XXX

Había transcurrido buena parte de la noche. Desperté sudoroso, y enseguida comprendí lo que debía haber hecho.

—¿Has dormido bien? —Helena seguía allí, de todos modos.

—Me dijiste que me relajara… Ahora estoy despierto —dije, tratando de que mis palabras resultaran insinuantes.

Ella se limitó a reírse de mí y se acurrucó contra mi hombro.

—A veces, cuando trato de ser amistosa contigo, me siento como Sísifo empujando su roca montaña arriba.

Me reí con ella.

—Ya sé… Justo cuando la ha subido más arriba de lo que nunca había conseguido, le entra ese picor terrible en el hombro que le obliga a rascarse y…

—No, ése no es tu caso —protestó ella—. Tú encontrarías algún modo ingenioso de meter una cuña bajo la roca.

Me encantó su extravagante fe en mí.

De pronto, rodé encima de ella y la inmovilicé con una presa. A continuación, cuando ella se puso tensa esperando algo enérgico, la besé con tanta dulzura que se sintió abrumada.

—Encanto —le dije—, eres la única persona que no tendrá que preocuparse jamás por ser amistosa conmigo.

La miré a los ojos y sonreí. Ella cerró los párpados. A veces le fastidiaba que viese la profundidad de sus sentimientos. La besé una vez más, con deliberada intensidad.

Cuando ella me miró de nuevo, sus ojos eran de un castaño intenso y estaban llenos de amor.

—¿Por qué te has levantado de la mesa durante la cena, Marco?

—No me gustan las historias en las que peligrosos bandidos retienen como rehenes a mujeres que me importan.

—¡Ah, ese bandido era un encanto! —susurró en tono burlón.

—Seguro que supiste manejarlo.

—¡Tengo cierta práctica con cascarrabias que creen saberlo todo de las mujeres! —se burló ella, pero su cuerpo se estiraba bajo el mío tan tentadoramente que apenas podía concentrarme. De pronto, se quedó inmóvil—. ¿Te importo?

—Sí.

—¿Me has echado de menos?

—Sí, querida…

Cuando me disponía a la agradable tarea de mostrarle hasta qué punto, ella murmuró con inquietud:

—Empieza a amanecer, Marco. Tengo que irme.

—Me parece que no puedo permitirlo…

Durante un instante más, noté su resistencia. Insistí, dándole a entender que si aún quería que lo dejáramos, la decisión era cosa únicamente suya. Después, Helena olvidó los reparos de vivir en casa de su hermano y fue toda mía una vez más.