El resto del día transcurrió en paz. Justino había descubierto el estropicio de la crátera y su reacción había sido desaparecer de la casa. Estaba profundamente irritado, pero era demasiado educado para demostrarlo.
—Ese hermano tuyo se pasará la vida permitiendo que abusen de él.
—Pensaba que estaba dejando muy claros sus sentimientos. —Helena era del mismo tipo: cuando algo le molestaba, desaparecía.
Antes de la cena, hice que Augustinilla subiera a disculparse con el tribuno. Como hasta entonces nadie le había hecho pedir perdón por una travesura, la niña pasó por el trance con una expresión patética tan auténtica que tuvo sobre Justino el mismo efecto que los gañidos del cachorrillo que había rescatado de manos de los soldados. Cuando ella lo miró con adoración, el tribuno se mostró comprensivo. Era la primera experiencia de Augustinilla con un hombre joven y rico que, además, vestía un uniforme imponente. Me pareció advertir en ella un esbozo de su madre.
Pasiones infantiles aparte, reconocí que Camilo Justino, con su aspecto sereno y sus modales reservados, podía causar más estragos de lo que él mismo imaginaba. A las mujeres les gustan los hombres profundos. Los hombres sensibles. (Los hombres con aspecto de pagar cuentas abultadas sin protestar). Justino producía la impresión de necesitar una chica agradable con una actitud generosa que lo ayudase a poner de manifiesto sus mejores cualidades. Si en Roma hubiéramos paseado aquellos ojos pensativos por unas cuantas fiestas, seguro que habría encontrado chicas agradables —y mujeres de más edad igualmente dispuestas— que sacaran a relucir lo mejor de él tres veces por semana.
En Moguntiacum, Justino sólo tenía que evitar a una niña de ocho años convencida de tener ante sí a un joven Apolo. Por el momento, Augustinilla estaba demasiado deslumbrada por su aureola como para ponerse a escribir su nombre por las paredes. Cuando reuniera el valor necesario para dejar notas de amor junto a su tazón del desayuno, el invierno europeo ya habría helado la tinta, ahorrándole a Justino semejante trago.
El día siguiente empezó con dos mensajes: el primero, de la amante del legado, comunicando que sus criados creían que Gracilis había estado frecuentando la compañía de los alfareros. El otro, de un alfarero que apuntaba que en el asunto estaba involucrada una mujer.
—¡Bonito círculo! —murmuré para mí.
Di por sentado que Julia Fortunata se refería a los alfareros de Moguntiacum. El artesano, en cambio, me hablaba de una mujer distinta, extremo que en el mensaje quedaba muy claro. Envié a Julia una nota de cortés agradecimiento diciéndole que seguiría su pista cuando tuviera ocasión. Por el momento, la visita más oportuna que podía hacer era a Mordantico.
Antes de acudir allí me dediqué a buscar al centurión Helvecio, el mismo con quien había tenido aquel encuentro cerca de Cavilono. No me costó encontrarlo; estaba dando órdenes cansinamente mientras intentaba avanzar en la instrucción de aquel grupo de reclutas patosos y patizambos, de manos torpes, pies planos y cerebros de mosquito (la descripción era suya), a cuyo mando lo había visto marchar por la Galia. A él le correspondía la tarea de enseñar a aquellos ejemplares perfectos a correr, cabalgar, nadar, saltar con pértiga, luchar cuerpo a cuerpo, manejar la espada, arrojar la jabalina, cortar césped, construir murallas, plantar empalizadas, apuntar catapultas, formar un testudo, amar a Roma, aborrecer el deshonor y reconocer al enemigo: «Piel azul, cabello rojo, pantalones a cuadros, muy ruidosos… ¡Y los que os arrojan proyectiles a la cabeza!». El centurión tenía que descartar a los muchachos que no daban la talla y recolocarlos como auxiliares sanitarios. Tenía que descubrir quién no sabía contar, escribir o entender latín y enseñarle o mandarlo a casa. Tenía que consolarlos como un aya cuando lloraban por sus novias, sus madres o sus naves (la Primera Adiutrix todavía aceptaba gente rechazada de la marina) o por su cabra favorita (los hijos segundones de las casas de campo siempre habían formado la espina dorsal de las legiones). Tenía que mantenerlos sobrios y evitar que desertaran; tenía que enseñarles modales en la mesa y ayudarlos a redactar sus testamentos…
Por el momento, apenas había conseguido instruirlos para que se alinearan de tres en fondo.
Helvecio abandonó con gusto aquella tarea deprimente e hizo un alto para hablar conmigo.
—Soy Didio Falco…
—Te recuerdo.
—¡Gracias! Me gusta creer que tengo una personalidad que impresiona. —Pero lo que el centurión recordaba con tanta claridad sólo podía ser nuestro primer encuentro en la carretera, junto a la cuneta. Dedicamos unos momentos a evocar la escena—. Precisamente quería verte por algo relacionado con eso.
—¡Ya me lo imaginaba!
Helvecio era uno de aquellos tipos impasibles. Largos años de servicio le habían enseñado a esperar lo peor y que no había nada por lo que mereciera la pena alterarse. Tenía unos ojos castaño muy oscuro, como si fuera de origen meridional, y el rostro como el trapo de frotar de un mozo de cuadra: lleno de profundas arrugas, rígido por el uso y brillante de puro desgastado. Su aire de desilusión estaba tan curtido como sus facciones. Tenía todo el aire de un oficial íntegro, de absoluta confianza.
Le dije que el tribuno Camilo había accedido a relevarlo del servicio normal para que me acompañara en un pequeño acto de confraternización con la comunidad local. Helvecio se mostró bien dispuesto a visitar al alfarero, de modo que lo llevé conmigo al barrio de los hornos.
Era otra mañana helada, aunque un sol pálido intentaba disolver la niebla con sus rayos. El cambio de estación incrementaba mi sensación de urgencia. Expliqué a Helvecio que probablemente tendría que cruzar el río dentro de poco y que quería acabar el viaje antes de que llegara el invierno. Lo último que deseaba era verme atascado en territorio de los bárbaros cuando las nieves cayeran sobre Europa.
—Cualquier época del año es igual de mala —dijo él en tono lúgubre.
—¿Has estado allí?
El centurión no me respondió inmediatamente.
—Sólo una vez en que a un necio tribuno se le ocurrió realizar una cacería de jabalíes en un terreno más emocionante.
No se refería a Camilo Justino, seguro. A éste nadie lo llamaría necio.
—Por supuesto —comenté—, un joven caballero con los galones senatoriales no se arriesgaría a la auténtica emoción de adentrarse tras la presa sin su escolta… ¿Tuvisteis algún problema allí?
—No, pero uno siente que si ha vuelto a casa sin haber topado con ninguno ha sido por pura suerte.
—Corre la sospecha de que el legado de la Decimocuarta podría haber cruzado el río.
—¿Gracilis? ¿Con qué objeto?
—Buscar a Civilis… o a Veleda, posiblemente.
De nuevo, se produjo un breve silencio.
—No creía que Gracilis fuera de esos…
—¿Cómo creías que era, pues? —inquirí.
Helvecio, un centurión de pies a cabeza, se limitó a soltar una risilla tras la barba, profusamente rizada al estilo militar.
—Es un legado, Falco. ¿Cómo quieres que sea? ¡Tan horrible como cualquiera de ellos!
Poco antes de llegar a los hornos, nuestra conversación volvió con cautela al asunto de los dos muertos. Helvecio me preguntó a qué venía tanto interés. Le conté que me había atraído el suceso porque había presenciado la discusión en Lugdunum. El centurión sonrió ligeramente. Me pregunté a qué venía su curiosidad. Tenía el rostro encajado, con una seriedad que daba a entender que su cabeza estaba en otra parte… en otra parte muy lejana. Sin embargo, después de otra pausa, cuando empezaba a pensar que el hombre no tenía nada más que comentar, rompió a hablar de improviso:
—Cuando encontramos los cuerpos no dije nada porque no te conocía, Falco, pero yo también había visto a los dos hombres con vida.
—¿Dónde?
—En Lugdunum, como tú.
—¿Estabas allí en misión oficial?
—Así debería haber sido. ¡El ejército sabe ser eficaz! Nuestro comandante tuvo una inspiración súbita e hizo que mi viaje tuviera dos… bueno, tres propósitos: un permiso en casa, reclutar hombres y hacer una visita de inspección a las tiendas de cerámica. Al menos, éste era el plan.
—¿Y qué sucedió? —pregunté, aunque podía figurármelo.
—Me presenté allí, pero no era preciso que perdiera el tiempo tomando notas de los fabricantes. Su excelencia, Gracilis, había pasado por el lugar antes que yo y había acaparado todo el negocio en nombre de todas las legiones de la Germania Superior y de la Inferior.
—¡Asombroso! —me maravillé—. ¡Qué sentido de la responsabilidad!
—¡Vaya botín, si se queda una comisión!
Helvecio debía de haber sacado sus propias conclusiones.
—¡Cuidado, centurión! ¿Y los dos alfareros negociadores?
—Igual que tú, los vi en plena bronca.
—¿Rodeados por una multitud?
—No; discutían con un tipo larguirucho de sonrisa burlona y con un par de rufianes. Más adelante, volví a ver al larguirucho.
—¿Dónde?
—En la carretera, el día anterior a que encontráramos los cadáveres en la cuneta.
Aquel detalle me pareció muy interesante. Recordaba al galo de risa despectiva, pero su presencia durante el viaje me había pasado inadvertida. Las cosas pintaban negras para Florio Gracilis. Le pedí a Helvecio que por el momento aquello quedara entre nosotros. El centurión me miró de soslayo.
—¿Entonces, te han enviado aquí para elaborar un informe sobre corruptelas?
En efecto, empezaba a producir esa impresión.
En la alfarería, hice las presentaciones y luego dejé que Helvecio explicara cómo había informado de las muertes en Cavilono. El magistrado, de más está decirlo, había mostrado muy poco interés.
Helvecio tuvo la discreción suficiente como para disimularlo mientras hablaba con el amigo del difunto, pero su tono de voz permitió que me hiciese una idea de lo que había sucedido… y de lo que no.
Los dejé solos, hablando todavía de Bruccio y su sobrino, y me dediqué a deambular admirando con ojos codiciosos los objetos de cerámica samia. Cuando Mordantico salió de la tienda, me preguntó si me había llamado la atención algo en particular.
—¡Todo! ¡Vuestra industria es excelente! —No eran meros cumplidos de compromiso: su cerámica estaba cocida con un color satisfactorio y presentaba unos diseños de excelente gusto, un brillo atractivo y un buen equilibrio en la mano—. Me quedaría con un buen servicio de mesa, pero el problema es mi absoluta falta de fondos.
—¿Cómo es eso? ¡Creía que tenías una novia rica! —La manera como lo dijo hizo que el chiste resultase aceptable incluso para un tipo susceptible y quisquilloso como yo. Por una vez, seguí la broma.
—¡Oh!, es su padre quien posee esas tierras feraces en las colinas de Alba Longa. Si estuvieras en su lugar, ¿permitirías que el fruto de tu cosecha pasara a manos de un patán como yo?
Además, tenía mi orgullo. No era sólo la esperanza de poseer a Helena lo que me empujaba a aquellas desquiciadas misiones para el emperador. También soñaba con poder vivir sin estrecheces algún día. Vivir en mi propia casa, en una mansión rodeada de senderos emparrados donde reinara la tranquilidad, espaciosa y llena de luz bajo la cual poder leer. Una casa en la que pudiera poner a envejecer un ánfora de buen vino a la temperatura adecuada para, más adelante, paladearlo con mi amigo Petronio Longo mientras filosofábamos en torno a una mesa de madera de arce cubierta con un mantel de lino de Hispania… y, tal vez, apurarlo en unas copas de loza samia, si ya estábamos hartos de bronces cincelados con escenas de caza y de cristales fenicios moteados de oro.
Conduje la conversación hacia otros temas más provechosos.
—Gracias por el mensaje. ¿Qué es eso de una mujer? Julia Fortunata se pondrá como una furia si Gracilis la ha estado engañando… ¡Por no hablar de la bronca que puede esperar de su mujercita, con el mal carácter que tiene!
—Bueno, no sé nada concreto… —Mordantico parecía turbado. Era muy satisfactorio observar el respeto con que las provincias miraban a Roma; el alfarero casi estaba avergonzado de confesar que uno de nuestros oficiales de alto rango había faltado al código moral romano—. No querría destruir la reputación del hombre…
—No habrá necesidad de que termines ante el juez, acusado de difamación —lo tranquilicé—. Tú limítate a decirme lo que has descubierto; yo seré quien saque las conclusiones difamatorias.
—Verás, uno de mis colegas me contó que una vez le preguntaron cómo podría Florio Gracilis ponerse en contacto con una mujer llamada Claudia Sacrata.
—¿Y eso es importante? ¿Debería haber oído hablar de ella?
Mordantico volvió a mostrarse decididamente apurado.
—Es una ubia de Colonia Agripinense. —El alfarero estudió una jarra como si acabase de advertir que el asa estaba algo torcida—. Se dice que tu general, Petilio Cerealis, tuvo una aventura con ella.
—¡Ah!
Yo tenía una imagen hecha de Cerealis y hasta aquel momento en ella no entraban las mujeres. En Britania, había estado al mando de la Novena Hispana. Al estallar la revuelta de Boadicea, había emprendido una marcha desesperada para prestar auxilio pero en un bosque había caído en una emboscada tendida por las tribus, lo cual significaba que la columna debía de avanzar sin que la adelantaran los oportunos exploradores. Petilio perdió allí un gran contingente de tropas y logró escapar por muy poco con unas cuantas unidades de caballería. Los restos de la Novena participaron en la batalla final contra la reina aunque, a diferencia de la Decimocuarta y de la Vigésima, tras la campaña Nerón no distinguió con honores a la legión. Según todos los rumores, la más reciente campaña del general para recuperar la Germania en poder de Civilis había estado salpicada de parecidos incidentes e imprudencias, de las que el general había salido bien librado pues tenía el don de la oportunidad para participar en todos los combates victoriosos y mantener su buena reputación siempre intacta.
Con una expresión totalmente neutra, comenté:
—En los relatos oficiales de sus victorias no se dice nada de una seductora… —Quizá porque era el propio Petilio Cerealis quien escribía tales relatos, pensé. Mordantico se dio cuenta de que hablaba en broma, pero no supo muy bien cómo reaccionar—. Probablemente, no tiene importancia —dije.
—¡Qué decepción! De todos modos, ¿por qué habría de visitar nuestro Florio Gracilis a esa belleza? ¿Para consolarla en su soledad, porque había sido enviado a Britania? Supongo que no podía llevarla con él. Si instalaba a su amante ubia en Londinio, en el palacio del gobernador de la provincia, la noticia no tardaría en llegar a Roma y se armaría un buen revuelo.
Una vez conseguida su provincia, Petilio Cerealis aspiraría ahora al consulado. Estaba emparentado con el emperador —por matrimonio— y éste tenía fama de hombre de estrictos valores tradicionales. Si bien era cierto que el propio Vespasiano tenía una amante desde que había enviudado, quienes aspiraban a sus nombramientos no se atrevían a imitarle.
—¿Acaso los ubios mantienen relaciones estrechas con los bátavos?
Vi que Julio Mordantico se retorcía de incomodidad.
—No es fácil responder a eso —me dijo—. Ciertos aliados de Civilis castigaron terriblemente a los ubios por simpatizar con los romanos, pero, aun así, había algunos de ellos combatiendo con los rebeldes contra las legiones…
—¡Un buen enredo! ¿Esa Claudia Sacrata conoce a Civilis?
—Posiblemente. Algunos parientes del rebelde viven en Colonia Agripinense.
—Lo cual podría explicar por qué Gracilis ha ido a verla. El tribuno sabe que esa mujer se relaciona con los altos círculos políticos de ambos bandos, de modo que podría saber dónde buscar a Civilis.
—Tal vez.
—También podría ser —sugerí en tono más jocoso— que, no contento con la amante oficial que se trajo de Roma, nuestro leal legado Florio Gracilis esté buscándose otra extraoficial. Y Claudia Sacrata encaja como candidata. Quizá el contacto con Claudia Sacrata es el aliciente tradicional para los hombres de púrpura en servicio activo en Germania. Quizá el nombre y la dirección de la mujer van detallados en la documentación, junto al destino y las primeras órdenes. Lo cual me deja sólo una pregunta pendiente, Mordantico. Dado que yo soy un mero gusano sin alcurnia, ¿a quién puedo preguntarle dónde vive esa Claudia?
El alfarero no quiso hacer comentarios sobre la posición social de la mujer, pero me dijo dónde encontrarla.
Lo cual me llevó a otra pregunta más: ¿cómo le explicaría a Helena Justina que me marchaba para visitar a la cortesana de un general?