XXXVI

Tomé aire e intenté cambiar de postura sobre los cojines, pero éstos me atraparon con embarazosa succión. Cuando Claudia Sacrata le decía a un hombre que se pusiese cómodo, pretendía que no pudiera levantarse del diván sin la ayuda de alguien.

Me había presentado en la casa de una mujer que conocía a todo el mundo. Allí se producía un goteo de nombres igual que gotea el agua en torno a una fuente. Y el lenguaje común era el chismorreo. Me encontraba sentado, con las nalgas doloridas, en el centro de una tela de araña social que podía estar anclada a cualquier punto de Europa.

—¿Conocías a Luperco? —exclamé con voz ronca. No me gusta ser repetitivo, pero no estaba en situación de apelar a una oratoria más refinada.

—Un hombre muy agradable. Muy auténtico. Muy generoso.

—¡Seguro que sí! Tienes un círculo de amistades muy amplio…

—En efecto. La mayoría de los altos oficiales que vienen de Roma pasa por aquí en una ocasión u otra —afirmó con satisfacción—. Soy famosa por mi hospitalidad.

Así era como lo llamaba…

—¡Una mujer influyente! —comenté. Para mi siguiente pregunta, empleé un tono de voz despreocupado—: ¿Qué me dices del comandante de la legión Decimocuarta Gémina?

Su respuesta no fue la que esperaba.

—¿Te refieres a Prisco? —dijo—. ¿O al nuevo, ese Gracilis? Aparentemente, los dos habían colgado sus corazas en los percheros de aquella casa.

—El nuevo.

—He tratado con él un par de veces.

—¿Un hombre agradable…? —apunté sin poder contenerme.

—¡Oh, mucho! —Por suerte, Claudia Sacrata no captó el sarcasmo. Su sentido del humor, suponiendo que lo tuviera, sería espontáneo y directo, en lugar de retorcido y mordaz como el mío.

—¿Te ha visitado Gracilis recientemente?

Además de las otras actividades a que se dedicara en aquella casa (y era mejor no hacer suposiciones al respecto), Gracilis debía de haber efectuado las mismas preguntas que yo. Claudia Sacrata respondió con un guiño de complicidad que me resultó casi insoportable.

—¡Ya lo creo!

—Supongo que tendría una buena excusa para presentarse aquí, ¿no?

Ella respondió con una risa sin atractivo y advertí que le faltaban varias piezas dentales.

—Mencionó algo acerca de una cacería…

—¡La vieja excusa…!

—Bueno, creo que hablaba en serio, querido. Lo acompañaba un grupo de galos.

¿Galos? Ya tenía suficiente con los germanos. Esa nueva complicación era más de lo que deseaba en aquel momento en que mi cabeza estaba demasiado aturdida a causa del vino aromático.

—¿Sabes qué planes tenía? —Además de estorbarme en la búsqueda de Civilis y de Veleda, por supuesto.

—Perseguir jabalíes, creo.

Probé otro plan de acción:

—En Moguntiacum hay gente preocupada por lo que pueda haberle sucedido a su esclavo ayuda de cámara. ¿Sabes si ese esclavo, Rústico, ha acompañado a su amo en esta cacería gala para que siempre vaya bien atildado tras la lanza?

—Gracilis no llevaba con él a nadie parecido.

Decidí no hacer más preguntas sobre el detestable legado de la Decimocuarta. Sólo conseguiría encontrarme tras la pista de un miserable esclavo huido que, sencillamente, podía haber visto en la ausencia de su amo una oportunidad de huir.

Me di por vencido con una sonrisa. Claudia se mostró satisfecha de comprobar que me había derrotado. Tan satisfecha que se dignó añadir:

—Esos galos corrían con todos los gastos.

—No me gusta ser tan explícito pero, ¿me estás diciendo que ellos se encargaron de pagar la cuenta de la visita de Gracilis a tu casa?

Era preciso que confirmara aquel detalle. Claudia Sacrata asintió sin abrir la boca.

Por fin tenía atrapado a Gracilis. Si el legado de la legión Decimocuarta Gémina estaba dejándose enredar con sobornos tan vulgares, Vespasiano borraría su nombre de las listas de oficiales en menos de lo que tarda uno en parpadear.

—¿Quiénes eran esos galos?

—Un grupo de alfareros —respondió Claudia.

Me pregunté por qué habría decidido la mujer informarme sobre este cliente en particular. ¿Por rivalidad germana con los galos? ¿Porque le molestaba la manera descarada en que sus servicios habían sido contratados como parte de un soborno? Decidí que la causa era la falta de honradez comercial. Como buena mujer de negocios, Claudia odiaba visceralmente los fraudes.

—No te molestaré insistiendo en el asunto. Escucha, estamos hablando de Munio Luperco. La guerra tuvo lugar hace mucho tiempo y estoy tratando de encontrar pistas. Incluso me encuentro ante la perspectiva de tener que cruzar el Rin para seguir sus pasos como prisionero. Esa útil red de contactos tuya no se extenderá a la otra orilla, ¿verdad? ¿No habrás conocido a la profetisa…?

—¿A Veleda? —replicó Claudia Sacrata—. ¡Claro que la conozco!

Debería haberlo imaginado. Un leve tono de exasperación tiñó mi voz:

—¡Pensaba que vivía incomunicada! He oído que tiene su casa en la copa de un árbol, y que incluso los embajadores que acudieron a verla desde Colonia para negociar con ella tuvieron que enviarle sus mensajes por intermedio de los hombres de la familia.

—Exacto, querido.

Una idea terrible cruzó por mi mente.

—¿Tú formaste parte de esa embajada?

—Desde luego —asintió ella—. Esto no es Roma, Marco Didio. —Tenía toda la razón. Era evidente que a las mujeres germanas les gustaba estar al frente de las cosas. Una idea aterradora, para un joven romano de educación tradicional. Mis valores hacían que me sintiese escandalizado… pero también estaba fascinado—. Tengo una buena posición en la ciudad, Marco Didio. Soy muy conocida en Colonia.

No me costó deducir cuál era la razón de su prestigio: el rasero universal del dinero.

—¿Eres una mujer rica?

—Mis amigos han sido amables conmigo. —De modo que había logrado conseguir buenos pellizcos de algunas abultadas cuentas bancarias del Foro—. Ayudé a escoger los regalos para Veleda y proporcioné algunos de ellos. Después me apeteció ver tierras extranjeras, de modo que viajé con los embajadores.

Claudia era, pues, tan terrible como Xanto. El mundo debe de estar lleno de intrépidos idiotas que buscaban contagiarse de alguna exótica y letal fiebre de las marismas.

—Déjame adivinar… —Se me escapaba la sonrisa, muy a mi pesar—. Los hombres se vieron obligados a seguir estrictamente las reglas que garantizan la santidad de Veleda; tú, en cambio, conseguiste con artimañas tener un encuentro con ella de mujer a mujer, ¿no es así? Supongo que esa sacerdotisa venerada ha de bajar alguna vez de la torre, aunque sea para… para lavarse la cara, digamos.

El eufemismo parecía encajar en la atmósfera discreta de la casa de Claudia, dónde Júpiter, guardián de los extraños, debía de tener trabajo a destajo para proteger a tantos hombres desesperados por encontrar una frase que les permitiese preguntar cortésmente dónde está la letrina.

—Hice cuanto pude por ella —explicó Claudia con expresión entristecida—. Imaginarás la vida que lleva la pobre mujer: sin conversar con nadie, sin tratarse con nadie… Los hombres que la protegen son un hatajo de idiotas y Veleda tenía una necesidad terrible de hablar con alguien. Y antes de que digas nada, querido, debes saber que me preocupé de preguntar por Luperco. Nunca me olvido de mis hombres si encuentro la ocasión de hacerle un favor a alguno.

Aquello me irritó.

—¡La muerte de un hombre en territorio extranjero no es tema para chismorreos! ¿Fue Luperco objeto de vuestras risas en esos bosques de los brúcteros? ¿Te contó Veleda qué había hecho con él?

—No —replicó Claudia tajantemente, como si acabara de insultar su condición femenina.

—¿No es apto para oídos civilizados? ¿Qué le hizo, pues? ¿Colgar su cabeza en alto a modo de linterna, rociar con su sangre el altar privado donde oficia y enterrar sus testículos entre el muérdago?

Roma, horrorizada por una vez ante unas prácticas aún más bárbaras que las que ella utilizaba, había prohibido tales ritos en la Galia y en Britania. Pero esto no protegía a los atrapados fuera de nuestras fronteras.

—Veleda no había visto al prisionero —replicó Claudia.

—¿Acaso Luperco no llegó a la torre?

—No. Le sucedió algo por el camino.

¿Algo peor de lo que le esperaba si hubiese llegado?

—¿Qué?

—Veleda no lo sabía.

—Seguro que mentía.

—No tenía ninguna razón para hacerlo, querido.

—¡Evidentemente, es una buena chica! —Esta vez dejé que mi ironía rechinara con ferocidad.

Claudia me miraba con una mueca de desagrado. Cuando volvió a hablar, había en su voz un asomo de queja.

—Te he dedicado bastante tiempo, Marco Didio.

—Lo aprecio mucho. Ya estoy terminando. Sólo una cuestión más: ¿has estado alguna vez en contacto con Julio Civilis?

—Nos presentaron hace tiempo, antes de todos estos sucesos.

—¿Dónde está ahora?

—Lo siento, querido. Tenía entendido que había vuelto a La Isla.

Por primera vez, su respuesta me sonó a falsa, y llegué a la conclusión de que la mujer sabía algo. También comprendí que presionar a Claudia Sacrata una vez que había decidido cerrar la boca era demasiado arriesgado para mí. Su aspecto era el de una bola de plumón, pero tenía una voluntad formidable. Además, mis indagaciones habían topado con un inconmovible sentido de clan.

Era inútil, pero lo intenté de todos modos.

—Civilis ha desaparecido de La Isla. Es posible que haya tomado otra vez hacia el sur con la esperanza de restablecer su anterior predominio. He oído que volvía a estar entre los ubios y los tréveros —apunté, basándome en datos fidedignos— y creo que puede ser verdad. Su familia vivía en Colonia.

—Eso era cuando Civilis estaba vinculado a las legiones romanas.

—Tal vez, pero conoce esta zona. ¿Se te ocurre dónde puedo hacer indagaciones?

—Lo siento, pero no —repitió Claudia Sacrata. En aquel momento, yo era un romano que había dejado de ser buen chico.

Estábamos terminando la entrevista. El buen carácter de Claudia quedó reafirmado cuando me preguntó de nuevo si había algo que pudiera hacer por mí. Le dije que me estaba esperando una novia que creía que había ido hasta la esquina a buscar una cesta de panecillos.

—¡Estará impaciente! —dijo Claudia con gazmoñería. Ella proporcionaba consuelo a hombres casados alejados de casa, pero ser causa de una ruptura de relaciones era un asunto que la ofendía profundamente—. Debes volver enseguida.

Me acompañó hasta la puerta. Era una gentileza del establecimiento. Sin duda, cuando a quien despedía era a un general, a Claudia le gustaba que los vecinos vieran la púrpura; en esta ocasión, el visitante vulgar que había recibido los dejaría mucho menos impresionados.

—Entonces, ¿cómo puedo encontrar a Veleda? —pregunté—. Lo único que sé de ella es que vive entre los brúcteros, una tribu remota.

—Soy un desastre en geografía. Cuando estuve allí, viajamos por río. —Se refería al río Lupia.

—¿Y Veleda vive en el bosque? —Sabía que así era, pero cuando lo pensé me produjo un escalofrío. Veleda vivía en la zona a la que toda Roma odiaba referirse, donde las esperanzas romanas de controlar a las tribus orientales se habían derrumbado tan horriblemente—. ¿En el bosque de Teutoburgo? ¡Ojalá fuera en cualquier otro lugar! ¡En cualquiera, menos en ése!

—¿Estás pensando en Varo? —Por un loco instante pensé que iba a decirme que Quintilio Varo y todos los hombres de sus tres legiones perdidas habían frecuentado su casa. Claudia Sacrata era madura, pero no tanto—. Los germanos libres todavía se enorgullecen de Arminio.

Y seguirían haciéndolo durante mucho tiempo. Arminio era el caudillo que había destruido Varo, el que había liberado Germania del control romano y al que Civilis, ahora, intentaba abiertamente emular.

—Ten cuidado, Marco Didio.

Lo dijo como si necesitara una trepanación, un agujero taladrado en el cráneo para aliviar la presión de mi cerebro.