XXV

De regreso en la casa, nos aguardaban noticias.

—Ha venido una mujer preguntando por ti, Marco Didio.

—¡Un mensaje así debe ser tomado con cautela! —me reí. Justino me miró con severidad. Si quería parecer un amigo de confianza de Helena, la petulancia era una mala respuesta. Y estábamos hablando demasiado de camareras y demasiado poco del tipo de temas elevados que suele darse entre los senadores. Sin embargo, no podía evitar que el joven Justino no estuviese acostumbrado a mí. Su hermana sí lo estaba, y había tomado una decisión—. ¿Quién es esa matrona?

—Julia Fortunata, Marco Didio.

Advertí que Justino daba un respingo al escuchar el nombre. Levanté una ceja.

—Déjame adivinar… Esa mujer está relacionada con Gracilis, ¿verdad?

—Entonces, has oído algo… —murmuró el tribuno, tratando de ser discreto delante de los criados.

Los criados eran suyos, no míos.

—Menia Priscila me dijo esta mañana que Gracilis alardea de tener una querida en alguna parte. ¿Se trata de ella? Acudir a la fortaleza de manera tan pública parece extraño. Me pregunto qué querrá con tanta urgencia. ¿Sabes dónde vive?

—Creo que sí —respondió Justino, aún cauteloso—. Dicen que Gracilis la ha instalado en una villa no lejos de aquí…

Le propuse acompañarme para romper la rutina, si tenía la tarde libre. Vaciló un instante y luego gritó a un esclavo que fuese a buscar nuestras capas.

Tuvimos que salir por la puerta Decumana y dirigirnos hacia el sur. Una vez dejamos atrás la pendiente del exterior de la puerta, se hizo la paz. Aparte de la amplia curva que trazaba el río, la cuadrada fortaleza a nuestra espalda continuó siendo el rasgo más destacado del paisaje. Este, cosa infrecuente en aquella parte del río, carecía de los riscos y de los pasos estrechos que abundaban corriente abajo. El terreno era llano y bajo, con las riberas salpicadas aquí y allá de amarraderos naturales o construidos por el hombre, aunque estaba claro que no eran tierras pantanosas. Abundaban allí los árboles de gran tamaño, que con frecuencia ocultaban a la vista los cursos del Rin y del Meno.

Justino me condujo por una vía que me permitió admirar el monumento a Druso, un placer que no dejé que nos entretuviera mucho rato. Nunca me habían emocionado los monumentos en recuerdo de héroes oficiales muertos hacía mucho tiempo. Apenas le eché un vistazo.

Aproximadamente una milla más adelante se alzaba un fortín que protegía un poblado que, según Justino, se consideraba las canabae oficiales de Moguntiacum. Julia Fortunata tenía alquilada una casa en el extremo más próximo del asentamiento. Para una mujer de su posición, el lugar no era muy seguro. El Rin casi podía olerse en la distancia. No obstante, paralela a nuestra orilla del río, corría una carretera militar que conducía río arriba hacia Argentorato y Vindorisa y aquel puesto de guardia proporcionaba una protección de primera instancia si surgía algún problema.

Era una villa de campo con aspecto esencialmente romano, a pesar de las habituales diferencias provinciales en la distribución y un tamaño muy reducido en comparación con las enormes heredades de Italia. Entramos por un sendero cubierto de hierba que corría entre el granero y el estanque de los patos, dejamos atrás unos manzanos, tomamos un atajo por un establo vacío, evitamos un cerdo suelto y llegamos por fin a una casa con columnata.

Dentro se abría un salón cuadrado, germánico, con un hogar en el centro, donde el clima mediterráneo, más suave, habría permitido un atrio abierto y una piscina. Julia Fortunata había impuesto un meticuloso estilo romano: colgaduras de colores refinados, divanes adornados con volutas, estatuillas griegas de atletas y luchadores distribuidas con gusto, una mesilla con una pequeña librería de rollos en cajas de plata. También había toques llamativos: insólitos festones de tela púrpura y múltiples lámparas de bronce con hojas de acanto.

Cuando apareció, la mujer me tendió la mano con calma, ceremoniosamente, aunque Justino y yo sabíamos que estaba impaciente por vernos. Julia Fortunata habría sido una esposa adecuada para un funcionario de alta posición, si la fortuna no hubiera hecho que sus antecedentes familiares fueran buenos, pero no lo bastante. Mientras que la joven esposa, Menia Priscila, poseía dinero y arrogancia, Julia tenía que conformarse con cultura y educación, pues carecía de los privilegios sociales que concedía en Roma la pertenencia a una familia con antepasados ilustres y décadas de acumulación de riquezas. La mujer habría podido casarse con un funcionario de aduanas y haber sido la reina de alguna ciudad pequeña durante el resto de su vida pero, ¿qué mujer de carácter fuerte podría desear verse reducida a una respetabilidad insulsa y deprimente?

Si Gracilis tenía la edad que yo pensaba —alrededor de cuarenta—, Julia Fortunata debía de ser mayor, al menos lo suficiente como para que se notara. Justino me había contado que la relación entre los dos duraba desde antiguo: había sobrevivido al primer matrimonio del legado y daba la impresión de poder resistir al segundo. Julia Fortunata acompañaba a Gracilis a todos sus destinos. Cualquiera que fuese el lugar de Italia o Europa al que el hombre llegaba quedaba entendido que la dama aparecería, se instalaría a una distancia que facilitara las visitas y proporcionaría al legado lo que normalmente le daba. Hacía mucho tiempo que el arreglo había dejado de resultar escandaloso. Parecía una vida pobre para ella, sobre todo si Florio Gracilis era, como yo había deducido, un personajillo patético. Sin embargo, éste es el precio que pagan las mujeres refinadas por un vínculo senatorial.

Julia Fortunata era bastante alta e iba vestida con una túnica de un tejido de suaves tonos malva grisáceo. No era una gran belleza, pues tenía un rostro anguloso y un cuello que mostraba su madurez; los tobillos, que había cruzado al sentarse para hablar con nosotros, resultaban terriblemente huesudos. No obstante, tenía estilo. Sus manos elegantes arreglaron la estola que lucía. Su porte era distinguido y su actitud al recibir a los visitantes era de gran calma y compostura. Se trataba de una rara avis, una matrona independiente, decidida, dueña de sí misma y refinada.

—Señora, soy Didio Falco y éste es Camilo Justino, tribuno mayor de la Primera Adiutrix.

Puesto que Justino se movía en el círculo social de la mujer, creí conveniente que tomara la iniciativa de la conversación, pero el joven tribuno permaneció callado a mi lado, como un mero observador. Julia Fortunata nos contempló a los dos: Justino, con su túnica blanca de marcados pliegues y una ancha banda púrpura, más silencioso y serio que la mayoría de los de su rango; yo, diez años más viejo que él en edad y cien en experiencia. Por fin, decidió dirigirse a mí.

—Gracias por darte tanta prisa en devolverme la visita. —Su voz era cultivada y firme, perfectamente acorde con el marcado estilo de sus ropas de colores apagados y de sus joyas, que eran pocas pero llamativas: un atrevido brazalete de origen oriental y dos enormes discos de oro batido como pendientes. Incluso sus sandalias tenían un diseño interesante. Julia Fortunata era una mujer que escogía las cosas personalmente y tenía cierto gusto por las insólitas—. ¿Es cierto que estás llevando a cabo una especie de investigación?

Hice un gesto de asentimiento, pero no me extendí en detalles.

—¿Cómo es que has acudido a la fortaleza preguntando por mí? Debo reconocer que me ha sorprendido mucho.

—Era un asunto urgente. Supongo que si estás investigando algo que afecta a mi viejo amigo Florio Gracilis, agradecerás cualquier ayuda.

Intenté inquietarla un poco.

—Menia Priscila piensa que su marido puede estar contigo.

—¿Que Menia Priscila piensa? —La pregunta relampagueó como una brillante inundación de vino derramado que nos hizo dar un respingo—. Me temo que Florio no está aquí.

Sonreí. Y comprendí qué atraía al legado a aquella casa. Allí, uno siempre sabía el terreno que pisaba.

—¿Hace mucho que lo conoces?

—Diez años. —Una ligera sequedad en su tono de voz daba a entender que podíamos considerar la relación como algo más que superficial y esporádica.

Intenté sonsacarle algo más concreto.

—¿Y cómo son las relaciones entre los dos? —pregunté.

—Cordiales —respondió ella con firmeza.

Abandoné el tema. No había razón para ser grosero. Todos estábamos al corriente de la situación.

—Julia Fortunata, soy un emisario de Vespasiano. He sido enviado a la Germania Superior por otros motivos, pero cualquier circunstancia extraña que se produzca mientras me encuentro aquí podría estar relacionada con ellos, de modo que precisa ser investigada. Tienes razón: agradecería cualquier información sobre el paradero de Gracilis. Puedes hablar con toda libertad.

La mujer permaneció callada un momento, contemplándome candorosamente. Soporté su mirada hasta que ella llegó a una conclusión e indicó que nos sentáramos.

Julia tenía muy pensado lo que diría y lo hizo de forma muy concisa y sin necesidad de insistirle. Gracilis se había esfumado por completo y su amiga estaba preocupada en extremo. Había pedido verme porque consideraba que «otras instancias» estaban tomándose el asunto demasiado a la ligera, o bien sabían algo y estaban involucradas en una acción encubierta. Era inconcebible que Gracilis se marchara a alguna parte sin advertírselo a ella con antelación.

—¿Incluso comenta cuestiones militares?

—Siempre con la debida reserva, desde luego.

—Desde luego —asentí. A mi lado, el probo Justino hizo un esfuerzo por contener su desaprobación—. Dime, ¿Gracilis estaba preocupado por algo en especial?

—Florio es un hombre concienzudo y meticuloso. Se inquieta por cualquier cosa.

Así pues, el legado era un manojo de nervios, un hombre que incordiaba a sus soldados y exasperaba a su esposa, sin duda, aunque diez años de relaciones debían de haber enseñado a su amante a no hacer mucho caso de su agitación. Me dije que tal vez el papel de Julia Fortunata en la vida de Gracilis había sido siempre el de tranquilizarlo y levantarle la moral.

—¿Por cuáles en concreto, últimamente? ¿Puedes ponerme ejemplos?

—¿Desde que llegamos a Germania? En términos generales, la situación política. Teme que Petilio Cerealis haya sido destinado a Britania demasiado pronto y que el sometimiento de los rebeldes sólo se encuentre a medio completar. Tiene la sensación de que se están cociendo nuevos problemas.

Julia Fortunata hablaba de política como un hombre. Me pregunté si Gracilis sería tan ágil de pensamiento como ella, o si más bien confiaba en su amante para organizar debidamente sus ideas. Con todo, al escucharla me di cuenta de que el hombre había analizado la situación como debía hacerlo un comandante y, por primera vez, tuve cierta sensación de que Gracilis actuaba con autoridad y buen juicio. Desde luego, Julia era una buena influencia.

—¿Cómo estaban sus relaciones en la fortaleza?

—Era muy consciente de que la Decimocuarta posee casi toda la experiencia y es superior en gran medida a la otra legión.

En una nueva muestra de tacto que ya no nos sorprendió, dirigió un leve gesto de disculpa a Justino por el menosprecio de la Primera. Él le devolvió la sonrisa con pesar.

—¿Alguna cosa más? ¿Preocupaciones económicas?

—Nada fuera de lo corriente.

—¿Problemas con su esposa?

—¡Oh, creo que Gracilis sabe encargarse de eso!

De nuevo, la mujer se permitió un tono ligeramente amargo y despreciativo, aunque siempre controlado. Julia Fortunata sabía que estaba en posición de fuerza.

—¿Otras mujeres? —apunté con ligereza. Con aire reprobatorio, evitó responder—. Entonces, ¿qué es lo que más le inquietaba, últimamente? ¿Algo relacionado con los rebeldes, por ejemplo?

—Lo cierto es que comentó conmigo la teoría de que el caudillo Civilis se negaría a aceptar la derrota y probablemente trataría de conseguir apoyos otra vez.

—¿Tenía alguna prueba?

—Ninguna firme.

—¿Había decidido hacer algo al respecto? —añadí con una sonrisa.

—Su intención es terminar la tarea que Petilio Cerealis dejó pendiente. Gracilis es ambicioso, por supuesto. Acabar con Civilis mejoraría su posición en Roma y le granjearía la gratitud del emperador. Sin embargo, hasta donde estoy enterada, no tiene una sola pista de la que partir.

Para un enviado que también necesitaba mejorar su posición y recibir el agradecimiento imperial, la noticia era muy estimulante.

—¿Y ese interés del legado se extiende a Veleda?

—Nunca he oído que la mencionara. —La declaración parecía un acto de lealtad. Probablemente, el legado estaba tan fascinado por la famosa profetisa como cualquiera.

—De modo que Gracilis no ha emprendido ninguna acción y, por lo que sabes, tampoco tiene planes inmediatos, ¿no es eso?

—El legado estaba prevenido ante la posibilidad de problemas. Es todo lo que puedo decir. Aparte de esto —añadió resueltamente, como si considerara que ya nos había facilitado suficiente información como para que unos profesionales empezaran a actuar—, Florio Gracilis muestra un profundo interés en todo lo que afecta a la fortaleza, desde la calidad del suministro de grano hasta la franquicia de los cuencos en los que comen los soldados.

—Después de la conmoción de la guerra civil, deben de estar renegociándose muchos contratos de suministros, ¿verdad? —pregunté con aire pensativo.

—Sí. Como acabo de decir, a Gracilis le gusta seguir de cerca todos los detalles.

¡Por supuesto que sí!, pensé para mí.

—¿Y qué opinión tienen de él los proveedores?

—¡Yo diría que es evidente! —replicó Julia Fortunata con acritud—. Los que consiguen beneficios aplauden su buen juicio; los que salen perdiendo tienden a refunfuñar.

Sentí un cosquilleo de excitación mientras me preguntaba si los ganadores de los contratos se lo agradecerían al legado con algo más material que unos aplausos… o si alguno de los rechazados lo acusaría de ser poco justo. Procuré enfocar el asunto con palabras medidas.

—¿Estás al tanto de algún problema en sus tratos comerciales recientes que pueda tener alguna relación con la desaparición?

—No. —Creo que Julia sabía a qué me refería—. No ha dejado ninguna pista.

Aprecié que su preocupación por Gracilis era mucho más profunda de lo que sugería su tono mesurado, pero la mujer era demasiado orgullosa —no sólo en lo referente a sí misma, sino también a Gracilis— como para hacer exhibición de otra cosa que de aquel frío autocontrol.

Dejé que fuera ella quien cerrase la entrevista, con la promesa de ponerse en contacto si se le ocurría algo más que pudiera servirnos de ayuda. Julia Fortunata era de esas mujeres que seguían preguntándose qué habría podido ocurrirle a su amante hasta que diese con la respuesta.

Esperé que no fuera la que ella temía. Era probable que el legado resultase un ser despreciable, pero su amante me caía bien.

Durante el trayecto de vuelta a Moguntiacum, Justino me preguntó:

—¿Cuál es tu veredicto?

—Una mujer de carácter fuerte atada a un hombre que no lo tiene. ¡Lo normal, como diría tu cáustica hermana!

El joven tribuno mayor ignoró por completo la referencia a Helena.

—¿Nos lleva a alguna parte ese interrogatorio?

—Tal vez sí. Apostaría a que tiene algo que ver con Civilis.

—¿De veras?

—Bien, o se trata de eso, o su señoría se ha enredado en un chanchullo con el proveedor de forraje para la caballería o en algún proyecto imprudente con los contratistas de cerámicas. Como cuestión de prestigio patriótico, preferiría que fuera rehén de algún peligroso rebelde, a enterarme de que, finalmente, al muy estúpido le han roto la cabeza con una cazuela para gachas de cerámica roja.

Camilo Justino sonrió con su gesto lento y reflexivo.

—Yo creo que me inclino por la cazuela —respondió.