—¡Por Tiw! —escupió el nombre celta de Marte—. ¡Bruccio y su sobrino asesinados en la Galia…!
—Lo siento —murmuré—. No será de mucha ayuda, pero en la fortaleza hay un centurión que se dirigía a Cavilono para entregar los cuerpos al magistrado local: él podrá decirte quién está a cargo del caso y qué ha sucedido. Por lo menos, el magistrado habrá dispuesto los funerales. Cuando Helena y yo volvamos, buscaré a ese centurión y lo mandaré aquí para que hable contigo. Se llama Helvecio. —Julio Mordantico asintió lentamente. Yo había estado hablando para darle tiempo a recobrar el dominio de sí. Cuando me pareció más calmado, le pregunté con cautela—: ¿Tienes idea de quién podría estar detrás de las muertes?
—¡Esos malditos egoístas de Lugdunum! —respondió el hombre de inmediato.
La acusación no me sorprendió; había visto que Lugdunum tenía mucho en juego con aquella industria. Me sentí obligado a advertirle que la acusación sería difícil de probar.
—¡Si asoman la nariz por aquí, no harán falta pruebas!
—¡No he oído nada! ¿Quieres explicarme qué sucede?
Mordantico había decidido que estábamos favorablemente dispuestos hacia él y la historia fluyó de sus labios sin tropiezos.
—Hoy en día las cosas no resultan fáciles —comenzó—. El comercio ha ido mal. Dependemos de los militares para mantener la actividad, pero con tantos problemas recientes… —Su voz se desvaneció por un instante. Helena y yo evitamos entrometernos en cuestiones de simpatías locales, pero el alfarero se percató de nuestra discreción—. ¡Oh! Desde luego, estamos del lado de Roma, os lo aseguro. Existe una estrecha relación entre nuestra ciudad y la fortaleza. —El hombre hablaba en tono didáctico, como un líder local que tiene que justificar alguna festividad peculiar mediante una clara referencia histórica—. Estamos completamente a favor de la presencia de las legiones aquí, en el Rin. El general romano, Petilio Cerealis, se expresó muy claramente cuando llegó: Roma ocupaba esta región a invitación de nuestros antepasados, que recurrieron a ella a causa del acoso de que eran objeto por otras tribus que empujaban en busca de nuevos territorios. Si Roma se marchara, las tribus al este del Rin invadirían esta orilla y lo arrasarían todo.
Sobre todo, pensé para mí, porque las tribus de la ribera occidental estaban consideradas ahora como colaboracionistas.
—Entonces, ¿no os lleváis bien con ellos? —intervino Helena.
—No. Civilis y su gente pueden haber apelado a la libertad, pero no les importamos más de lo que les importaban nuestros antepasados a los suyos. Lo que quiere Civilis es reinar sobre las naciones más ricas de Europa. A su pueblo le gustaría abandonar las marismas bátavas e instalarse en nuestros prados, mucho más generosos. La única independencia germana en la que creen es su propia libertad para invadir lo que les dé la gana.
Consideré que su opinión era parcial. Por ejemplo, durante mis investigaciones en Roma entre los documentos relativos a la rebelión había descubierto que Augusta Treverorum, la capital tribal más próxima, había sido la cuna de Julio Tutor y de Julio Clásico, dos de los jefes rebeldes más exaltados después de Civilis, de modo que los sentimientos en la comarca estaban más desatados de lo que nuestro amigo quería reconocer. De todos modos, no culpé a Mordantico por adoptar la posición más favorable a sus intereses. Cambié de tema.
—Lo que presencié en Lugdunum olía a comercio, más que a política. Supongo que existe una fuerte rivalidad profesional entre vosotros y los galos. ¿Tiene que ver con vuestro comercio con los militares?
El hombre asintió, aunque a regañadientes.
—Todavía es una incógnita quién obtendrá el contrato para las nuevas legiones de la fortaleza. El propio gremio de Lugdunum está amenazado por un gran consorcio instalado en la Galia meridional. Bruccio y yo intentamos convencer al nuevo legado para que mantenga el contrato con los artesanos locales.
—Ese nuevo legado al que te refieres, ¿es Florio Gracilis?
—El mismo. El otro legado juega un papel mucho menos destacado.
—Sí, sus tropas han sido reclutadas de la marina y son bastante inseguras. De modo que tu pueblo ya tuvo la franquicia anteriormente, cuando las legiones que ocupaban la fortaleza eran la Cuarta y la Vigesimosegunda, ¿no?
—¡Y con razón! Nuestros productos son de calidad comparable a los de Italia o la Galia y, evidentemente, la distribución es más fácil.
Si allí había una alfarería viable, Roma habría estimulado una industria local financiándola con dotaciones oficiales, sin duda, durante las viejas campañas de Druso y de Germánico. Una vez establecida la producción local y convencida su gente para que se ganara la vida trabajando para las legiones, sería difícil cambiar el rumbo de las cosas. Pero Roma nunca se había dejado llevar por las simpatías.
—¿Son competitivos vuestros precios? —inquirí.
El me miró con aire reprobatorio.
—¡El presupuesto que hemos presentado a las legiones está muy ajustado! En cualquier caso, no tenemos costos de transporte. Me niego a creer que Lugdunum pueda presentar una oferta mejor.
—A menos que haga trampas. ¿Gracilis ha sido comprensivo con vosotros?
—Nunca nos ha contestado abiertamente. Creo que nuestras súplicas no lo impresionan en absoluto.
—¿Crees que ha sido sobornado? —pregunté, ceñudo. Mordantico se encogió de hombros. Era uno de esos comerciantes sumamente cautos que jamás se comprometen hablando mal de aquellos con los que quizá se vean obligados a tratar más adelante, pero me pareció que esta vez el hombre tendría que adoptar una actitud más firme—. Afrontemos los hechos, Mordantico —insistí—. Florio Gracilis llegó la primavera pasada cruzando la Galia por la misma ruta que yo he seguido. El legado tiene una esposa joven que, probablemente, quería una nueva vajilla para fiestas y lo arrastró hasta el barrio de los alfareros de Lugdunum. Es posible que ya estuviera sobornado por vuestros rivales antes incluso de su llegada. Ya lo sabías, ¿verdad? Esos peces gordos de Lugdunum tenían bien atado al legado.
Sin responder directamente, Mordantico comentó:
—Los alfareros de aquí decidimos hacer un último esfuerzo por aclarar las cosas; Bruccio fue elegido portavoz de todos y lo enviamos para que intentase alcanzar un compromiso. Hay negocio para todos, pero esos estúpidos de Lugdunum son unos codiciosos. Ya tienen un comercio floreciente en la Galia y todos los encargos para las legiones de Britania, así como las de Hispania. Y, desde los puertos del sur, exportan a todo el golfo de Liguria y la costa balear. —Hablaba como quien ha estudiado detalladamente las posibilidades comerciales—. Siempre les ha irritado que estuviéramos en el lugar oportuno y, después de la rebelión, han visto la ocasión de abrir mercado aquí.
—Así pues, parece que Bruccio y su sobrino hicieron cuanto pudieron, pero no obtuvieron colaboración alguna. Me dio la impresión de que las cosas estaban al borde de la violencia, pero tus amigos no mostraban ningún daño físico cuando los vi cenando la noche que los mataron. Supongo que se habían dado por vencidos frente a los competidores de Lugdunum y se disponían a regresar con la mala noticia. Aunque esto significa —añadí, pensativo— que todavía sigue en el aire quién se llevará el contrato.
—¿Por qué dices eso? —inquirió Helena.
—¿Para qué matar a nadie, si Lugdunum estaba seguro de que el futuro comercio era suyo? Para mí que los alfareros de la Galia pensaron que Bruccio podía resultar peligrosamente convincente. Con las legiones del Rin a las mismas puertas de las tiendas y ese influyente legado a su alcance cada día, él y sus colegas podían representar una grave amenaza. Ésta es la razón de que eliminaran a los negociadores. Alguien siguió a Bruccio y a su sobrino lo bastante lejos como para que los magistrados no pudieran relacionarlos con Lugdunum y les dio muerte en un lugar donde nadie los reconociera.
—Pero, ¿por qué? —preguntó Mordantico—. Aquí quedamos muchos alfareros más.
—¡Por el motivo más viejo del mundo! Matar a dos de vosotros o, mejor aún, hacerlos desaparecer sin dejar rastro, intimidará al resto.
—¡De ninguna manera! —declaró él con expresión tensa—. ¡No nos daremos por vencidos! ¡No permitiremos que se salgan con la suya!
—Eres un hombre decidido, pero te lo advierto: algunos no tardarán en asustarse de las amenazas. No olvides que son alfareros con esposas que no quieren enviudar. Alfareros preocupados por el futuro de sus familias numerosas si se quedan sin medios de subsistencia. Alfareros que creen que la vida tiene algo más que ofrecer que una disputa interminable que tal vez no logren ganar jamás.
—¡Pero es un acto criminal! —se enfureció Helena—. Roma no debería ni siquiera dar la impresión de aceptar esta clase de prácticas comerciales. ¡El legado debería demostrar su desaprobación descartando por completo a Lugdunum y adjudicando a Moguntiacum todos los contratos que haya en concurso!
Le dirigí una sonrisa por mostrarse tan apasionada.
—Por lo que he oído de Florio Gracilis, no podemos fiarnos de su moralidad. Sé que anda desesperadamente corto de fondos.
—¿Qué quieres decir? ¿Que acepta sobornos? —Los esfuerzos de sus padres por darle una vida abrigada y protegida habían tenido éxito en parte pero, desde que nos conocíamos, Helena había aprendido lo suficiente como para no sorprenderse de ninguna insinuación—. ¿Pretendes insinuar que Gracilis es un corrupto, Falco?
—Esa sería una acusación muy grave. No es eso lo que digo. —Al menos, por el momento. Me volví hacia el artesano—. Verás, Julio Mordantico: trabajo para el emperador. Tus problemas no deberían ser asunto mío, pero podrían interferir en lo que he venido a hacer.
—¿Y cuál es tu misión? —inquirió el alfarero, curioso.
No vi ninguna razón para ocultarle la verdad.
—Principalmente, establecer contacto con Civilis. Se desconoce su actual paradero, pero creo que el legado podría estar buscándolo. También podría ser que Gracilis haya salido tras la pista de Veleda, la profetisa de los brúcteros.
—¡Si ha cruzado el río, es un estúpido! —Mordantico me miró como si estuviera loco sólo por sugerirlo.
—No digas eso. Puede que pronto tenga que cruzarlo yo también.
—En ese caso, te espera un viaje turbulento. Y me atrevería a decir que Gracilis puede darse por muerto.
—Es posible que viaje de incógnito.
—Un oficial romano sería reconocido de inmediato, ¿tiene esto algo que ver con los contratos? —preguntó Mordantico, testarudo.
—No; sólo tiene que ver con la gloria política de Florio Gracilis. Pero significa que tú y yo tenemos un interés compartido. Aunque me gusta hacer promesas, si por casualidad tropiezo con él quizá encuentre una ocasión para comentarle el problema de los contratos, y puede que lo convenza de que hablo en nombre de Vespasiano. —Por alguna razón, la mención al emperador dio resultado. Debería haberlo esperado, en una ciudad que rendía tributo a Nerón con una columna cívica. Mordantico se mostró tan agradecido como si estuviera estampando mi rúbrica en el propio contrato de los cuencos legionarios—. ¿Puedes ayudarme a concertar un encuentro, Mordantico? ¿Sabes algo de los movimientos recientes del legado o dónde podría encontrar a Julio Civilis?
El alfarero negó con la cabeza, pero prometió hacer más indagaciones. Todavía parecía perplejo. Dejamos que fuese a comunicar lo sucedido a sus dos colegas. No envidié su triste tarea; él mismo me había dicho que los ausentes tenían familia e hijos pequeños.