una pérgola con bancos de piedra donde ronda oportuno un vendedor de vino y bajo la cual tengo una cita con mi chica favorita dentro de cinco minutos.
Al acampar para nuestra primera noche sobre el suelo húmedo y espinoso del bosque, conscientes de que tendríamos que soportar aquello durante semanas, nuestro ánimo flaqueó y nuestro carácter se agrió rápidamente.
A aquellas alturas de la expedición, los reclutas habían pasado por todos los estadios normales que afligen a los soldados aún blandos que son conducidos por terrenos ásperos a fin de endurecer su espíritu. Habíamos pasado, pues, toda la gama de quejas, hurtos de tesoros personales, cenas estropeadas, pérdidas de equipo, camas mojadas y ojos a la funerala. Fuera cual fuere el efecto que la ardua vida en común ejercía sobre ellos, los tres responsables del grupo estábamos agotados, molidos e integrados en un sólido grupo defensivo.
Una tarde, después de un día especialmente penoso y de una pelea en la que habíamos sorprendido a varios soldados con el puñal desenvainado, Helvecio repartió golpes a diestra y siniestra con tal furia que llegó a romper su bastón de sarmiento. Después, Camilo Justino hizo formar a los hombres para someterlos a una buena dosis de retórica tribunal.
—¡Escuchadme bien, desgraciados!
—Buena entrada —me susurró Helvecio, aún caliente.
—¡Estoy harto! ¡Estoy asqueado! —continuó Justino—. ¡Asqueado de comer galleta y agua y de mear bajo los robles y bajo la lluvia! —Su heterodoxa apelación había reducido a la tropa a un silencio perplejo—. Odio esta tierra tanto como vosotros. Y cuando os comportáis así, también os odio a vosotros. Me gustaría decir que enviaré directo a casa al próximo que cause problemas pero, por desgracia para todos, no tenemos ningún oportuno carromato que vaya camino del cuartel o yo mismo sería el primero en montarme en él. Afrontad los hechos: tenemos que poner todo nuestro empeño en esto, o ninguno de nosotros volverá a casa. —Dejó que las palabras calaran en sus mentes—. Convenceos: es imprescindible que actuemos todos a una o…
—¿Lentulo también? —inquirió Probo.
Justino frunció el entrecejo.
—Excepto Lentulo. Los demás trabajaremos en armonía y en equipo… y entre todos nos ocuparemos de él.
El comentario fue recibido con una carcajada general. Ahora, pasaríamos una noche tranquila y, al día siguiente, todo el mundo se portaría de maravilla.
—Camilo Justino vale —decidió Helvecio.
—Tiene una paciencia infinita con ellos —asentí.
—Ya lo he visto otras veces: los soldados empiezan tomándolo por un inútil presuntuoso y terminan dando su vida por él.
—Camilo no se lo agradecerá —apunté—. Las cosas le pintarán muy negras si vuelve a casa sin uno solo de ellos.
—¿Ni siquiera Lentulo?
—¡Sobre todo el jodido Lentulo! —refunfuñé—. Así pues, el tribuno te parece correcto, ¿no es eso?
—Probablemente nos mantendrá a salvo de problemas.
—¡Gracias! ¿Y qué hay de mí?
—¡Por Mitra! No me hagas reír, Falco. ¡Tú serás el que nos meta en ellos!
A la mañana siguiente, en efecto, todo el mundo se portó de maravilla… durante media hora. Entonces, con su tonillo amistoso, Lentulo rompió la calma:
—Señor, señor, ¿dónde se ha metido Dubno?