La luz había asomado tras una recia contraventana del norte de Europa hasta alcanzar mi lecho, cómodo y desordenado. Esta vez no habíamos dormido mucho rato, pues todavía estábamos entrelazados de una manera que hacía que fuese bastante difícil.
—Gracias, señora. Necesitaba una cosa así.
—Yo también. —Para tratarse de una chica recatada, podía ser muy franca. A mí, que había crecido entre mujeres cuya conducta desvergonzada rara vez iba acompañada de sinceridad en la cama, aquello me desconcertaba siempre. La besé.
—¿Qué se supone que he de decirle a tu hermano?
—Nada. ¿Por qué habrías de decirle algo? —su respuesta se parecía más a lo que esperaba de una chica: una absoluta falta de ayuda. Helena me sonrió—. Te quiero, Marco.
—Gracias, pero… ¿vas a perdonarme por no recordar tu aniversario?
Parecía buen momento para abordar el tema. Bien pensado, Falco: ella tenía intención de montar una bronca al respecto, pero se impuso su sentido de la justicia.
—No sabías que lo era. —Hizo una pausa—. ¿Verdad?
—¡Claro que no! ¡Deberías saberlo…! —Alargué la mano y, tras un ligero retraso causado por su dulzura y su proximidad, logré coger el collar de ámbar que había comprado a Dubno, el buhonero, en la barcaza del vino.
Aquello me recordó… que tenía que hacer algo respecto a Dubno. ¿Por qué los pensamientos más cruciales lo interrumpen siempre a uno en el instante más inoportuno? Hasta aquel momento me había olvidado alegremente del buhonero ubio, por no hablar del plan para valerme de él en mi búsqueda de Veleda.
Ahora, con Helena Justina entre mis brazos, la perspectiva de adentrarme en los bosques bárbaros me resultaba insoportable.
Dejé que inspeccionara la sarta de cuentas y su leve brillo antes de atarlo en torno a su cuello.
—Te queda bien… sobre todo, sin nada más encima.
—¡Causará sensación la próxima vez que me inviten a una fiesta! Es precioso… —La visión de Helena sin otra cosa encima que el regalo de aniversario me incitó a proseguir la reconciliación, sobre todo porque había conseguido mantener intacta nuestra unión física incluso mientras alargaba la mano hasta la mesilla de noche—. Debes de estar exhausto, Marco…
—He dormido muy bien.
—¿Tal vez temes haber olvidado cómo se hace? —se burló ella con ironía, pero aceptó mis atenciones. Helena supo ser indulgente después de recibir un collar bien escogido de un precio prohibitivo—. ¿O sólo habías olvidado lo bueno que es?
—¿Olvidado? Encanto, cuando me dejas solo, ¡el problema es que me acuerdo demasiado bien!
Por alguna razón, estas palabras que pretendían sobre todo ser tranquilizadoras tuvieron tal efecto en Helena que respondió con lo que podría ser un sollozo, aunque bien disimulado.
—¡Oh… abrázame… tócame…!
—¿Dónde?
—Aquí… allá… ¡por todas partes!
En la casa, cerca de la alcoba, algo cayó al suelo con un sonoro estrépito.
Algo muy grande. Una estatua de proporciones de museo o un jarrón enorme.
No se oyeron voces pero, al cabo de un segundo, escuchamos unos piececillos desesperados emprendiendo la huida.
—¡Es un crío! —dije, desconcertado.
—¡Oh, me había olvidado! ¡Juno…!
Helena fue la primera en alcanzar la puerta. La niña escapaba por el largo pasillo, dejando tras de sí los añicos gigantescos. Por desgracia para ella, huía en dirección a nosotros.
Lo que había derribado y roto era una espectacular vasija de doble asa con figuras negras que pretendía pasar por una crátera de vino del período medio helénico. Casi lo conseguía, pero yo había sido educado por expertos y sabía reconocer una falsificación aunque fuera una pieza de alta categoría mejor incluso que la original (y más costosa). La crátera se exhibía sobre la peana donde a mi llegada a la casa había escrito «Falco estuvo aquí» en el polvo para fastidiar a los criados del tribuno. Su tamaño era suficiente para que un empleado de la Tesorería guardara en ella sus ahorros y, probablemente, se trataba del objeto más caro que poseía Camilo Justino. Tal vez la primera pieza de la colección que formaría a lo largo de su vida.
—¡Alto! ¡Detente de inmediato!
Helena Justina era capaz de dejarme clavado donde estaba cuando quería, y no tuvo problemas con una chiquilla de ocho años. Sin embargo, fue la responsable del desaguisado quien inquirió:
—¿Qué haces aquí?
Aquel aire rudo y desafiante me resultó familiar.
—¡Escapar de ti! —gruñí, pues aquélla debía de ser la presencia inoportuna que había encontrado roncando en la alcoba de Helena un rato antes. Avancé con grandes zancadas hacia los restos y levanté del suelo un fragmento curvo. Odiseo, con una barba prominente en forma de pica, disfrutaba siendo tentado por una mujer; ésta tenía un tobillo efectivamente tentador, pero el resto de la figura había desaparecido hecha añicos.
Me volví, irritado, y contemplé a la chiquilla. Tenía un rostro feúcho y una expresión impertinente, con cinco o seis pequeñas trenzas atadas juntas con una fina cinta en lo alto de la cabeza. Mi cerebro pugnó por determinar quién era aquel pequeño desastre barrigudo y qué relación tenía conmigo. Porque era evidente que se trataba de un retoño de mi familia. Sólo los dioses sabían cómo había llegado la niña a la Germania Superior, pero la identifiqué como miembro del extenso clan de los Didio antes incluso de que se lamentara.
—Sólo estaba jugando… ¡se ha caído solo!
Me llegaba hasta la cintura y vestía una túnica que debería de haber sido decente, pero que se había remangado de tal modo que llevaba el trasero al aire. Aquello me bastó para saber al instante de quién se trataba. Era Augustinilla. Un nombre rebuscado, pero una personalidad muy franca, insolente hasta la médula. La chiquilla era la hija más impresentable de Victorina, mi hermana más odiada.
Victorina era la mayor de mi familia, la maldición de mi infancia y mi peor vergüenza social desde entonces. De pequeña había sido una niña terca que siempre moqueaba y llevaba el taparrabo a medio mástil en torno a sus rodillas llenas de costras. Todas las madres de las cercanías habían advertido a sus hijos que no jugaran con nosotros porque Victorina era muy violenta; pero Victorina los obligaba a jugar con ella de todos modos. Cuando creció un poco, sólo jugaba con los chicos. Y siempre había muchos. Nunca he podido entender por qué.
De todos los niños traviesos que podían haberse entrometido en mi tierno reencuentro con Helena, tenía que ser precisamente una hija de ella…
—¡Tío Marco no lleva nada encima!
Era cierto. Si iba desnudo, se debía a que la túnica que se había puesto Helena mientras corría hacia la puerta era la mía. Con un buen collar de ámbar como complemento, la indumentaria parecía muy incongruente y aumentaba la impresión de que en la habitación se estaba produciendo una bacanal. Los ojos acusadores de la niña se volvieron también hacia Helena, pero ante ésta fue lo bastante prudente como para abstenerse de comentarios. Era más que probable que Augustinilla hubiera presenciado muy de cerca el modo en que Helena Justina se había quitado de encima al salvaje cabecilla de los bandidos.
Adopté una pose atlética. Fue un error. Exhibir los músculos aceitados de un cuerpo escultural puede quedar muy bien en un estadio bañado por el sol a orillas del Mediterráneo, pero en un pasillo doméstico a media luz y en mitad de Europa, ir desnudo sólo hace que uno se sienta helado. Con el ánimo sombrío, aguardé a que Helena pronunciara la orden de costumbre: «Es tu sobrina; encárgate de ella».
En efecto, lo dijo. Y solté mi ruda respuesta de costumbre.
Helena intentó que la niña no advirtiese que estaba irritada.
—¡Tú eres el cabeza de familia, Marco!
—Sólo sobre el papel.
Ser el jefe de nuestra familia era tan agobiante que el auténtico ostentador del título, mi progenitor, había abandonado a sus parientes y había cambiado de identidad por completo para evitar tan penosa tarea. Ahora, el papel me correspondía a mí. Ello explica por qué no me trataba desde hacía tiempo con mi padre, el subastador. Probablemente, también explica por qué no sentí escrúpulos en dedicarme a una profesión que la mayor parte de Roma desprecia. Estaba acostumbrado a que me maldijeran y me tratasen con desprecio; mi familia llevaba años haciéndolo. Y ser un informante privado tenía la gran ventaja de la clandestinidad y de que me permitía alejarme de casa.
Quizá en todas las familias sucedía lo mismo. Quizá la idea del dominio patriarcal era mantenida por un puñado de legisladores ilusos que no tenían hermanas o hijas a su alrededor.
—Tú la has traído; puedes tomarte el gusto de darle una azotaina —repliqué con frialdad a Helena, sabedor de que ella jamás pegaría a un niño.
Entré de nuevo en la habitación. Me sentía deprimido. No estando casados, no había ninguna razón para que Helena se ocupara de mis parientes; si lo hacía, era un presagio de la intensa presión que había empezado a temer.
Como esperaba, tras unas breves palabras apresuradas a las que siguió una respuesta sorprendentemente sumisa de parte de Augustinilla, Helena entró y empezó a explicar:
—Tu hermana tiene problemas…
—¿Cuándo le han faltado a Victorina?
—Calla, Marco. Problemas de mujeres.
—Pues sí que es una novedad; normalmente, su problema son los hombres.
Suspiré y le dije que me ahorrara los detalles. Victorina siempre había sido una quejica en lo que a sus entrañas se refería. Su vida agitada debía de haber forzado su organismo intolerablemente, sobre todo después de su matrimonio con un necio revocador de paredes que sobrepasaba a cualquier roedor de Roma en su capacidad para engendrar hijos horribles en rápida sucesión. De todos modos, nunca le desearía la cirugía a nadie. Menos aún esas dolorosas manipulaciones con fórceps y dilatadores que, según mis vagos conocimientos, se infligían a las mujeres, rara vez con buen resultado.
—Escucha, Marco, los niños estaban siendo repartidos entre la familia para dar ocasión a tu hermana de recuperarse, y en la lotería te tocó Augustinilla… —¡La lotería…! ¡Un apaño descarado!—. Como nadie sabía dónde estabas…
Aquello había sido premeditado.
—Como no lo sabían… ¡te lo preguntaron a ti! Augustinilla es la peor de la camada. ¿No podía quedársela Maya? —Maya era mi única hermana medianamente soportable, lo cual la perjudicaba cuando los demás teníamos problemas y necesitábamos acudir a alguien.
—Maya no tenía más sitio. ¿Y por qué ha de ser siempre Maya la que cargue con todo?
—¡Me parece estar oyéndola! Pero sigo sin entender por qué has tenido que traer aquí a la mocosa.
—¿Qué querías que hiciese con ella? —replicó, enfurruñada. Podría haberle dado unas cuantas sugerencias, pero me mordí la lengua. Helena me siguió mirando, ceñuda—. En realidad, no quería reconocer ante nadie que estaba recorriendo Europa detrás de ti.
Lo que quería decir era que se había negado a confesar que se había marchado de casa después de una riña. Le dirigí una sonrisa.
—¡Me encantas cuando te veo en aprietos!
—¡Oh, cállate! Yo me ocuparé de Augustinilla —me aseguró—. Tú tienes suficiente que hacer. Justino me ha hablado de tu misión.
Me senté en la cama, maldiciendo en voz baja. Con uno de los hijos malcriados de Victorina rondando por la casa, no pensaba quedarme en ella bajo ningún concepto. Helena, por supuesto, estaría muy cómoda allí, como una decente matrona romana. Hasta los ambiciosos vuelos de libertad de mi dama tendrían que quedar limitados al interior de una fortaleza militar.
Helena se colocó a mi lado mientras cambiaba mi túnica por otra suya. Cuando se pasaba la prenda por la cabeza, la acaricié de manera automática.
—Hablar contigo es como entrevistar a un ciempiés para un empleo de masajista… —La cabeza pasó por la abertura—. ¿Qué tal va tu misión? —preguntó, mirándome fijamente.
—He hecho algunos progresos.
Me tocó el turno de empezar a vestirme y a Helena el de hacer insinuaciones, pero no aprovechó la oportunidad, aunque emplee toda la lentitud posible en volver a tomar posesión de mi túnica. Evidentemente, ya me había divertido bastante. La pasión que Augustinilla había interrumpido no se reavivaría por el momento.
—¿Cuántos progresos, Marco? ¿Has resuelto algo?
—No. Sólo me he cargado con nuevas tareas: buscar el rastro de un comandante desaparecido del que nadie ha sabido nada…
—Este lugar debe de ser ideal para seguir rastros de sospechosos. Me refiero a que una fortaleza es una comunidad cerrada.
Solté una carcajada irónica.
—¡Oh, sí! ¡Una comunidad cerrada de sólo doce mil hombres! El individuo ha ofendido a toda su legión, y no sólo eso, sino que tiene una esposa hostil, una amante entrometida, numerosos acreedores, gente de la comarca…
—¿Qué gente? —preguntó Helena.
—Además, ha estado buscando la pista del rebelde al que yo persigo. —No me pidió detalles acerca de Civilis; Justino debía de haberla informado la noche anterior—. Y da la impresión de que estaba metido en disputas sobre ciertas franquicias militares.
—Eso suena a que las cosas se le podían torcer fácilmente si no se iba con mucho tiento. ¿Qué franquicias eran esas?
—No estoy seguro. Bien, por ejemplo, las piezas de alfarería.
—¿Alfarería?
—Servicio de mesa de arcilla roja, probablemente.
—¿Para el ejército? ¿Hay mucho en juego?
—Piensa en ello. Cada legión tiene seis mil hombres, cada uno de los cuales necesita su cuenco para cereales y su jarra, además de los cazos y las fuentes de cocinar para cada tienda de diez hombres. Además, vajillas completas para los centuriones y oficiales, y los dioses saben qué más para la suntuosa mansión del gobernador provincial. Se supone que las legiones se cuidan bien. Para el ejército, sólo lo mejor. La alfarería samia es fuerte, pero se rompe con el trato descuidado, de modo que siempre habrá que reponerla.
—¿Y debe traerse desde Italia o desde la Galia?
—No. Tengo entendido que existe una industria local.
Helena pareció cambiar de tema.
—¿Encontraste el frutero para tu madre?
—¿De modo que era un frutero lo que quería? —repliqué con aire inocente.
—¡No se lo has comprado!
—Lo has adivinado.
—¡Supongo que ni siquiera lo has buscado!
—¡Lo he buscado muy bien! Eran demasiado caros. Seguro que mamá no consentiría que me gastara tanto.
—¡Oh, Marco, eres terrible! Dices que existe una industria local; será mejor que me lleves allí a comprarle uno —decidió Helena—. Luego, mientras escojo tu regalo, puedes dedicarte a tus indagaciones.
Helena Justina no perdía nunca el tiempo. Abandonado a mis propios recursos, habría desperdiciado media semana ayudando a su hermano en la encuesta oficial sobre la muerte del soldado. En cambio, Justino actuaba en solitario. Apenas conseguí hablar con él brevemente sobre otro tema, para pedirle que hiciera buscar al buhonero y lo encerrara en una celda.
—¿Qué ha hecho?
—Deja eso en blanco en la orden de detención. Sólo necesito hablar con él. No se trata de lo que ha hecho sino de lo que va a hacer.
Para entonces, Helena ya se había enterado de dónde encontrar las mejores cerámicas de Moguntiacum y, casi sin tiempo para engullir el desayuno, me encontré escoltando su silla de manos fuera de la fortaleza. De todos modos, no protesté demasiado. Aún tenía que comunicar a Justino que mi sobrina había roto la crátera y no conseguía dar con la manera de exponerle el desastre.
Helena y yo salimos de la fortaleza a última hora de la mañana. El otoño hacía sentir su presencia: el aire mantenía un frío desapacible varias horas después del amanecer y la humedad se pegaba a las hierbas marchitas en las cunetas del camino. Por todas partes había telarañas que me hacían parpadear cuando mi caballo pasaba bajo las ramas bajas. Una de las veces, Helena se asomó de la litera riéndose de mí, pero se encontró también apartando los sedosos filamentos que se adherían a sus pestañas. Me empeñé en ayudarla, pues era una buena excusa para detenernos.
El barrio de los alfareros de Moguntiacum era poca cosa en comparación con el enorme recinto que Xanto y yo habíamos visitado en Lugdunum. Había claros signos de que la empresa germana pugnaba por competir con sus rivales de la Galia, quienes se habían apoyado en la fábrica original de Arretino para darse un nuevo impulso. En Moguntiacum, los artesanos no contaban con el soporte de una industria madre. Sus productos a la vista eran de calidad comparable, pero los alfareros parecían sorprendidos de ver clientes. En realidad, el mayor de los talleres estaba cerrado y atrancado.
Cerca de él encontramos otro que se hallaba abierto. Su propietario era un tal Julio Mordantico. Muchos celtas asentados adoptan nombres aristocráticos como Julio o Claudio. Al fin y al cabo, si uno pretende prosperar, ¿cómo va a elegir un nombre que suene a pobre artesano? En todo el Imperio, muy pocos bárbaros romanizados de segunda generación se llaman Dido, aparte de un par de muchachitos hijos de madres de extrema belleza que viven en lugares por los que mi hermano mayor, Festus, ha pasado alguna vez.
Helena no tardó en comprar un plato impresionante para mamá… y, además, a un precio que sólo me hizo fruncir el entrecejo levemente. A continuación, hizo amistad con el alfarero, explicó que había venido a visitar a su hermano, el tribuno, y pronto condujo la conversación hacia las legiones en general. Se mostró refinada, graciosa… y profundamente interesada en el trabajo del hombre. Éste la consideró maravillosa. Lo mismo pensaba yo, pero me callé. Cuando hube pagado el plato, me apoyé en la pared sintiéndome de más.
—Supongo que haréis mucho comercio con la fortaleza —comentó Helena.
—¡No tanto como nos gustaría, últimamente! —El alfarero era bajo y tenía una cara ancha y pálida. Cuando hablaba, apenas movía los músculos de la boca y ello le daba un aspecto rígido, pero sus ojos eran inteligentes. Su respuesta a Helena había sido arrancada por un sentimiento muy intenso, pues su carácter normal parecía más cauto. El hombre deseaba abandonar el tema militar.
Me separé de la pared mientras Helena continuaba hablando.
—Confieso que ignoraba que en Germania se hiciese cerámica samiana. ¿Vuestra especialidad está limitada a Moguntiacum o se extiende a la comarca, entre los tréveros?
—Toda la zona comprendida entre Augusta Treverorum y el río produce alfarería.
—¿Debo pensar que os va bien? —apuntó ella.
—En los últimos tiempos notamos cierta crisis.
—Sí, hemos visto el puesto de tu colega, ése que está cerrado. ¿Se debe a la depresión o el dueño se ha marchado de vacaciones de otoño?
—¿Julio Bruccio? Está en viaje de negocios —respondió, y al instante una sombra cruzó su rostro. Yo tuve una nefasta premonición cuando inquirí:
—¿A Lugdunum, por casualidad?
Helena Justina se retiró de la conversación de inmediato y se sentó en silencio. El artesano también había percibido mi tono.
—Pasé por Ludguno en mi camino hasta aquí —le expliqué sin rodeos. Respiré lentamente, torciendo la boca—. Ese Bruccio, ¿no sería un hombre robusto de unos cuarenta y tantos, que viajaba con un compañero más joven, pelirrojo y con una buena cantidad de verrugas?
—Su sobrino. Parece que los viste en algún lugar del camino…
Julio Mordantico ya estaba visiblemente preocupado. El retraso en el regreso de sus amigos debía de haberlo dispuesto para las malas noticias, pero posiblemente no tan malas. Fui breve. Cuando le hablé de la pelea que había presenciado en Lugdunum y de cómo había encontrado los cuerpos más tarde, soltó una exclamación de protesta y se cubrió el rostro.
Helena le acercó una silla de mimbre. Lo ayudamos a sentarse y lo sostuve por el hombro con una mano mientras el hombre intentaba encajar la noticia.