Al día siguiente descargamos los caballos y montamos en ellos para la obligada visita a Vetera. La enorme fortaleza doble permanecía vacía, a excepción de los vestigios que confirmaban las peores informaciones. Máquinas de asedio que Civilis había obligado a construir a sus prisioneros. Plataformas derribadas que los defensores habían echado abajo arrojando piedras sobre ellas. La gran grúa artimedoria que alguien había conseguido concebir para arrojar al enemigo de las murallas mediante garfios. Las caras internas de los terraplenes excavadas en busca de raíces o gusanos que llevarse a la boca. Graves daños por obra del fuego. Proyectiles incrustados. Torres hundidas.
El fuerte había sufrido un largo asedio y, finalmente, había sido arrasado mediante el fuego. Reconstruido por Civilis, Petilio Cerealis había vuelto a derruirlo. La zona había sido limpiada de cadáveres hacía ya un año, pero el olor rancio de la tragedia aún lo impregnaba todo.
Construimos un pequeño altar. Justino elevó sus brazos y rogó en voz alta por el alma de los que habían perecido allí. Supongo que la mayoría de nosotros añadió una breve oración por nuestro pequeño grupo.
A nuestro regreso, purificados, encontramos a Helvecio en la orilla, aunque me percaté de que evitaba dirigir la mirada hacia la carretera que se adentraba en el territorio. Estaba conversando con un soldado destinado en aquel lugar. Se nos planteaba un dilema: a pesar de los rumores que corrían más al sur, allí todo el mundo creía que Civilis se encontraba en su propio territorio, en algún lugar de La Isla.
Justino, Helvecio y yo tratamos el asunto.
—Podría deberse al viejo síndrome de «está en nuestro territorio» —apunté—. Ya sabéis, eso de convencerse de que un perseguido se oculta en la zona por el mero deseo de apuntarse el honor de capturarlo. Tengo un amigo que es capitán de las patrullas de vigilancia en Roma y comenta que, tan pronto oye decir «acaban de ver a tu hombre al final de esa calle», empieza a buscarlo de inmediato en el extremo opuesto de la ciudad. —Dije esto con la figura de Petronio Longo en mi mente. Echaba de menos al viejo truhán. Roma, también.
—El problema —argumentó Justino con cautela— es que si emprendemos la marcha hacia el este entre los brúcteros sin haber aclarado la cuestión, después no nos atreveremos a continuar hacia el norte. ¿Sabes qué sucederá si conseguimos hacer esa visita a Veleda? Que descenderemos el río Lupia tan aliviados de seguir con vida que todo lo que desearemos será volver a casa.
Aquél era ya mi deseo.
—¿Qué opinas tú, Helvecio? —inquirí.
—No me gusta lo de La Isla, pero estoy de acuerdo con el tribuno: es ahora o nunca. Desde aquí, podemos incorporarla a nuestro itinerario; más tarde, el rodeo que deberíamos dar sería demasiado grande.
—¿Cómo es que conoces tan bien esta zona? —pregunté con voz suave.
—Puedes imaginarlo —respondió Helvecio.
El tribuno y yo evitamos mirarnos a la cara.
—¿La Quinta? —aventuré.
—La Decimoquinta. —Su rostro permaneció inexpresivo. La Quinta había salvado su reputación por muy poco, pero la Decimoquinta había roto su juramento de fidelidad de forma harto desesperada.
Justino insistió en mi anterior pregunta con sus modales corteses y pausados:
—¿Y bien? Cuéntanos.
—Me hirieron y fui evacuado durante la ruptura del asedio que siguió a la llegada de los refuerzos de Vocula. Estuve en el hospital de Novaesio hasta que también ésta fue atacada. Terminé gimiendo de dolor en una camilla de un puesto sanitario que habían improvisado a bordo de una barcaza en Gelduba. Allí permanecí durante todo el asalto final de Civilis sobre Vetera… y durante lo que sucedió después.
Las consecuencias eran evidentes y comprensibles: el superviviente se sentía culpable de que la mayoría de sus camaradas hubiera muerto. Incluso se sentía medio culpable de no haber jurado nunca fidelidad al imperio galo y de no haber perdido su honor con los demás.
—¿Estoy proscrito?
—No —declaró Camilo Justino—. Ahora perteneces a la Primera Adiutrix.
—Te necesitamos —añadí—. Sobre todo, si eres experto en el territorio.
—Soy más que eso.
—¿A que te refieres?
—He estado en el este.
Aquella afirmación me dejó perplejo.
—Cuéntanos, centurión.
—Llevaba cuatro años destinado en este agujero, Falco. Todo el mundo necesitaba un pasatiempo, porque nunca sucedía nada. Nunca me han atraído el juego ni las pandillas de amigos. En lugar de eso, desarrollé un gran interés por el viejo misterio de Varo. Leí la historia de cabo a rabo. De vez en cuando, desaparecía y me adentraba en terreno enemigo… sin permiso, por supuesto, pero entonces las cosas estaban más tranquilas. Sentía curiosidad por encontrar el lugar de la batalla; la idea de dar con él me tenía fascinado.
De modo que a eso venían sus referencias a llevar tribunos de cacería. A los soldados les gusta olvidar sus propios problemas reviviendo otras guerras. Siempre quieren saber qué sucedió de verdad a sus antecesores. ¿Fue consecuencia de la traición del enemigo o, sencillamente, un simple caso más de absoluta estupidez por parte del mando?
—¿Y localizaste el emplazamiento? —inquirí.
—Tuve la certeza de encontrarme cerca. Muy cerca.
Nunca me han gustado los tipos obsesivos.
—Dubno lo conoce —le dije maliciosamente. Helvecio soltó un silbido, irritado—. ¡Olvídalo! —añadí con una sonrisa—. Ese misterio podemos dejárselo al exaltado Germánico. Déjalos que mientan, hombre; esa catástrofe incumbe a nuestros abuelos. Bastante tenemos con lo que nos ha mandado hacer Vespasiano; por el momento, mis planes no incluyen ninguna visita al bosque de Teutoburgo.
En cualquier caso, su expresión parecía mucho más satisfecha después de haber hablado del asunto. Más tarde, me dejé convencer de ir en busca de La Isla. Pero tan pronto iniciamos la marcha tuve la certeza de que sería una pérdida de tiempo.
También me di cuenta de que una vez que hubiéramos viajado hacia el norte, la ruta más lógica para regresar a los dominios de los brúcteros sería a través del bosque de Teutoburgo, con su fama siniestra.
Viajaríamos a caballo. La noticia causó un gran revuelo entre los reclutas. Júpiter sabrá para qué creerían que habíamos llevado con nosotros treinta monturas. Normalmente, las legiones van a pie, pero esta vez las distancias que teníamos que recorrer eran demasiado grandes. Además, nuestros muchachos no eran, precisamente, expertos en marchar días y días. De hecho, en conjunto parecían tal hatajo de inútiles que la mayoría de los soldados destacados en Vetera se reunió para vernos partir, impacientes por contemplar el escogido grupo de papanatas que me llevaba a la espesura.
Los reclutas semejaban un grupo de adolescentes: desaseados, perezosos, quejosos e insolentes, se pasaban todo el día hablando de gladiadores o de su vida sexual con una mezcla asombrosa de mentiras e ignorancia. Ahora empezaban a tener identidad. Lentulo era nuestro niño problemático. Aunque el muchacho era incapaz de hacer nada, Helvecio lo había traído porque había insistido mucho y porque tenía una cara deliciosa. También estaba Sexto, cuyos pies eran incluso más delicados que los del resto del grupo, lo cual significaba que, prácticamente, se le estarían pudriendo dentro de las botas. Y Probo, de quien estábamos convencidos de que jamás aprendería a marcar el paso más de dos zancadas seguidas. Y Ascanio, el muchacho de Patavio, cuyos chistes eran buenos pero absolutamente inoportunos. Y los otros: aquel cuyo acento rural nadie conseguía entender, el que apestaba, el que no caía bien a nadie, el de la nariz prominente, el «dotado», el que no tenía personalidad. Mi madre habría dicho que no se podía dejar a ninguno de ellos al cuidado de un puchero.
Claro que también lo decía de mí.
Al abandonar Vetera, parecíamos la caravana de un mercader de muy baja estofa que emergiera del desierto nabateo tras quince días de tormentas. De los veinte reclutas, diecinueve no habían montado a caballo más de tres millas seguidas en toda su vida; el vigésimo era Lentulo, que jamás se había subido a nada que tuviese cuatro patas. Todos parecían tener la mirada vagamente extraviada, las orejas les sobresalían de las quijeras protectoras como los remos de una barca y las espadas parecían venirles grandes. Los caballos, aunque galos —lo cual debería haber sido una garantía—, formaban un grupo aún menos atractivo.
Justino y yo encabezamos el grupo con el aire más marcial posible, a lo cual no contribuían los agudos gañidos del perrillo del tribuno, que corría entre las patas de los caballos. En medio de la fila marchaba Dubno en su caballo enano patizambo, que llevaba cosido a la brida un juego de cencerros discordantes. Obligamos al buhonero a silenciarlos, pero las sordinas cayeron antes de que transcurriese la primera milla. Helvecio cabalgaba al final de todos, esforzándose por no perder contacto. Nos llegó su voz, maldiciendo con amenazadora rotundidad, entre el tolón de los cencerros.
Cerca del buhonero iba el criado de Helvecio, a quien le daba tan orgulloso derecho su calidad de centurión. El sirviente era un tipo tristón que cuidaba del equipaje y de la montura de su amo. Aunque todos los demás intentábamos continuamente hacernos con sus servicios, el hombre no hacía sino gimotearle a Helvecio que quería solicitar un traslado inmediato a Moesia (Moesia es un puesto sin ningún atractivo situado en el rincón más desolado del mar Euxino). Justino, por el contrario, no había traído séquito aunque su rango le concedía uno bastante numeroso. Según él, los peligros de nuestro viaje lo hacían injusto para los criados. ¡Vaya joven excéntrico! El trato justo nunca había constado en las condiciones de empleo de los esclavos de los senadores. Sin embargo, a pesar de su educación consentida, Justino era capaz de cuidar no sólo de sí mismo, sino también del perro.
Todos llevábamos coraza. Incluso yo, pues había conocido a un oficial de intendencia que me había buscado una de mi medida.
—¡De hecho, nos sobran bastantes! —me había dicho el oficial, un tipo calvo con cierto acento galo y un sentido del humor irónico y torcido que era uno de esos expertos amistosos del ejército. Resultaba evidente de dónde procedían sus fantasmales estantes llenos de equipo militar; algunas de las piezas aún iban marcadas con el nombre de los soldados muertos—. ¿Estáis seguros de ir con este equipo? ¿Por qué nos os vestís con ropas de caza y tratáis de pasar inadvertidos entre los árboles?
Me encogí de hombros, probando el familiar peso de la coraza y el ardor frío de las bisagras de la espalda a través de la túnica mientras sujetaba sobre mi pecho las placas de las clavículas y me ataba un pañuelo al cuello. Hacía mucho tiempo desde la última vez y dentro de la armadura me sentía como un cangrejo en el caparazón de una langosta.
—Es inútil disfrazarse —respondí—. En esas tierras todos los hombres son más altos y corpulentos, de tez blanca y bigotes tan enormes que podrían usarse para fregar el suelo. Veinte tipos chaparros de piel morena y ojos castaños con la barba afeitada serían reconocidos como romanos a varias millas de distancia. Desde el mismo instante que crucemos la frontera estaremos en peligro. Por lo menos, una coraza en el pecho y un protector en la entrepierna nos darán una grata sensación de falsa confianza.
—¿Y si encontráis problemas?
—Tengo un plan.
No hizo ningún comentario. Por fin, inquirió:
—¿Espada?
—Siempre uso la mía.
—¿Jabalinas?
—Hemos traído un cargamento. —Justino se había ocupado de ello.
—¿Espinilleras, entonces?
—Olvídalo. No soy ningún oficial amante de la elegancia.
—¿Un casco de bronce? —No puse reparos a que me equipara con uno de ellos—. Toma esto, también. —Depositó algo en la palma de mi mano. Era una pequeña pieza de saponita en la que había grabado un ojo humano acompañado de diversos emblemas místicos—. Las armas no te serán de mucha utilidad. En tales circunstancias, lo único que me resta por ofrecerte es la magia.
Un tipo generoso. Acababa de darme su amuleto personal.
Pasamos más días de lo que me preocupé en contar remando y chapoteando en los cenagales. La Isla debía de haber sido un lugar infecto antes de los problemas. Se trataba de un auténtico delta fluvial lleno de limos y de charras de agua salada. Había tantos cursos de agua que la tierra parecía una mera prolongación del mar. Un invierno crudo durante la campaña de Cerealis había provocado inundaciones aún mayores de lo habitual. Abandonada desde entonces por la población afectada, el terreno iba recuperándose muy lentamente. Tierras que deberían haberse cultivado permanecían empapadas. Civilis también había demolido deliberadamente la presa de Germánico con el propósito de devastar amplias zonas durante su resistencia final. Pensamos en Petilio Cerealis y sus hombres, luchando por mantener secas las patas de sus caballos, esquivando flechas y temporales en su chapoteante marcha en busca de tierras firmes bajo el acoso constante de los bátavos que intentaban atraerlos hacia las marismas para acabar con ellos.
Botadura, la capital de la región, había sido arrasada. Rebautizada ahora con el austero nombre de Noviomago, iba a ser reconstruida y dotada de guarnición. Vespasiano me había hablado de ello, pero sus palabras sólo cobraron sentido cuando nos encontramos entre las casas demolidas y observamos los penosos y fallidos intentos de la población por resucitar la colonia viviendo bajo toldos y lonas junto a los cerdos y las gallinas de la familia. Con todo, las cosas debían de estar mejorando poco a poco, pues encontramos a unos ingenieros militares romanos que realizaban una inspección. Estaban en plena labor, relajados, discutiendo con unos consejeros locales sobre el modo de llevar allí materiales y operarios experimentados.
Durante la retirada de los rebeldes a su tierra de origen, Civilis había sido situado en Batavoduro y, a continuación, expulsado al corazón de La Isla. En su marcha, había quemado todo lo que se había visto obligado a dejar atrás. Las casas de campo que lograron escapar al fuego habían sido destruidas por nuestras tropas: todas, salvo las pertenecientes al propio Civilis, siguiendo la vieja estrategia de preservar la hacienda del líder para fomentar la cólera y los celos entre sus castigados seguidores, al tiempo que él jamás llegaba a encontrarse en el estado crítico de no tener absolutamente nada que perder. Seguimos su camino tierra adentro. La política de tierra quemada selectiva nos permitió ver la propiedad en la que deberíamos haberlo encontrado, pero Civilis había renunciado a sus campos anegados y a sus chozas bajas. Ya no vivía allí ninguno de sus numerosos parientes y no había rastro de él.
Quizá la estrategia había dado resultado. Los bátavos eran un pueblo arruinado —al menos temporalmente— y su actitud hacia el príncipe que había causado su ruina resultaba ahora algo ambigua. Por primera vez, empecé a dudar de que Civilis todavía estuviese conspirando. Me pregunté si, simplemente, no habría huido por miedo al puñal del asesino.
Durante nuestra estancia en La Isla, no nos sentimos en peligro. La atmósfera era hosca, pero el pueblo había aceptado la paz y la vieja alianza. Volvía a ser un pueblo libre en el seno del Imperio, exento de impuestos a cambio de unidades de hombres armados, aunque todos sabíamos que los auxiliares bátavos nunca volverían a servir en Germania. Nos dejaron circular entre ellos sin proferir insultos y, cuando nos marchamos, fueron contenidos en sus manifestaciones de alivio.
Para las calendas de noviembre, yo estaba harto de buscar, harto de cruzar ríos sobre pontones bamboleantes y harto de viejos caminos medio sumergidos. Finalmente, anuncié que nos marchábamos en busca de tierras más firmes donde pudiéramos tener los pies secos.
Y así emprendimos la marcha a través del territorio de los frisones.