XXVII

Eran tres. Un trío de soldados bajaba tambaleándose por la Via Principalis envuelto en un aroma dulzón a cerveza de cebada reciente, lo bastante embriagados como para resultar peligrosos y no lo suficiente como para poder con los tres yo solo.

Al principio pensé que era simple torpeza. Los tres se habían interpuesto en mi camino, obligándome a detenerme, como si fueran chiquillos maleducados que ni siquiera repararan en mi presencia. Pero a continuación, sin dejar de tambalearse, se separaron para reagruparse de inmediato y me encontré uno a cada lado y el tercero a mi espalda.

La experiencia, que me puso en guardia al instante, me salvó la vida. No llegué a ver el puñal, pero advertí el movimiento del brazo de uno de los hombres. Lo esquivé por muy poco, chocando contra otro de los asaltantes, pero agarré a éste por detrás y lo apreté contra mí. Por un instante, me sirvió de escudo humano mientras daba media vuelta. Las cerdas de su barba me rascaron la mejilla y percibí su aliento ácido. El momento de seguridad pasó, pues el hombre representaba una amenaza mucho mayor si se revolvía contra mí a aquella cortísima distancia. Aflojar la presión con que lo agarraba podía ser fatal, pero retenerlo era tan arriesgado que casi opté por un billete de ida en la barca que cruzaba la Estigia.

El soldado se desasió. De algún modo, adiviné sus pensamientos y aproveché la oportunidad para retroceder unos pasos. A mi espalda, bastante cerca, quedaba la tapia de una casa que me ofrecía cierta protección. El instinto me dijo que me refugiara contra ella, pero allí estaría perdido si los tres asaltantes me atacaban a la vez. Conseguí lanzar un grito, pero no lo bastante fuerte.

Después, estuve demasiado atareado para repetirlo. Había mucho personal en los alrededores, pero el incidente estaba perfectamente tramado para que pareciese que no sucedía nada fuera de lo normal. ¿Quién podía esperar un asalto justo frente a las viviendas de los oficiales? Es más, ¿quién espera ser asaltado?

La respuesta era muy fácil: yo. Siempre y en todo lugar, yo estaba preparado para lo peor. Gracias a los dioses, aquel trío de asesinos había dado por sentado que yo regresaría a casa silbando y embobado. Habían pensado cogerme totalmente desprevenido, pero se habían llevado una sorpresa.

Rápidamente, traté de hacerme cargo de la situación. Podía ver la escena gracias a la abundante luz que salía de una ventana abierta en la planta superior de la casa del tribuno. En los primeros momentos del ataque había cruzado ante aquella ventana la sombra de alguien que se movía por la estancia. Dirigí una mirada hacia allí con la esperanza de atraer la atención, pero no vi rastro de vida.

Mi mano ya empuñaba con firmeza el puñal. Dejar que lo desenvainara había sido un grave error. Todavía jadeaba por lo sorpresivo del primer asalto, pero estaba en pie y me sentía ágil. Aun así, las perspectivas parecían sombrías. Con cada finta que hacía con la daga, intentaba acercarme un poco más al pórtico del tribuno. Pero tenía pocas posibilidades de alcanzarlo. Cada vez que uno de mis atacantes lanzaba una puñalada, yo quedaba expuesto a los otros dos mientras la paraba. Por lo menos, se limitaban a emplear las dagas; desenvainar espada habría despertado demasiada curiosidad pública. Mientras íbamos de acá para allá, esquivándonos y parándonos golpes, los tres soldados seguían soltando risotadas y dándose codazos para producir la impresión de que todo era un poco de juerga entre amigos.

No tuve ocasión de pedir ayuda. Había conseguido acercarme un paso más a la puerta, pero me estaba quedando encerrado entre dos de ellos y la pared, mientras el tercer soldado cubría mi posible huida por el otro lado. Era momento de pedir auxilio, pero tenía la boca tan seca que no pude hablar.

Casi sin pensarlo, me lancé sobre el hombre que estaba solo; después, cambié de dirección y embestí a los otros dos con ferocidad. Los aceros chocaron con un chirrido que me dio dentera.

Volaron unas chispas. Estaba tan concentrado que apenas advertí el grito de una mujer desde las remotas profundidades de la casa del tribuno. Elevé un brazo hacia el cielo y escuché el hierro rascando la piedra de la pared a mi espalda. La luz procedente de la casa aumentó y distinguí los rostros de mis atacantes con más claridad. Otra sombra entró y salió de mi vista, pero estaba demasiado ocupado para gritar.

Mi daga hizo blanco en alguna parte, pero torpemente. Retorcí el hombro, recuperando el arma, al tiempo que uno de los dos hombres soltaba una maldición y se ponía a saltar a la pata coja. Los sucesos se estaban haciendo demasiado públicos. El segundo asaltante estaba decidido a marcharse. El tercero tenía más valor… o menos seso. Se echó sobre mí. Yo solté un rugido de irritación. Y entonces, justo cuando ya no podía seguir resistiéndome a los tres a la vez, la puerta de la casa del tribuno se abrió de golpe. Una silueta, dibujada en negro por la luz que salía de atrás, apareció en ella. La figura no correspondía a Justino y era demasiado delgada para tratarse de los guardias. Fuera quien fuere, la silueta algo siniestra se deslizó hacia nosotros desde la puerta.

Ocupado en defenderme de mis atacantes mientras intentaban una última y feroz acometida, apenas pude observar qué sucedía. La sombra pasó junto a mí, se enfrentó a uno de los soldados y echó la cabeza hacia atrás con un gesto desconcertante. El soldado se dobló sin un gemido y cayó al suelo de una forma que resultaba inconfundible. Hubo un momento de estupor. Los dos sobrevivientes escaparon con la rapidez de soldados que sabían lo que habían presenciado. Yo también lo sabía, aunque me costaba de entender.

No había tiempo para persecuciones y, de todos modos, estaba demasiado exhausto. La guardia del tribuno apareció en aquel instante con antorchas, seguida por Justino. Se armó un gran revuelo, que pronto se redujo ominosamente cuando la luz dejó a la vista el cuerpo sin vida.

Era una muerte espantosa. La cantidad de sangre era increíble. La cabeza del soldado había quedado casi separada del cuerpo por la acción de una hoja aún más afilada que un arma militar.

Me volví hacia el autor de aquello. Allí seguía, inmóvil, con el arma sujeta todavía en el gesto cotidiano. Uno de los hombres del tribuno hizo un tímido intento de quitársela, sin conseguir gran cosa. Le faltó valor para insistir. Otro guardia levantó lentamente una tea, como si temiera iluminar algo sobrenatural.

No hubo tal suerte. Lo único que vimos fueron los ojos vidriosos y enloquecidos de un turista cuya última aventura le había dejado asombrado de su propia valentía y de su ingenio.

—¡Xanto!

¡Oh, dioses! Ahora, alguien iba a tener que responder a preguntas delicadas antes de que el desventurado trotamundos pudiera recuperar su pasaporte y fuera autorizado a volver a casa.