XXXVII

—Has estado fuera mucho rato —refunfuñó Helena. Le expliqué lo sucedido. Me pareció mejor hacerlo, por si alguien del amplio círculo de conocidos de Claudia Sacrata en la ciudad le venía con el cuento más adelante. Helena decidió que me había esfumado premeditadamente—. Y has estado bebiendo, ¿no?

—Tenía que mostrarme sociable. Pero he rechazado los bocados que esa mujer suele servir a sus amigos romanos.

—¡Qué moderación! Tú no eres de los que se desenvuelven bien en los salones; ¿has sacado algo de mostrarte sociable?

—He oído algunos comentarios sensacionales. La mujer me ha confirmado que Florio Gracilis me lleva un paso de ventaja en la búsqueda de los cabecillas rebeldes. Gracilis también está metido hasta el cuello en la venta de favores y lo disimula con la excusa de una cacería otoñal. Sospecho que el único dato útil que esa mujer conoce es el posible paradero de Civilis, y ha sido el único que se ha reservado deliberadamente.

—¿Qué se ha hecho de tu capacidad de persuasión?

—Encanto, no tengo nada que ofrecer a una mujer que está habituada a ser objeto de atenciones por parte de hombres con sueldos públicos de primera clase.

—¡Entonces, estás perdiendo tus facultades! —respondió Helena con voz más enérgica de lo habitual—. Por cierto, ya he ido por el pan. Supuse que habías acudido a alguna parte por trabajo y pensé que te olvidarías de traerlo. —Me ofreció un reconfortante bollo de harina integral y di cuenta de él melancólicamente. El efecto que produjo sobre el vino con especias de Claudia Sacrata fue insignificante. Seguía notándome ebrio, con esa sensación horrible que le asalta a uno cuando, además de bebido, se siente avergonzado—. Marco, he contratado a una asistente ubia para que me ayude cuando tengas que marcharte. Es una viuda. Ya sabes, las estrecheces… Tiene una hija de la edad de Augustinilla y espero que la chiquilla, que ha tenido una educación más estricta, sea una buena influencia para tu sobrina.

Yo no me sentía preparado para pensar en marcharme.

—Buena idea. El gasto corre de mi cuenta.

—¿Puedes permitírtelo?

—Sí.

Helena sabía que no era así y me dedicó una de miradas.

En aquel preciso instante, como para corroborar la información que acababa de darme, dos cabecitas asomaron tras la puerta y me observaron. Las facciones de ambas rivalizaban en fealdad: una era morena, con un moño alto y ojos como pasas; la otra, como una torta redonda de masa pálida y sin levadura. Las dos parecían inquietas. La de las coletas rubias preguntó a la morena del moño:

—¿Es él?

Capté en su voz un leve ceceo, un claro acento germano y una inteligencia unas seis veces superior a la de mi sobrina.

—Largaos de aquí o entrad como es debido —refunfuñé.

Las chiquillas entraron y se detuvieron a medio paso de mí, sacudiendo los hombros entre risillas. Me sentí como un hipopótamo en una destartalada casa de fieras (un hipopótamo con fama de lanzarse contra los barrotes en inesperadas acometidas).

—¿Tú eres el tío de Augustinilla, el que hace investigaciones?

—No, soy el ogro que se come a las niñas. ¿Y quién eres tú?

—Me llamo Arminia. —No me sentía de humor para soportar a unas chiquillas que llevaban nombres de heroicos enemigos de Roma. Arminia y Augustinilla seguían animándose entre ellas para ver si conseguían sacarme de mis casillas—. ¿Qué estás investigando en Colonia?

—Es un secreto de estado.

Las dos rompieron en chillidos.

—No le hagas caso —sentenció Augustinilla—. Mi madre dice que es incapaz de encontrarse su propio ombligo. En Roma, todo el mundo sabe que tío Marco es un fracaso absoluto.

Con aires de total superioridad, las niñas abandonaron la estancia cogidas de la mano.

—Veo que se llevan bastante bien —le comenté a Helena—. Es evidente que entre chiquillas insoportables no existen barreras éticas. Así pues, ahora no tenemos una sola chiquilla incontrolable, sino dos, para estorbarnos.

—¡Oh, Marco, no seas tan pesimista!

Las cosas continuaron por el mal camino. El hermano de Helena se presentó en nuestro pabellón de huéspedes. La visita de Justino había sido muy bien acogida, pero llegaba casi con una semana de antelación. Su perro salió a recibirlo loco de alegría; después, volvió a entrar corriendo y vino a mearse en mis botas.

Antes de despedirnos de Justino en la fortaleza de Moguntiacum, habíamos convenido en que nos seguiría hasta Colonia y llevaría con él al buhonero Dubno, a quien deseaba emplear como guía en territorio de los brúcteros. Se suponía que el joven tribuno mayor nos seguiría sólo después de intentar convencer a su legado de que le proporcionase una escolta que me acompañara al otro lado del río. Habíamos calculado que la decisión sobre este punto retrasaría a Justino, de modo que me quedé perplejo al verlo aparecer allí cuando aún no llevábamos un día en la ciudad.

—¿Qué significa esto? Para haber llegado tan pronto tu nave debe de haber remado todo el trayecto a doble ritmo. Tribuno, odio las sorpresas. Pocas veces traen buenas noticias.

Justino adoptó un aire tímido y manso.

—Llegó una carta para Helena y pensé que debía entregársela cuanto antes.

Entregó la misiva a su hermana. Tanto Helena como yo reconocimos el pergamino y el sello de palacio. Justino, evidentemente, esperaba que ella rompiera el lacre enseguida, pero Helena dejó el documento en su regazo con una expresión arisca. Una expresión parecida, probablemente, a la que cubría mi rostro.

—La llegada del mensaje causó un revuelo considerable en la fortaleza —protestó Justino al ver que su hermana no mostraba interés por abrirlo.

—¿De veras? —replicó Helena con su particular tono de gélido desdén—. Normalmente, no doy parte a nadie de mi correspondencia privada.

—¡Es de Tito César!

—Ya lo he visto.

La expresión de Helena se hizo testaruda. Por gentileza hacia su hermano, intervine para decir:

—Tu hermana ha estado aconsejándole respecto a un problema con su anciana tía.

Helena me lanzó una mirada que habría despellejado a una comadreja.

—¡Ah…! —Justino captó la tensión en la atmósfera y tuvo el tacto de aceptar mi comentario mordaz—. Será mejor que os deje ahora, Marco Didio. Necesito un baño. Ya hablaremos con calma en otro momento. Me alojo en el fuerte de la flota del Rin.

—¿Has podido conseguirme la escolta?

—Te han asignado un centurión y veinte hombres. Me temo que sean bastante inexpertos, pero ha sido lo mejor que he logrado sacarle al legado. Le dije que tu misión era oficial e incluso lo invité a tener un encuentro contigo pero, ya que eres un agente encubierto de palacio, prefiere mantenerse a distancia y dejar que te dediques a tus asuntos sin intromisiones.

Yo también habría preferido no intervenir en aquella misión.

—Un hombre a la antigua, ¿eh?

—Hoy en día no existe interés por las incursiones en la orilla oriental —explicó, dando a entender que Roma tenía suficientes problemas en el territorio que dominaba como para, además, provocar a las tribus del este.

—Me parece estupendo. Odio las formalidades. Dale las gracias. Agradezco todos los apoyos. ¿Has traído contigo a ese buhonero del que te hablé?

—Sí, pero te advierto que el tipo no deja de protestar ni un instante.

—No te preocupes. He cruzado la Galia con un barbero charlatán. Después de eso, puedo soportar cualquier cosa.

Justino besó a su hermana y desapareció con presteza.

Helena y yo permanecimos sentados en silencio, distantes. Pensé que, dadas las circunstancias, le correspondía a ella hablar primero. Pero, generalmente, Helena nunca reaccionaba como yo esperaba.

—Yo también te besaría —murmuré al cabo de unos instantes—, pero no me parece apropiado hacerlo con una carta del hijo del emperador descansando en tu regazo.

Ella no dijo nada. Deseé que se incorporara de un salto y quemase la misiva.

—Es mejor que abras ese documento, Helena —insistí con firmeza. Negarse a hacerlo habría incrementado aún más la tensión, de modo que sus dedos rompieron lentamente el sello—. ¿Quieres que salga mientras lo lees?

—No.

Helena era una lectora rápida. Además, para tratarse de una carta de amor era ridículamente breve. La leyó con cara inexpresiva; después, volvió a enrollar el manuscrito y lo retuvo entre su puño crispado.

—Qué pronto has terminado.

—Más parece un pedido de botas nuevas —dijo ella.

—Tito tiene fama de mal orador, pero un hombre de su posición debería, al menos, ocuparse de contratar a un poeta que le escribiera unos cuantos hexámetros de salutación a una dama… Yo lo habría hecho.

—Tú —murmuró ella con una voz tan calmada que me produjo escalofríos— escribirías esos hexámetros tú mismo.

—Por ti, lo haría. —Helena seguía muy calmada. No podía hacer nada por ella—. Me costaría unos cuantos miles de versos —continué arrullándola miserablemente—. Y quizá tendrías que esperar un par de meses a que terminase de pulirlos. Si yo te escribiera para pedirte que volvieras a mi lado, querría decírtelo todo…

No añadí nada más. Si Tito acababa de ofrecerle el Imperio, Helena Justina tendría que pensárselo. Era una mujer muy cauta.

Intenté convencerme de que, fuera cual fuere la propuesta de Tito, al menos por el momento no podía tener carácter oficial. Si estaba haciéndole una proposición en serio, sus respectivos padres estarían negociando. Incluso entre emperadores —sobre todo entre emperadores—, aquellos asuntos debían seguir un procedimiento.

Helena levantó la mirada bruscamente.

—No te preocupes —me dijo. Siempre hacía lo mismo. Cuando surgía algún motivo para que me preocupara por ella, Helena intentaba evitarlo mostrándose preocupada por mí—. No va a suceder nada, te lo prometo.

—¿Te ha hecho su pregunta el gran hombre?

—Marco, tan pronto le responda…

—No lo hagas.

—¿Qué?

—No le respondas.

Si me ocurría algo malo, al menos Tito César cuidaría de ella. Así, a Helena no le faltaría nada. Y el beneficio para el Imperio sería inmenso. Un césar que reinara en unión con Helena Justina podría alcanzar hitos incomparables. Tito lo sabía, y yo también.

Era necesario liberarla de sus compromisos conmigo. Habría quien diría que una vez que alcanzase la Germania Libera tenía la obligación de desaparecer en los bosques. En los raros momentos en que contemplaba los intereses de Roma, hasta yo mismo llegaba a pensar tal cosa.

Helena era desconcertante. En lugar de preguntar qué quería decir con aquello, se levantó, avanzó hasta mí y se sentó en silencio a mi lado, tomándome de la mano.

Ella lo sabía, por supuesto. Sabía cuánto la quería. Incluso mientras estuviese cruzando la Estigia hacia el Hades, me resistiría al barquero y trataría por todos los medios de hacerle cambiar el rumbo para regresar junto a ella. Ahora, lo único que me guiaba era asegurar su futuro por si yo no estaba.

Helena también sabía lo demás. Cruzar el río sería una peligrosa estupidez. La Historia estaba contra mí. Las tribus libres eran enemigas implacables de todo lo romano y yo, por mi experiencia en Britania, conocía el trato que los celtas dispensaban a sus adversarios. Debía dar por seguro que si era capturado me negarían la inmunidad diplomática. Mi cráneo sería clavado en la punta de una lanza a la entrada de un templo. Lo que hicieran con el resto de mí antes de cortarme la cabeza sería probablemente más degradante y doloroso de lo que me atrevía a imaginar. No pregunté a Helena cuánto sabía de todo aquello, pero era una mujer instruida y una ávida lectora.

Al enamorarme de Helena Justina me había prometido a mí mismo que no volvería a ponerme en grave riesgo. A lo largo de mi vida había pasado por gran número de situaciones apuradas, la mayor parte de las cuales ni siquiera le había insinuado. Pero los hombres crecen y aprenden que también cuentan otras cosas. Helena podía intuir que tenía a mis espaldas una carrera espantosa, pero estaba convencida de que, al declararle mi amor, había puesto fin a mis días de aventurero.

Nadie podía echarle la culpa, pues yo mismo me había convencido de ello. En cambio, en aquel momento producía la impresión de uno de esos chiflados para quienes el peligro se convierte en una adicción. La posición de Helena parecía tan sombría como si se hubiera unido a un bebedor o a un mujeriego: debía de haberse convencido de que todo cambiaría bajo su influencia, pero ahora comprobaba que nunca lo conseguiría…

Sin embargo, yo sabía que esta vez las cosas eran distintas. Aquél era sólo un último intento por obtener de parte del emperador una recompensa abultada, con el único fin de poder conseguir su mano.

La última vez, la definitiva… Supongo que todos los locos se dicen lo mismo.

—Ánimo —me dijo con gestos enérgicos—. Ven conmigo, Marco. Vamos a darle a Claudia Sacrata otro escándalo para su archivo. ¿Qué te parece presentar tu hija de senador favorita a la amante del general?