En el perchero del vestíbulo había una capa escarlata. Helena y yo nos miramos, conteniendo la risa. Claudia Sacrata salió a recibirnos. En esta ocasión lucía una guirnalda ladeada y un vestido en tonos pepita de melón y hollejo de uva. Una buena capa de pintura mercúrica le proporcionaba el aspecto radiante que las mujeres creen que los hombres toman por juventud y lozanía (y así sucede, en muchos casos). Del interior de la casa nos llegó el sonido de unas flautas de pan cuyas notas se acallaron bruscamente cuando alguien cerró una puerta. Claudia nos condujo a otra sala. Cuando volvió a dejarnos solos un momento, Helena murmuró:
—Parece que hemos sorprendido a un alto oficial con los ganchos del peto sueltos.
—Aprovecha la oportunidad. No creo que vayamos a estar aquí mucho rato.
—¿Dónde ha ido esa mujer? ¿Habrá vuelto junto al hombre con una novela griega para que vaya leyendo mientras nos atiende?
—El fulano quizá está escabulléndose por la puerta del jardín con una sola espinillera puesta… ¿Te he contado alguna vez lo que explica mi amigo Petronio? Cada vez que hace una redada en un burdel, descubre al edil que otorga los permisos para tales locales escondido en un cesto para las sábanas. Esos personajes importantes que se las dan de moralistas son incorregibles.
—Supongo que las tensiones del cargo hacen que ese tipo de terapia sea necesaria —dijo Helena Justina desapasionadamente. En una época de su vida había estado casada con un edil. Deseé que el hombre hubiera pasado todo su tiempo libre dentro de un cesto para las sábanas y no junto a ella.
Claudia Sacrata regresó.
—He traído a alguien que se muere por conocerte —le dije, y procedí a presentarle a mi aristocrática acompañante. Por muy altos que fueran los cargos de los visitantes masculinos que recibía, aquella era la primera vez (y probablemente sería la única) en que la hija de un senador entraba en su casa. Por semejante trofeo, Claudia nos habría permitido interrumpir incluso a su general.
Helena se había vestido con esmero, consciente de que su vestido blanco con bordados de ramitas con los brotes en flor, el maquillaje de sus mejillas, la orla de la estola, los aros de perlas que colgaban de sus orejas y el collar de ámbar que le había regalado harían furor entre la sociedad ubia durante la siguiente década.
—¡Qué chica tan encantadora, Marco Didio! —exclamó Claudia, tomando nota mental de la indumentaria. Helena le correspondió con una gentil sonrisa. Una sonrisa que también iba a triunfar en buen número de salones de Colonia.
—Me alegro de que le des tu aprobación. —Mi locuaz comentario me costó un puntapié de la bella sandalia con cuentas de cristal de la chica encantadora—. Tiene su lado salvaje, pero la estoy domando poco a poco… Sin embargo, no juzgues los modales romanos por su conducta impetuosa. En Roma, las chicas son tímidas florecillas que tienen que pedir permiso a sus madres para cualquier cosa.
—¡Buen trabajo te espera! —confió Claudia a su señoría, al tiempo que me dirigía una expresiva mirada.
—Todos cometemos errores —asintió Helena.
Las dos mujeres estudiaron al objeto de sus comentarios burlones. Yo también me había atildado para escoltar a Helena por Colonia: túnica, cinto, botas con sus correspondientes guarniciones, capa y sonrisa descarada. Los mismos perifollos de costumbre.
Era evidente que nuestra anfitriona se preguntaba cómo una joven inteligente como Helena se había permitido caer tan bajo. Cualquiera podía apreciar que era sumamente refinada (una candidata ideal para encontrar la deshonra en un pórtico) pero profundamente sensata (por lo cual era extraño que no me hubiera despedido de una enérgica patada a través del arco triunfal más próximo).
—¿Estás casada, Helena? —inquirió Claudia, sin conceder el menor margen a la posibilidad de que Helena Justina lo estuviera conmigo.
—Lo estuve.
—¿Puedo preguntar…?
—Nos divorciamos. Es un pasatiempo popular en Roma —añadió Helena con tono ligero. Después, cambió de idea y añadió con franqueza—: Mi esposo murió.
—¡Oh, querida! ¿Qué le sucedió?
—Nunca he sabido los detalles. Marco los conoce.
No me gustó que me traspasara la pregunta. Helena se había mantenido calmada y ufana, como solía mostrarse en público, pero en privado el tema siempre la trastornaba. Con voz fría, expliqué a Claudia Sacrata:
—Hubo un escándalo político y se suicidó.
Mi tono de voz dio a entender claramente que no quería proseguir con el tema. La mirada de Claudia se hizo amenazadoramente penetrante, como si estuviera a punto de preguntar: «¿Con la espada o con veneno?», pero luego se volvió hacia Helena.
—Por lo menos, Marco se preocupa por ti —le dijo. Helena arqueó las cejas, depiladas hasta trazar dos finos arcos y muy probablemente teñidas, aunque el realce era delicado. Claudia Sacrata añadió con un siseo—: ¡Si le hago una pregunta más al respecto, es capaz de clavarme al techo con su lanza!
Helena hizo una demostración de cómo una mujer de buena cuna debía, sencillamente, ignorar las inconveniencias.
—Claudia Sacrata, tengo entendido que eres un pilar de la sociedad ubia. Y Marco Didio me ha dicho que eres su única esperanza de encontrar la pista de Civilis.
—Me temo que no he podido ayudarlo mucho, querida. —En aquel momento, delante de Helena, Claudia Sacrata se lamentaba de ello, sin duda, pues deseaba ser considerada una benefactora pública—. Quien lo habría sabido era el hijo de su hermana, Julio Brigantico. Éste odiaba a su tío y siempre permaneció fiel a Roma, pero gracias a sus fuentes familiares siempre podía recurrirse a él para conocer dónde estaba Civilis.
—¿Podría Falco ponerse en contacto con él?
—No. Resultó muerto en la campaña de Cerealis por el norte.
—¿Qué hay del resto de la familia? —insistió Helena.
Estaba claro que Claudia Sacrata se había prendado de ella. Los detalles que antes me había negado afloraban ahora.
—¡Oh!, Civilis tenía un montón de parientes: esposa, varias hermanas, una hija, un hijo, una numerosa tropa de sobrinos… —Empecé a sentir cierta simpatía por aquel Civilis. La familia del bátavo parecía tan terrible como la mía: demasiadas mujeres, y los hombres a la greña unos con otros—. Pero no te dirán nada —continuó Claudia. En eso también me recordaban a mis familiares—. Muchos de ellos eran feroces partidarios de un imperio galo libre. En ocasiones, Civilis llegó a tener junto a él, tras las líneas, a su esposa y a sus hermanas, además de a las familias de todos sus oficiales, como hacían los guerreros antiguamente.
—¿Para una comida campestre? —pregunté en tono jocoso.
—Para que los animaran en el combate, querido.
—¡Y para evitar deserciones! —soltó Helena. La imaginé colocada en lo alto de un carromato en la retaguardia del ejército, gritando arengas que animaban a sus incompetentes soldados y aterrorizaban al enemigo—. ¿Vive toda esa parentela por aquí cuando no es utilizada como carne de lanza, Claudia?
—Vivía. Civilis y los otros cabecillas incluso se reunían en sus casas para trazar sus planes. Pero de eso hace mucho tiempo, cuando Colonia no quería saber nada de su revuelta. Actualmente, ningún miembro de su clan asoma la cabeza por aquí. Hay demasiado rencor. Civilis hizo que las tribus vecinas lanzaran incursiones contra los ubios, sus amigos tréveros sitiaron la ciudad y era conocida la determinación del propio Civilis de saquear Colonia.
—¿Dónde podría ir, entonces, si quería esconderse en esta región que conoce tan bien, pero evitar a los ubios, que lo entregarían a Roma sin pensárselo? —se preguntó Helena.
—No lo sé… Quizá entre los lingones, o más probablemente entre los tréveros. El jefe lingón… —Claudia soltó una risilla inesperada—. Es una historia muy divertida, se llamaba Julio Sabino y era un gran fanfarrón, aunque completamente espurio. Le gustaba afirmar que su bisabuela era una belleza que había seducido a Julio César.
—¡Como si fuera algo de lo que enorgullecerse! —exclamé.
—¿Perdón, querido?
—No me extrañaría que fuese verdad.
—¡Oh, Marco Didio! En cualquier caso, Sabino estaba lleno de pretensiones pero, tan pronto llegó Cerealis, se dejó llevar por el pánico. Prendió fuego a su casa de campo para dar la impresión de que se había suicidado y se escabulló. Eponina, su esposa, lo tiene escondido. Todo el mundo lo sabe, pero nadie dice nada. Nadie acaba de creerse que no reaparezca un día con el rostro enrojecido y con paja en los pantalones. De todos modos, tal como están las cosas, podría seguir oculto durante años. —Era una buena historia, en efecto, y me había proporcionado una clave interesante de las inquietudes que también debían de asaltar a mi presa, Civilis—. En cualquier caso, queridos, Civilis no querrá tratos con ese cobarde. Es más probable que comparta el pan con Clásico.
—¿Quién es ése? —inquirió Helena.
—Un caudillo de los tréveros. El que hizo que Colonia se pasara momentáneamente a los rebeldes. También ordenó la ejecución de alguno de los tribunos romanos de Moguntiacum por negarse a jurar fidelidad a la alianza germana.
—¿Conocías a esos tribunos?
—A un par de ellos.
Como siempre, Claudia adoptó una expresión impasible, aunque era probable que, en su fuero interno, lamentara el destino de sus jóvenes amigos. En aquella segunda visita, la había encontrado más envejecida y cansada de alternar.
—Lo siento, te he interrumpido.
—Bien, he citado a Clásico. Después de la victoria de mi general sobre los tréveros, el jefe de éstos volvió a su casa para responder de sus actos. Ahora vive retirado en su propiedad, que los romanos le han permitido conservar.
—Le prometimos que no habría represalias —confirmé—. Sabemos dónde está. Si da un paso en falso, quedará proscrito. Pero cabe preguntarse si se arriesgaría a quebrantar su palabra dando cobijo a Civilis.
—Abiertamente, no. Pero podría facilitarle un escondite en secreto. Sí —se convenció Claudia—, Augusta Treverorum es tu mejor territorio de caza, Marco Didio.
Quizá tuviera razón pero, ahora que me había decidido a investigar a Veleda, el dato no me resultaba de gran utilidad. La capital de los tréveros quedaba a más de cien millas hacia el sudoeste, en plena provincia de Bélgica, mientras que mi ruta conducía muy lejos hacia el norte y hacia el este. Incluso Vetera, donde proyectaba iniciar las investigaciones, quedaba más cerca. Si Civilis rondaba por las inmediaciones de Augusta Treverorum, tendría que esperar un tiempo a que me presentase a perturbar la paz de su escondite.
Aunque en esta visita habíamos sonsacado más información a Claudia Sacrata, me di cuenta de que nuestra fuente se estaba secando.
—Has sido muy amable atendiéndonos, pero será mejor que nos marchemos ya. La experiencia me dice que los rizos del peinado de Helena están a punto de deshacerse… —La nueva doncella de mi amada la había ayudado a crear un círculo de rizos que enmarcaba su rostro. Para ello habían utilizado unas tenacillas calientes y el olor a cabellos chamuscados se había extendido por la casa, provocando mi alarma.
—Es verdad —asintió Helena—. Y si tal cosa sucede voy a ser presa del pánico.
Mientras nos poníamos en pie, Claudia preguntó:
—Entonces, ¿dónde piensas ir ahora, Marco Didio?
—No me queda más remedio que hacer una incursión en la ribera oriental.
—La Germania Libera, cuyos guerreros siempre han sido considerados los más feroces del mundo —murmuró Helena.
—Espero que también tengan su lado sentimental —apunté con una leve sonrisa.
—Y las mujeres son peores —replicó ella.
—Estoy acostumbrado a las mujeres enfurecidas, querida.
Helena se volvió hacia Claudia.
—¿Qué edad tiene Veleda? —le preguntó.
—Es bastante joven.
—¿Es hermosa?
—Así debe de parecérselo a lo hombres —respondió aquella cortesana de legados y de generales, como si la simple belleza no tuviera ninguna importancia.
Nos acompañó hasta la puerta y advertí el brillo en sus ojos plateados al descubrir que Helena había acudido a su casa en una litera de madera de cedro. Con grandes aspavientos, ayudó a Helena a acomodarse en ella, arregló artísticamente su estola de seda y encendió nuestros candiles con una velita para que los vecinos pudieran ver la escena con detalle. Después, dio unas palmaditas en el hombro a la hija del senador y le murmuró:
—No te preocupes por Veleda. No es rival para ti.
—¡Pero no estaré presente! —le respondió Helena Justina con voz quejosa.