—¿Otra vez metido en riñas, Falco?
Dulce medicina, viniendo de ella. Helena vestía una túnica de lana de largas mangas y unos pendientes de azabache bastante melancólicos. Sus cabellos oscuros y sedosos estaban recogidos con peinetas a ambos lados de la cabeza, quizá con más cuidado del habitual, y percibí su perfume a dos pasos de distancia. Sin embargo, su aspecto era de tensión y de agotamiento después del viaje (o tal vez después de presenciar la agresión de que había sido objeto).
No me sentía de humor para galanterías.
—Supongo que te ha gustado verme en apuros, ¿no?
—He enviado gente a ayudarte.
—¿Gente? ¡Me has mandado un barbero!
—Pues parece muy capaz.
—Eso no podías saberlo… ¡Creo que ni él mismo lo había descubierto!
—Déjate de cuentos. Ha sido la primera persona que he encontrado… ¡Te esperábamos para cenar! —refunfuñó ella, como si con eso quedara cerrado el tema.
Eché la cabeza hacia atrás y comenté a los dioses:
—¡Bien, parece que las cosas han vuelto a la normalidad!
Después de pasar un tiempo separados, entre Helena y yo siempre saltaban aquellos chispazos. Sobre todo cuando nos reencontrábamos en presencia de extraños. Para mí, era un modo de retrasar el momento en que tendría que reconocer que la echaba de menos. Para Helena, ¿quién sabe? Por lo menos, después de hablar conmigo advertí en sus ojos un brillo que no lamenté en absoluto haber visto.
Su hermano había traído a Xanto al interior de la casa y nos conducía a todos a una sala de visitas. Por suerte, se había abstenido de proponer a su colega tribuno que entrara un momento para presentarle a la noble recién llegada, de modo que nos ahorramos el horror de tener que contemplar los alardes de Macrino. Hicimos que Xanto se quedara con nosotros para felicitarlo y aplaudirlo tras el terrible trance.
Pasamos al comedor, donde nos esperaba una cena que, era evidente, llevaba algún tiempo servida. Para entonces, ya me sentía lo bastante calmado como para atenerme a la buena educación. Habría querido acercarme a Helena y besarla en la mejilla, pero ella se dejó caer en el diván de su hermano en un gesto concluyente. Estaba fuera de mi alcance, so pena de ofender a Justino invadiendo el lugar de la mesa reservado al anfitrión. Aquello me irritó. No podía acercarme a saludarla y temía que ella lo interpretase como indiferencia.
Me excusé un momento para asearme; un poco de sangre, pero sobre todo polvo. Cuando regresé, me había quedado sin entremeses, mi plato favorito, y Helena estaba regalando a la audiencia con extravagantes historias de su viaje. Comí en silencio, tratando de no prestar atención. Cuando llegó al episodio en que se salía la rueda del carromato y el jefe de los bandidos montañeses la raptaba para pedir rescate, me levanté con un bostezo y me dirigí a mi habitación.
Una hora después, aproximadamente, volví a salir. La casa había quedado en silencio y busqué en sus entrañas hasta dar con Xanto, que estaba acostado y escribiendo en su diario. Después de viajar con él, sabía que el barbero llevaba un libro de aburridísimas anotaciones acerca del periplo.
—¡Por lo menos, «el día que maté al soldado» dejará sobrecogidos a tus nietos! Y prepárate para una nueva emoción: ésta es la noche en que por fin me vas a afeitar como es debido.
—¿Piensas salir?
—No. Pienso quedarme.
Xanto ya había saltado de la cama y empezaba a desembalar su equipo, aunque parecía poco impresionado por la propuesta que acababa de hacerle. El vino de la cena lo había calmado hasta el extremo de la absoluta insensibilidad.
—¿Acaso ese encuentro con la muerte te ha hecho prometer que dedicarías tu perilla a los dioses en una píxide de alabastro, Falco? ¡No estoy seguro de que las hagan lo bastante grandes! —Dejé que me sentara y me envolviera en una fina capa de batista, pero no respondí a la pulla—. ¿Qué prefiere el señor? ¿Linimento depilatorio? Utilizo una agradable pasta blanca de parra, y nunca recomiendo a mis gentiles clientes que prueben ese extraño ungüento que parece sangre de murciélago…
El barbero estaba regodeándose más de lo que yo podía tolerar.
—Bastará con la navaja. —La superstición me hizo desear que no utilizara la misma que había empleado antes.
—¿Seguro? Puedo aplicarte piedra pómez molida o realizar una depilación con pinzas, pelo a pelo. Lo que tú prefieras. Te aseguro que te has descuidado mucho. Probablemente, lo mejor sería quemar todo eso con betún…
Estoy seguro de que esto último era una broma.
—Lo que deje mi piel más suave. Y también quiero un corte de pelo… pero déjame algunos rizos. Sólo disimula un poco las greñas más visibles.
Xanto me puso en la mano un espejo de cobre grabado como quien ofrece un sonajero a un bebé para que se calle. Procedí a describir lo que quería, a sabiendas de que los barberos nunca atienden. Un informante privado precisa tener cierta terquedad.
—¡Por Júpiter, Falco! ¿A quién tratas de impresionar?
—Ocúpate de tus asuntos.
—¡Oh! —Xanto escupió en la piedra de afilar—. ¡Ya comprendo! —Incluso él cayó en la cuenta, finalmente. Su normal afán de complacer se convirtió en la complicidad procaz que encontraba por todas partes en aquel tema—. ¡Tú sí que vas a hacer un buen trabajo ahí fuera! —Muy a menudo, recordé con pesimismo, aquél era también el tono de Helena Justina—. Esto requiere mi navaja de acero noricano.
En su favor diré que sacó todo lo posible del poco prometedor material que había puesto en sus manos. Nunca me habían rasurado más a conciencia y con menos incomodidad, e incluso el corte de cabello se ajustaba casi perfectamente al estilo de ligero desaliño con el que me sentía más a gusto. Después de años de adivinar con sutileza los deseos de los emperadores, Xanto era capaz de medir a su cliente con la precisión que cabía esperar de un barbero que se arriesgaba a ser enviado al verdugo público si cortaba el rizo que no debía.
Para lo que sirvió, Xanto podía haberse ahorrado la molestia. Aun así, me atrevo a decir que no era la primera vez que pasaba horas preparando a alguien para una cita que se frustraba.
Con un escozor en la barbilla y envuelto en una nube de ungüentos turbadores, me colé discretamente en la mejor habitación de invitados de la casa sin dejar de repetirme que todo se arreglaría cuando pudiera encontrarme con Helena a solas y dedicarle mis atenciones de enamorado. Estaba impaciente por verla y sentía la necesidad apremiante de restablecer las relaciones normales con ella.
No tuve suerte. Había un cirio encendido, pero la amplia estancia se hallaba en penumbra. Me detuve un momento para acostumbrar los ojos a la poca luz e intenté pensar un inicio de conversación suave por si mi amada estaba reclinada sobre los cojines de plumón, leyendo un par de odas ligeras mientras me esperaba impaciente… Pero no tenía objeto. Helena no se encontraba allí. La cama alta con su estructura de conchas de tortuga, el cubrecamas con flecos y el escabel delicadamente tallado estaban vacíos. En cambio, en un catre de un rincón roncaba una figura menuda y encogida, probablemente una esclava que Helena había traído consigo como doncella.
¡Mejor para mí! ¡Ni hablar de una reunión apasionada con una sirvienta por mirona! Evoqué la época en que Helena nunca permitía que una esclava se quedase en su alcoba por la noche si yo andaba cerca.
Volví a salir. Al cerrar la puerta, las emociones contenidas me atenazaron. Ella tenía que haber sabido que acudiría allí. Por tanto, su ausencia debía de ser deliberada. Helena seguiría charlando con Justino, llenando de miedo su ánimo sencillo con aquellas historias de ruedas rotas y bandoleros, volviendo una vez más a los asuntos familiares, poniendo en orden la carrera de su hermano… cualquier cosa que le ahorrara tener que enfrentarse a mí. Seguía enfadado por el modo en que había desaparecido de Roma, pero deseaba con todas mis fuerzas acostarme con ella.
Decidí llevar mi extravagantemente afeitada persona a la ciudad y emborracharme a conciencia.
La indignación me llevó hasta la misma puerta de la casa. Entonces recordé que Moguntiacum tenía costumbres de ciudad pequeña y miras estrechas. No había ningún local abierto donde pasar un rato salvo los habituales tugurios, demasiado sórdidos para mi gusto. Además, se me hizo insoportable la perspectiva de intentar trabajar al día siguiente con la cabeza como un saco de harina de avena, después de una noche de charla anodina con una buscona en una taberna cuando había esperado pasarla con Helena. Con el ánimo abatido, permanecí un rato sentado en el jardín de Justino, pero éste no era muy amante del campo y el lugar no resultaba el mejor para sumirse en reflexiones. El perro del tribuno me encontró y se encaramó al banco para mordisquear el borde de mi túnica, pero incluso el banco estaba cubierto a medias de musgo húmedo y el animal no tardó en saltar al suelo y perderse en la oscuridad. Yo también me retiré a mi habitación.
Estaba de espaldas a la puerta y acababa de quitarme la túnica, demasiado limpia y buena para dormir con ella, cuando alguien entró en la estancia.
—¡La mejor visión de la espalda de un duende de los bosques desnudos que he tenido el privilegio de ver!
Helena.
Habiendo sufrido ya un ataque aquel día, me volví en redondo con un sobresalto. En los ojos cálidos y valorativos de Helena brilló una sonrisa cuando, en un intento de recato, bajé la túnica que tenía en las manos. Su sonrisa siempre tenía un efecto irresistible sobre mí.
—¡Esto es una habitación privada, señora!
—¡Magnífico! —replicó ella. Noté que me sonrojaba, pero adopté una expresión desdeñosa que no le sirvió más que de acicate—. Hola, Marco —murmuró. Yo no dije nada—. He supuesto que querías verme.
—¿Qué te ha dado esa idea?
—Un intenso olor a lociones en mi dormitorio —respondió ella, olisqueando la atmósfera del mío. Maldije a Xanto. Me había embadurnado de ungüentos de tal manera que un sabueso podría haber seguido mi rastro desde el estrecho de las Galias hasta Capadocia.
Helena ladeó la cabeza y me observó. Había cerrado la puerta y apoyaba su espalda en ella como para impedirme la huida. Encajé la mandíbula.
—¿Qué tal está Tito?
—¿Cómo voy a saberlo?
—¿Y bien, qué trae entonces a una joven refinada y elegante a estas tierras agrestes?
—Alguien a quien he seguido.
Helena tenía el don de conseguir que la acción más desquiciada pareciera una respuesta lógica a algún absurdo desaire por mi parte.
—¡Tú me dejaste! —la acusé con voz grave.
—¿Y qué tal por Veii?
—Veii es una pocilga. —De pronto, sin ninguna razón aparente, me sentía cansado.
—¿Son atractivas sus viudas?
Como esperaba, su tono de voz insinuaba pelea. Entonces comprendí por qué me sentía derrotado.
—Hay quien así lo cree.
—Estuve hablando con una —insistió Helena con acritud—. Insinuó que tu viaje allí fue un éxito rotundo.
—Esa viuda miente.
Helena me miró. Éramos amigos por una buena razón: nos conocíamos lo suficiente como para emprender una riña memorable, pero también sabíamos concedernos una tregua.
—Eso mismo pensé yo —respondió ella en un susurro—. Pero, ¿por qué, Marco?
—Por celos de que la rechazara y volviese a tu lado. ¿Y qué hacías tú en Veii?
—Intentaba dar contigo.
El enfado entre nosotros se disolvió definitivamente.
—Pues ya me has encontrado —murmuré.
Helena Justina cruzó la estancia hacia mí con un aire decidido para el que todavía no estaba del todo preparado, aunque pronto lo estaría.
—¿Qué se propone, señora?
—Nada que no vaya a gustarte… —dijo y me arrancó la túnica de la mano.
Por puro orgullo, intenté un comentario irónico:
—Te advierto que no me gustan las mujeres con iniciativa…
—Falso. Te gustan las chicas que parecen saber exactamente lo que estás pensando… y no les importa.
Aun así, hubo un pálpito de incertidumbre. Helena retrocedió, y yo fui tras ella.
Noté su calor físico antes incluso de que sus brazos desnudos se enroscaran en los míos. Había cambiado la ropa de lana que antes le había visto puesta por otra más ligera. Sólo con que desabrochara dos prendedores la vaporosa prenda se deslizaría hasta el suelo y dejaría accesible todo su cuerpo. Los prendedores parecían muy fáciles de abrir. Posé las manos en sus hombros como si dudase entre mantenerla a distancia o estrecharla contra mí. Mis pulgares encontraron los broches automáticamente.
Helena dio un paso para apartarse de mí y el gesto nos condujo sin esfuerzo a la cama.
—¡No se ponga tan nerviosa, señora!
—No me asusto tan fácilmente.
—Pues debería…
—¡Oh, deja de fingir que eres un tipo duro! —Helena conocía muchas cosas de mí y las que no sabía, las intuía—. No eres ningún asesino a sueldo; sabes ser afectuoso…
Sí, me sentía afectuoso. Tan afectuoso que no podía pensar en nada más. Aterrizamos sobre la cama y dejé que tomara la iniciativa. A ella siempre le gustaba organizar las cosas y en aquel momento me gustaba todo lo que le gustara a ella. Por aquel día, ya había tenido suficientes problemas. Ahora Helena Justina estaba entre mis brazos, y en el más amoroso de los estados; tenía todo lo que quería y estaba dispuesto para cualquier cosa.
Ella se puso cómoda, abrió las sábanas, se quitó los pendientes, se soltó el cabello, apagó la lámpara.
—¡Relájate, Marco!
Me relajé. Me relajé por completo. Todas las inquietudes de mi cerebro agitado se calmaron. Me apreté aún más contra Helena y suspiré profundamente mientras mis manos recorrían lentamente su piel familiar, reencontrándose con sus secretos. La abracé y cerré los ojos con gratitud. Después, hice lo único que se podía esperar de un hombre en aquellas circunstancias.
Me quedé dormido.