XL

Partimos al día siguiente. Conseguí esquivar a Xanto pero Justino, que debería haber tenido mejor juicio, coló a bordo su odioso perro.

Una vez más, mi documento imperial nos había conseguido pasaje en una nave de la flota oficial. También descubrí que Justino equipaba las expediciones con todo detalle: traía caballos, tres tiendas de cuero, armas, provisiones y un cofre de monedas. Lo único decepcionante era la calidad de los soldados que formaban la escolta pero, acostumbrado como estaba a viajar solo en aquel tipo de misiones, no me quejé. Mi ánimo se elevó un poco cuando Justino y yo llegamos al muelle: el centurión que supervisaba el embarque de la expedición era Helvecio.

—¡Vaya, vaya! —exclamé con una sonrisa—. ¿Tú comandarás mi escolta? Pensaba que eras demasiado sensato para una empresa tan loca como ésta.

No fue la primera vez que captaba esa sombra de duda antes de oír su réplica:

—Por desgracia para ti, porque significa que tu escolta será un par de tiendas repletas de mis reclutas patizambos. —Era una mala noticia, pero algunos de los soldados podían haber oído nuestras palabras y, por lo tanto, teníamos que ser diplomáticos—. He intentado escoger los mejores.

Sin embargo, Helvecio me había traído un cesto de fruta madura que ya empezaba a enmohecerse.

—Todavía nos quedan cien millas de travesía —le dije al centurión—. Y tenemos mucho espacio en cubierta. Puedo ayudarte a darles un poco de instrucción complementaria. De ese modo, también yo me pondré en forma. Y podríamos tener un material bastante pasable para cuando desembarquemos en Velera.

El mismo asomo de apocamiento ensombreció su rostro.

—Entonces, ¿emprenderás la marcha desde Velera?

Sospeché que el centurión me tomaba por un simple turista más.

—No hay nada de extraño en ello. Empezaré desde el lugar del que partió Luperco.

—Muy atinado.

Su lacónica respuesta me convenció de que había estado hurgando en alguna tragedia personal.

Navegábamos hacia las grandes llanuras del Rin inferior. Hasta el río Lupia, la orilla derecha formaba el territorio de los tencteros, una tribu poderosa y una de las pocas de Europa, aparte de los galos, que hacían un uso considerable de los caballos. Habían sido firmes aliados de Civilis durante la rebelión, siempre dispuestos a cruzar el río para acosar a nuestros partidarios, en especial los de Colonia. En aquellos momentos se habían retirado de nuevo a la otra orilla. Aun así, siempre que el canal lo permitía nuestra nave se ceñía a la ribera izquierda.

Más allá de los tencteros vivían los brúcteros, de los cuales sólo conocía su legendario odio a Roma.

Como habíamos llevado con nosotros a Dubno, el buhonero, de vez en cuando le preguntábamos cosas de la orilla oriental, pero sus evasivas no hacían sino avivar nuestros temores. Dubno estaba ofreciendo una respuesta decepcionante a la atracción de la aventura y, con sus quejas constantes, más parecía considerarse un rehén que nuestro afortunado guía e intérprete. Nosotros también estábamos descontentos, sobre todo con él, pero dejé bien sentado que todos teníamos que tratarlo bien. Si pretendíamos confiar en él como guía, el buhonero debía convencerse de que contaba con nuestra comprensión.

Pasamos los días ejercitándonos. Lo llevamos a cabo como si se tratara de una actividad de ocio, pues era la mejor manera de tomarse las cosas. Sin embargo, todos sabíamos que estábamos endureciendo el cuerpo y preparando el ánimo para una aventura que podía costarnos la vida.

Camilo Justino ya me había confesado que tenía permiso de su comandante para acompañarme durante todo el recorrido. No hice ningún comentario. Probablemente, el legado había considerado que su joven subalterno había estado trabajando demasiado; también era probable que los dos hubieran tomado la expedición como una recompensa por su dedicación.

—¡Ya me extrañaba que nos hubieran aprovisionado con tan fabuloso cargamento de suministros! De modo que se debe a tu honorable presencia… Supongo que no le dijiste nada a Helena, ¿verdad?

—Exacto. ¿Crees que se daría cuenta?

—No lo sé pero, en cualquier caso, será mejor que le escribas desde Vetera.

—Lo haré. De lo contrario, nunca me perdonaría.

—Para ser más precisos, Justino, nunca me perdonaría a mí.

—¿Crees que pensará que fuiste tú quien me incitó?

—Es probable. Y no le gustará nada que los dos nos encontremos en peligro.

—Helena parecía muy preocupada por ti —comentó él—. Me refiero a tu intención de visitar a esa bruja de los bosques. ¿Su inquietud se debe a anteriores experiencias?

—¡Tu hermana sabe que cualquier insinuación de que he sucumbido a los encantos de Veleda es una falsedad! —Camilo Justino pareció desconcertado ante mi enfado. Al cabo de un momento, con un suspiro, añadí—: Bueno, ya conoces el método tradicional de tratar con una belleza mortal entre tus enemigos.

—Es una parte de las lecciones sobre estrategia que debo de haberme perdido —respondió Justino con considerable frialdad.

—Bien, te la llevas a la cama y le ofreces una noche de placer como jamás ha conocido. A la mañana siguiente, gracias a tu fabulosa herramienta y a tu brillante técnica, esa belleza se echa a llorar y te lo cuenta todo.

—Tu sobrina tiene razón, Falco. Te lo inventas todo.

—Sólo es una leyenda.

—¿Alguna vez te ha sucedido? En tu vida pasada, por supuesto —añadió, en deferencia a Helena.

—¡Ja! La mayoría de las mujeres que yo conozco me diría: «¡No seas ridículo; lárgate y llévate esa herramienta insignificante!» —repliqué con humildad.

—Entonces, ¿por qué está tan preocupada mi hermana?

—Esa leyenda está muy arraigada —apunté—. Piensa en Cleopatra, en Sofonisba…

—¿Sofonisba?

—La hija de Asdrúbal y esposa del rey de Numidia. Era una mujer de singular belleza. —Exhalé un nuevo suspiro. Esta vez era el de un viejo—. ¿Cuánta educación han desperdiciado en ti? ¡Las guerras Púnicas, hijo! ¿Has oído hablar alguna vez de Escipión?

—¡Desde luego, no he oído nunca que el poderoso Escipión se acostara con princesas cartaginesas!

—Tienes mucha razón. Escipión era un general muy sabio. —Y también un romano gazmoño y puritano, añadí para mí.

—¿Entonces?

—Escipión se guardó muy bien de entrevistarse con ella. En su lugar, envió a la tienda de Sofonisba a su teniente, Masinisa.

—¡Quién tuviera la suerte de Masinisa!

—Tal vez. El teniente quedó tan impresionado que se casó con ella de inmediato.

—¿Y ese marido que tenía?

—Un detalle sin importancia. Masinisa estaba perdidamente enamorado.

—¿Quiere eso decir que la princesa fue ganada para nuestro bando?

—No. Escipión dedujo que era ella quien quería seducir a Masinisa para llevárselo al suyo, de modo que tuvo unas palabras con el teniente. Masinisa rompió a llorar, se retiró a su tienda y, luego, envió a su reciente esposa una copa de veneno. Su mensaje decía que le habría gustado consumar los deberes de un esposo pero, dado que sus amigos le habían aconsejado que no lo hiciera, allí le ofrecía al menos una alternativa para evitar ser arrastrada por las calles de Roma como cautiva.

—Supongo que, por fortuna para la Historia, la mujer engulló el veneno y Masisina se redimió…

Era la respuesta de un muchacho.

Pero Helena me había leído en cierta ocasión la cortante respuesta de Sofonisba a su marido del día anterior: «Acepto tu regalo de bodas. No es inoportuno recibirlo de un marido que no puede ofrecer nada mejor. Sin embargo, habría muerto con más satisfacción de no haberme casado tan cerca de mi muerte…».

Demasiado sutil para un tribuno, me dije. Incluso para uno que, según mi horrenda sobrina, tenía ojos sensatos. Pero ya aprendería.

Helena Justina, no es preciso decirlo, comprendía muy bien a Sofonisba.

Atrás quedaron las últimas tierras que había recorrido en mis anteriores andaduras por Germania. Ese límite estaba en Colonia Agripinense, donde la gran vía Claudia se desviaba hacia el oeste a través de la Galia hacia el puerto de embarque a Britania. Hasta aquel momento, las grandes fortificaciones de Novaesio y Vetera sólo habían sido nombres para mí. También era probable que hubiera leído en alguna parte los nombres de los puestos menores de Gelduba y Asciburgo, pero uno no puede acordarse de todo. Sin contar la Britania, aquellos fortines marcaban las fronteras del Imperio. Nuestro dominio en el norte nunca había sido muy persistente, y Roma sólo había podido mantener el control tras negociar unas relaciones especiales con los bátavos que habitaban en las marismas. Para restablecer nuestros puestos avanzados y la alianza con los bátavos como baluarte frente a los bárbaros pueblos orientales, sería precisa una acción diplomática extraordinariamente efectiva.

Una vez que los idus de octubre quedaron atrás, el tiempo cambió paulatinamente conforme avanzábamos hacia el norte. Anochecía antes y las noches eran perceptiblemente más oscuras. Incluso durante el día la luz dorada que había embellecido el paisaje en Moguntiacum menguaba y resultaba más mortecina. Una vez más, me sentí aterrado por la enorme distancia que teníamos que recorrer.

También el paisaje cambió lentamente. Perdimos de vista los riscos espectaculares y las islas de ensueño. A veces pasábamos por tierras de hermosas colinas, en las que podía encontrarse la partida de caza del legado de la Decimocuarta… si era cierto que andaba de cacería. A gran altura sobre nuestras cabezas, inmensas bandadas de gansos y otras aves cruzaban el cielo en plena migración. Su vuelo urgente y sus gritos solitarios contribuían a aumentar nuestra intranquilidad. Cuanta más inquietud mostraban los reclutas, más callado estaba el centurión. El buhonero fruncía el entrecejo. Justino estaba embargado por un sentimiento de romántica melancolía. Yo, sencillamente, me sentía deprimido.

Empezamos a percibir cada vez mejor la proximidad de los otros cursos de agua importantes que desembocan en el delta: el Mosa desde la Galia, el Vaculo formando un segundo brazo del Rin, y todos los tributarios, cada uno de ellos más largo y caudaloso que los ríos a los que estamos acostumbrados en Italia. El firmamento adquirió el tono plomizo del cielo encapotado del océano Britano, las aguas más peligrosas del mundo. En algunas ocasiones avistamos aves marinas. La vegetación ribereña de robles, alisos y sauces empezó a entremezclarse con extensiones de juncias y plantas de marisma. En aquellos tiempos no había una auténtica carretera militar que recorriera aquel paraje nórdico. A lo largo de nuestra orilla del río, la población se reducía a esporádicos asentamientos celtas, muchos de los cuales conservaban cicatrices de la guerra civil y contaban con sombrías torres de vigilancia romanas como protección. En la otra orilla nunca se distinguía nada.

Una noche nos detuvimos en Novaesio, cuyo fuerte recién reconstruido bullía de actividad. Después, continuamos nuestra singladura dejando atrás la boca del Lupia, a nuestra derecha, y por fin recalamos en la ribera izquierda, en Velera.

Francamente, yo no tuve el menor deseo de desembarcar en aquel lugar. Y nuestro centurión Helvecio se negó en redondo a abandonar la nave.