XXXV

Resultó menos difícil de lo que esperaba, y fue así porque Helena decidió que se moría de ganas de ver Colonia Agripinense. Accedí a que me acompañara, y tenía razones para ello.

Mis esperanzas de conseguir un rato de paz con Helena se vieron frustradas. Primero, su hermano insistió en que lleváramos con nosotros a Augustinilla. Al parecer, Justino no tenía ganas de quedarse a solas en la fortaleza con una chiquilla embelesada con él.

Después fue Xanto quien se unió de buena gana a la excursión. El barbero aún sufría una profunda impresión por haber matado al soldado y comentaba que le había hecho reflexionar profundamente sobre la vida. Le gustaba Germania y quería establecerse allí, pues veía un gran campo para sus dotes como peluquero. Sin embargo, Moguntiacum era un lugar demasiado militar, por lo cual deseaba buscar otra ciudad que pudiera ofrecer una acogida más refinada a un antiguo esclavo imperial con ganas de prosperar. Le dije llanamente que no podía venir conmigo más allá de Colonia, pero me respondió que era suficiente.

También estaba el perro del tribuno. El animal había mordido a un armero, por lo que tenía que ser alejado enseguida de la fortaleza.

Adiós, pues, al grato crucero por el río a solas con mi chica.

Pese a la compañía, navegar hacia el norte en una embarcación de la flota oficial era una delicia: dejamos atrás peñascos escarpados y verdes prados, pequeños muelles y amarraderos de los pueblos del río, afloramientos de rocas y zonas de rápidos y terrazas escalonadas en las que la nueva industria vinatera estaba instalando sus parras, alguno de cuyos vinos, ligeros y agradables, tuvimos ocasión de probar durante el viaje. En cubierta, como si de un sueño se tratase, contemplábamos los patos que nadaban corriente abajo entre esporádicos obstáculos de maderas flotantes y luego se alzaban del agua para remontar el vuelo y posarse otra vez más adelante. Barcazas de fondo plano cargadas con todos los productos imaginables bajaban por el río en grupos de dos o tres, o remontaban la corriente a fuerza de remos o arrastradas por cuerdas. Parecía una vida agradable. Más aún, los mercaderes que desarrollaban su oficio a lo largo de aquella vía fluvial eran visiblemente ricos. Con Helena a mi lado, habría podido quedarme allí para siempre, convertirme en un feliz vagabundo del río y no volver a casa nunca más.

—¿Qué llevas en tu abultado equipaje? —preguntó Helena.

—Rollos de lectura.

—¿Poesía?

—Historia.

—¿Como la de Tucídides?

—Yo la llamaría más bien «Grandes Gilipollas de los Tiempos Modernos».

Helena se volvió rápidamente para ver si Augustinilla había oído la irreverencia, pero comprobó que mi sobrina estaba demasiado ocupada buscando maneras de caerse del barco. Después, se echó a reír y me preguntó por qué me interesaban los rollos.

—Busco información para las diversas misiones que me han traído aquí. Un archivero de Roma copió para mí algunos documentos referentes a la rebelión.

Ahora que Helena sabía lo que llevaba río abajo, no tenía objeto seguir ocultándolo. Hurgué en el cesto y pronto me quedé absorto con las lamentables hazañas de Roma en su esfuerzo por neutralizar a Civilis. Cuanto más leía sobre la campaña, más se me encogía el ánimo.

Tan pronto hubimos dejado atrás la confluencia con el río Mosela en Castro ad Confluentes, pasamos ante Bingio y Bonna (ambos puestos aún chamuscados y llenos de ruinas, pero luciendo ya nuevas vigas maestras) y llegamos a nuestro destino.

Colonia Claudia Ara Agripinense se esforzaba en vivir de acuerdo con sus rimbombantes títulos. Fundada por Agripa como Ara Ubioro, la había rebautizado con el nuevo nombre la hermana del fundador, la enérgica esposa de Germánico, cuya fama de mujer dominante todavía hace que al hombre más valiente le tiemblen las rodillas. La ciudad era santuario reconocido oficialmente de los ubios y capital provincial de la Germania Inferior. También contaba con el principal puesto de peaje romano en el río y con la base de la flota del Rin, protegida por una pequeña fortificación.

Ciudad provinciana, opulenta y bien trazada, abastecida por un acueducto de construcción militar y hogar de una numerosa colonia de soldados veteranos retirados, los estrechos vínculos de Colonia con Roma la habían colocado en una posición delicada durante la rebelión. Al principio, los ciudadanos habían permanecido leales al Imperio, negándose a adherirse a Civilis y colocando bajo arresto a su hijo (aunque en custodia «honorable», por si las cosas cambiaban). Sólo cuando la situación se hizo desesperada, estos cautos notables se sintieron obligados a escuchar la llamada de sus tribus hermanas a reconocer su herencia germana, e incluso entonces su alianza con los combatientes de la libertad tuvo sus aspectos equívocos. Así, consiguieron negociar sus propias condiciones con Civilis y Veleda, ya que tenían bajo arresto domiciliario a varios parientes más del bátavo, que eran lo bastante ricos como para enviar a la sacerdotisa de los bosques el tipo de regalo capaz de apaciguar a cualquiera. Sus hábiles manejos ayudaron a la ciudad a sobrevivir sin que ninguno de los dos bandos la saquease. Luego, tan pronto como Petilio Cerealis empezó a hacer progresos, las fuerzas vivas del lugar apelaron a él para que las rescatara y se aliaron nuevamente con Roma.

Así pues, aquella gente sabía conducir los asuntos municipales con habilidad. Por ello, consideré que era un lugar seguro para Helena.

Llegamos con las primeras horas del día y llevé al grupo a una hospedería cercana a la prefectura. Allí, dejé a Xanto como responsable. Helena no tardaría en desengañarse de él.

Reanimado con el trayecto por el río, salí a hacer averiguaciones sobre Claudia Sacrata. Le había prometido a Helena que no me entretendría, pero la puerta a la que decidí llamar resultó ser la de la amiga del general. Para su criado, una cara de hombre romano era suficiente credencial, de modo que, aunque sólo había pedido una cita, me invitó a pasar y me anunció que su ama me recibiría de inmediato.

Era una casa modesta. Su decorador provinciano se había esforzado, pero no había pasado de pintar frescos de temas que ya conocía. Jasón descubría el Vellocino de Oro bajo un acebo en plena tormenta. Escenas de batallas se desarrollaban sombríamente bajo un friso que sólo cobraba vida merced al detalle de una bandada de gansos silvestres de Renania. Venus, con la indumentaria ubia —vestido de cuello alto y toca—, era cortejada por un Marte con capa de fieltro celta. Ella tenía el aspecto de una vendedora del mercado; él parecía un muchacho tímido, bastante barrigón.

El criado me condujo a la sala de recibir, decorada con colores brillantes y enormes divanes de grandes y mullidos cojines en los que un hombre podía recostarse y olvidar sus preocupaciones. Los rojos eran demasiado ocres, las franjas eran demasiado anchas y las borlas demasiado gruesas; el efecto general resultaba tranquilizadoramente vulgar. Los hombres que acudían allí confiaban en el gusto de sus esposas y, probablemente, no llegaban a fijarse en la estética de la decoración interior. Lo que buscaban era un lugar limpio y confortable, impregnado con el aroma a cera de abeja de los suelos pulimentados y con el olor del caldo hirviendo a fuego lento; un lugar que contuviera recuerdos profundos de su infancia, de Italia. Era la clase de casa donde el pan se serviría en trozos partidos por manos que sabían a ambrosía con infusión de avellanas. Aunque la música fuese horrible, las risas y las conversaciones serían tan animadas que no les importaría…

Encontré a Claudia Sacrata sentada en un sofá, como si esperase visita. No era ninguna belleza arrebatadora, sino una mujer de mediana edad, algo rechoncha, cuyos pechos se sostenían con tal firmeza que habría podido utilizarlos como bandeja. Su indumentaria era esmerada. Llevaba un vestido romano de tonos ocres y harina de avena con pliegues minuciosamente fruncidos en los hombros, donde su estola quedaba sujeta con un gran broche de rubíes cuyos reflejos decían: «¡Regalo de un hombre!». Su aspecto me sugirió el de una tía ligeramente anticuada y de buen corazón, engañada para que se exhiba ante los vecinos en un desfile de los juegos florales.

—Entra, querido. ¿Qué puedo hacer por ti?

La pregunta podía ser simple cortesía… o una insinuación comercial. Fui directo al grano.

—Me llamo Marco Didio Falco y soy agente del gobierno. Te agradecería que me respondieras a unas preguntas.

—Desde luego. —Por supuesto, aquello no garantizaba que sus respuestas fueran veraces.

—Gracias. Supongo que no te molestará si empiezo por ti. Te llamas Claudia Sacrata y tienes una casa muy acogedora. ¿Vives con tu madre? —Los dos entendimos el eufemismo.

—Con mi hermana —me corrigió, con el mismo leve velo de respetabilidad, aunque advertí que en ningún momento de la entrevista hacía acto de presencia una dama de compañía. Continué con mis preguntas directas:

—Tengo entendido que en una época gozaste de la confianza de su excelencia, el general Cerealis.

—Es cierto, querido. —Claudia era una de esas personas a las que gusta desconcertar a los demás reconociendo lo impensable. Sus ojos astutos me observaron mientras trataban de deducir qué quería.

—Necesito obtener cierta información delicada y no es fácil encontrar a alguien en quien se pueda confiar.

—¿Te ha enviado mi general?

—No. Esto no tiene nada que ver con él.

La atmósfera cambió. Claudia sabía que estaba investigando a alguien y, si se hubiera tratado del general, seguro que me habría cortado en seco. Pero una vez hubo constatado que su cliente más notable estaba libre de sospechas, su tono de voz se hizo más relajado.

—No me importa hablar de Cerealis. —Indicó un diván y añadió—: Ponte cómodo. Como si estuvieras en tu casa…

La casa de uno nunca era como aquélla.

Hizo sonar una campanilla y se presentó un criado, un ágil muchacho que parecía haber contestado a muchos toques de campanilla en su vida. Después de inspeccionarme con afectación, la mujer susurró:

—Yo diría que eres hombre de vino cargado de especias.

No me gusta tomarlo fuera de mi casa pero, para alentar nuestras buenas relaciones, me declaré, en efecto, un amante del vino cargado de especias.

Era un caldo con cuerpo, servido en copas espléndidas y con las especias demasiado cocidas. Un calorcillo reconfortante inundó mi estómago y se filtró al resto de mi cuerpo haciendo que me sintiese relajado y feliz, incluso cuando Claudia Sacrata me murmuró en un arrullo: «¡Cuéntamelo todo!», que supuestamente era lo que debía decir yo.

—¡No! ¡Cuéntamelo tú! —repliqué. No era la primera vez que una mujer que sabía lo que llevaba entre manos intentaba sonsacarme, y mi sonrisa se lo dio a entender—. Hablábamos de Petilio Cerealis…

—Un caballero muy agradable.

—Con cierta fama de persona precipitada, ¿no?

—¿En qué sentido? —dijo ella con una sonrisa tonta.

—En el militar, por supuesto.

—¿Por qué lo dices?

Aquello era el cuento de nunca acabar, pero llegué a la conclusión de que, si quería información, el precio que debería pagar sería hablar de su adorado Cerealis.

—En primer lugar, he estado leyendo informes sobre su batalla en Augusta Treverorum. —Seguí dando sorbos de la pesada copa con toda la parsimonia de que fui capaz. Si Cerealis seguía siendo el mismo de siempre, debía de haber vuelto loco de tedio a todo el mundo con el relato de su gran combate.

Después de reflexionar unos instantes, Claudia Sacrata apuntó:

—Es cierto que entonces la gente dijo que el general había cometido errores.

—Bueno, hay más puntos de vista —comenté en un esfuerzo por mostrarme amigable. En realidad, yo sólo podía contemplar lo sucedido desde una perspectiva: Petilio Cerealis había cometido la torpeza de permitir que sus adversarios se concentraran en un gran número mientras él esperaba refuerzos. Y si aquello ya había sido suficientemente peligroso, su famosa batalla también había resultado una carnicería. Cerealis no había instalado el campamento junto a la ciudad, sino en la otra orilla del río. El enemigo llegó al despuntar el día, se acercó sin ser visto desde varias direcciones e irrumpió en el campamento creando una confusión absoluta.

—Tengo entendido —lo defendió Claudia con firme lealtad— que fue la valiente acción del general lo único que salvó la situación.

De modo que eso era lo que Gracilis decía…

—Indudablemente. —Mi oficio exige una gran capacidad para mentir con toda desfachatez—. Cerealis saltó de la cama sin coraza ni casco y encontró el campamento en plena confusión, la cabeza de puente tomada y la caballería en fuga. Alcanzó a los fugitivos, los obligó a volver, tomó de nuevo el puente demostrando un gran valor personal y se abrió paso otra vez hasta el campamento, donde reagrupó a sus hombres. Lo reconquistó todo y terminó la jornada destruyendo el centro de mando enemigo en lugar de perder el suyo.

—Entonces, ¿por qué tanto escepticismo?

Porque la otra opinión era que nuestras tropas habían sido conducidas de forma patética, tuve ganas de responder; el enemigo no debería en modo alguno haber llegado tan cerca sin ser detectado, el campamento había estado mal protegido, los centinelas estaban dormidos y el comandante se encontraba ausente en el momento del ataque. Sólo el hecho de que los bárbaros se hubieran concentrado en el saqueo había evitado un desastre completo a nuestro ostentoso general.

Reprimí mi irritación y repliqué:

—¿Cómo es que el general no dormía en el campamento esa noche?

—Lo ignoro —respondió ella sin alterarse.

—¿Lo conocías en esa época?

—No. Lo conocí más tarde.

Así pues, Cerealis ya prefería las comodidades de una casa privada antes de su aventura con la mujer.

—¿Puedo preguntar cómo se inició vuestra amistad?

—¡Oh! El general vino de visita a Colonia Agripinense…

—¿Una historia romántica? —inquirí con una sonrisa.

—Una historia de la vida real, querido. —Imaginé que Claudia Sacrata no veía ninguna diferencia entre ofrecer sus favores y vender huevos.

—Cuéntamela.

—¿Por qué no? El general vino a agradecerme mi intervención en una acción que había debilitado al enemigo.

—¿Qué acción fue ésa? —Supuse que alguna intriga de burdel.

—Nuestra ciudad buscaba un modo de restablecer los lazos con Roma. Los consejeros de la ciudad ofrecieron entregar a la esposa y a la hermana de Civilis, junto a la hija de otro de los jefes, que habían sido retenidas como rehenes. Después, intentamos algo más útil. Civilis, aún confiado en sus fuerzas, tenía las esperanzas puestas en sus mejores tropas, guerreros frisios y de otras tribus que acampaban no lejos de aquí. Los hombres de la ciudad los invitaron a un banquete y les saciaron de excelente comida y bebida. Una vez estuvieron todos completamente embriagados, cerraron las puertas del recinto y le prendieron fuego.

Intenté no demostrar excesiva emoción.

—¿Una amistosa costumbre germánica?

—No es desconocida. —Lo más espeluznante era su desapasionado tono de voz.

—De modo que cuando Civilis supo que sus tropas de élite habían sido quemadas vivas huyó al norte y Petilio Cerealis entró en Colonia lleno de gratitud… Pero, ¿cuál fue tu papel en todo esto, Claudia?

—Yo proporcioné la comida y la bebida para la fiesta.

Dejé la copa sobre la mesa.

—Claudia Sacrata, no me tomes por un entrometido pero… ¿puedo hacerte una pregunta…? —Aquella mujer extrañamente agradable pero insensible me estaba poniendo nervioso. Decidí cambiar de tema y pregunté—: ¿Cuál es la verdadera historia de la pérdida de la nave insignia del general?

Ella sonrió y no dijo nada.

Había sido otro incidente estúpido. Le conté lo que ya sabía por mis indagaciones. Después de un periodo infructuoso de campañas por el norte de Europa, dónde Civilis y sus bátavos se habían empeñado en una guerra de guerrillas en torno a las tierras pantanosas de su patria, dispuestos a eludir a Roma indefinidamente, Petilio Cerealis se había tomado un respiro (su medida estratégica favorita) y había salido a inspeccionar unos nuevos cuarteles de invierno en Novaesio y Bonna, con la intención de regresar al norte con una flotilla naval, que se hacía indispensable. Sin embargo, volvió a fallar la disciplina; una vez más sus centinelas fueron descuidados. Una noche oscura, los germanos se infiltraron, cortaron las amarras y sembraron el pánico mientras nuestros hombres se debatían bajo las tiendas hundidas y corrían por el campamento medio desnudos y aterrorizados. Los soldados no tenían quien les dirigiera porque, por supuesto, Cerealis se había escabullido de su puesto.

—Entonces, el enemigo se llevó la nave insignia, convencido de que el general estaba a bordo.

—¡Se equivocó! —asintió Claudia con un ronroneo.

—¿Dónde estaba Cerealis? ¿Durmiendo fuera del campamento otra vez?

—Evidentemente.

—¿Contigo, como asegura la gente? —Empezaba a costarme un gran esfuerzo imaginar tal cosa.

—No esperarás que te responda a eso.

—Entiendo.

Estaba con ella.

—Has dicho que tus investigaciones no tienen nada que ver con Petilio. Entonces, ¿a qué vienen tantas preguntas sobre asuntos ya pasados?

Al parecer estaba llevando las cosas más lejos de lo que ella deseaba.

—Me encantan las reconstrucciones detalladas y realistas. —Tenía la esperanza de que mi interés por Petilio pareciera constituir una amenaza para él de modo que Claudia intentara desviarlo con la información que yo buscaba en realidad. Sin embargo, la mujer era más dura de lo que parecía. La impresión inicial de superficialidad ocultaba un sentido comercial muy agudo—. ¿Qué sucedió con la nave insignia, finalmente?

—Al clarear el día, los rebeldes zarparon en las embarcaciones romanas. Y se llevaron la nave insignia a su territorio para regalársela a su sacerdotisa.

—¡Veleda! —dejé escapar un silbido grave—. Ello significa que si Cerealis estaba contigo esa noche le salvaste la vida.

—Sí —confirmó ella con orgullo.

—Si hubiera estado a bordo —como era su deber, pensé— su destino habría sido horrible. Nadie ha vuelto a tener noticias del último oficial romano que los rebeldes enviaron a Veleda.

—¡Terrible! —asintió ella con un ademán convencional de condolencia.

—Ésa es mi misión —le confié—. Ese oficial era un legado legionario. Tengo que averiguar, para el emperador y para su familia, qué cruel destino le sobrevino. A él dudo mucho que lo conocieras; estaba destinado en Velera, muy lejos de aquí…

—¿Munio Luperco? —exclamó, sorprendida—. ¡Oh, en eso te equivocas, querido! —continuó imperturbable—. ¡Conocí a Munio muy bien!