Estos gratos sucesos habían ocupado suficiente parte de la mañana como para decidirme a regresar a casa del tribuno, donde habíamos acordado reunirnos para el almuerzo.
—Te debo una copa, de modo que te invito a comer fuera. Me han recomendado una taberna que llaman la Medusa…
Justino me miró alarmado.
—¡Nadie que yo conozca frecuenta ese lugar!
Supuse que se debía a que sus amigos eran tipos demasiado cultivados y le expliqué la razón de la visita. A Justino le gustó participar en la investigación y no puso más reparos. Camino de la taberna, me preguntó por el progreso de mis averiguaciones.
—Acabo de tener otro encuentro con la Decimocuarta. Dicen que su comandante está ausente en misión oficial, lo cual es difícil de refutar. Pero algo raro sucede. La reacción de los oficiales ha sido ridículamente excesiva.
Lo puse al corriente de la actitud amenazadora de la Decimocuarta hacia mí. Justino era demasiado joven para guardar un recuerdo detallado de los sucesos de la rebelión de Britania, de modo que tuve que relatarle toda la lamentable historia de cómo la Segunda Augusta había quedado privada de gloria. Justino bajó la cabeza. Además de tener por invitado en su casa a un hombre amenazado, probablemente se sentía tan poco impresionado por la contribución de mi legión a la historia como la mayoría de la gente.
La Medusa era menos atractiva de lo que había esperado, aunque no tan maloliente como había temido. Tenía el aire de un establecimiento abierto toda la noche que, durante el día, permanecía sólo medio despierto. En realidad, no había en Moguntiacum ningún local que abriera toda la noche; la atmósfera amodorrada de la Medusa a la hora del almuerzo era sólo el resultado de una gestión negligente. Las mesas estaban pegadas a las paredes desconchadas como hongos adheridos a viejos árboles, y las vinagreras eran recipientes grotescos e informes de cerámica de baja calidad. El lugar estaba lleno de soldados toscos y de sus hábiles gorrones. Pedimos el plato del día con la idea de que quizá estuviese recién preparado. Vana esperanza.
Hacía el calor suficiente como para pensar en sacar la mesa fuera, al aire libre.
—¡Ah, albóndigas! —exclamó Justino por cortesía cuando llegó la comida, pero advertí que perdía interés rápidamente—. Parece conejo…
En realidad, las bolas de carne parecían los restos, toscamente picados, de una mula de carga rendida de agotamiento que hubiera muerto de sarna y de pena.
—No es preciso preocuparse por los condimentos que hayan podido usar para darle sabor; no parece que hayan empleado ninguno…
Cruzó por mi mente el pensamiento de que la noble madre de mi acompañante, Julia Justa, quien ya tenía una mala opinión de lo que le había hecho a su hermosa hija, no me miraría con mejores ojos si acababa con su hijo en un antro como aquél.
—¿Te encuentras bien, Falco?
—¡Sí, sí, muy bien!
No era frecuente la presencia de tribunos en el local. Nos atendió el dueño en persona, probablemente porque pensó que veníamos de inspección (una tarea que a ninguno de los dos nos gustaría llevar a cabo demasiado a fondo). Al cabo de un rato, nos envió una camarera a preguntarnos si necesitábamos algo. La oferta no tenía nada que ver con la comida o el vino.
—¿Cómo te llamas? —pregunté, fingiendo interés.
—Regina.
Al oír el nombre, Justino se revolvió animadamente, aunque no por las razones que la muchacha creía. Yo le había contado que así se llamaba la novia del esclavo desaparecido del legado desaparecido.
—¡Una reina! —exclamé, vuelto hacia Justino, con un tono pícaro que me resultó increíble. A la muchacha le encantó. Pedí otra media jarra y dije a Regina que acercara un vaso para ella.
—No parece que le importe entretenernos —murmuró Justino mientras la muchacha iba a buscar ambas cosas. Parecía inquietarle que pudiéramos entrar en un terreno de dudosa moralidad fingiendo animar a la chica. Mis reservas respecto a la Medusa eran de cariz eminentemente práctico. Sólo temía que nos hubiéramos arriesgado a comer aquellos sórdidos platos persiguiendo una pista falsa.
—Entretenernos es su trabajo, y no tiene nada que ver con llevar fuera del mismo una vida privada bastante complicada. Hablaré con ella —añadí, pasando a utilizar el griego cuando la chica regresó con el vino—. Deja que te explique ciertas normas de vida, muchacho: nunca juegues por dinero con extraños, nunca votes al candidato favorito y nunca confíes en una mujer que lleve una cadena en el tobillo…
—¡Tú eres el experto en mujeres! —replicó él con ironía en un griego más seguro que el mío. En realidad, lo hablaba con suficiente fluidez como para emplearlo con rudeza sin gran esfuerzo.
—En efecto, me ha abordado buen número de camareras… —Volviendo al latín, bromeé con Regina—. ¡Cosas de hombres! —Su señoría se quejaba de que estoy arruinando la reputación de su hermana.
La soñolienta muchacha había olvidado traer el vaso; con una sonrisa inexpresiva, regresó sobre sus pasos.
Justino no levantó los ojos del plato de albóndigas (las cuales, en efecto, daban la impresión de necesitar un cuidadoso reconocimiento) mientras añadía en aquel griego retador, ligeramente modulado:
—Ya que hablamos de ello, Falco, me gustaría preguntarte si este asunto tuyo con mi hermana va en serio.
—Todo lo en serio de que soy capaz —repliqué, con la mandíbula encajada. Él levantó la cara.
—Eso no me dice nada.
—Te equivocas, tribuno. Te dice todo lo que realmente quieres saber: que nunca le causaré ningún perjuicio a Helena.
La camarera se acercó otra vez.
Regina se sentó y dejó que siguiésemos hablando entre nosotros. Estaba acostumbrada a que los comerciantes acabaran de cerrar sus tratos antes de negociar con ella. A decir verdad, la muchacha parecía dispuesta a aceptar cualquier cosa.
Justino y yo abandonamos nuestra conversación anterior.
Comí todo lo que pude tolerar del insípido guiso; luego, me enjuagué la boca con vino. Sonreí a la chica, una jovencita baja y rechoncha de pechos planos y cortos cabellos pelirrojos. Su melena tenía rizos de los llamados «asistidos», los preferidos por las muchachas que servían mesas. Llevaba una túnica blanca bastante limpia y el habitual collar de cuentas de cristal, así como varios anillos baratos de serpentina y la inevitable esclava en el tobillo a la que antes me he referido. Su actitud parecía servil, pero con asomos de un fondo desafiante. En Roma, yo tenía un puñado de hermanas severas y desdeñosas. Regina me las recordó.
—Escucha, Regina, ¿conoces a un ayuda de cámara que se llama Rústico?
—Tal vez. —La muchacha era de las que eluden responder las preguntas por principio.
—¿Sabes a quién me refiero?
—Trabaja en la fortaleza.
—Para uno de los legados. No te inquietes, no ocurre nada malo —me apresuré a tranquilizarla—. He oído que eras buena amiga de Rústico.
—Tal vez lo haya sido. —Creí advertir que sus confiados ojos azules se ensombrecían, malhumorados. Tal vez estuviese asustada. O quizá se trataba de algo más clandestino.
—¿Sabes dónde está?
—No.
—¿Se ha marchado a alguna parte?
—¿Qué queréis de él?
—Me gustaría mucho encontrarlo.
—¿Por qué? —Me dispuse a explicar mi búsqueda del legado pero ella se adelantó a añadir, irritada—: Hace siglos que no lo veo. ¡No sé dónde se ha metido!
Se incorporó bruscamente. Justino, pillado por sorpresa, retiró la banqueta arrastrándola con un chirrido.
—¿Qué queréis? —gritó Regina—. ¿Por qué habéis venido a molestarme?
Otros parroquianos, soldados en su mayoría, volvieron la mirada hacia nosotros, aunque sin mucho interés.
—Espera, Falco —intervino Justino. La muchacha se refugió apresuradamente en la trastienda—. ¡Desde luego, las taberneras parecen ser tu especialidad! —exclamó en son de mofa y, tras dirigirme una mirada de censura, fue tras Regina.
—¡Así es Regina! —dijo uno de los soldados con una sonrisa.
—¿Irritable?
—Se pone como una fiera por cualquier cosa.
Dejé unas monedas sobre la mesa, abandoné la taberna y estiré las piernas por las inmediaciones hasta que reapareció el tribuno.
—¡Me alegra verte de una pieza! He oído que su mal genio es legendario. Le encantan los gritos y echarse a llorar ante los inocentes clientes. Es capaz de arrojarte un ánfora a la cabeza por un mero comentario… y llena, además, si no tienes suerte. ¿Has estado secándole las lágrimas, acaso, o sólo tratando de esquivar sus golpes?
—¡Eres demasiado severo, Falco!
—Es lo que ella esperaba.
—¿De veras? —murmuró Justino entre dientes—. Pues bien, he descubierto lo que quería sin intimidar a la muchacha. La cosa es muy sencilla: Regina y el esclavo Rústico han tenido una pelea de enamorados y ha dejado de verlo.
—¿Qué hay de la desaparición del legado?
—Lo único que sabe es que oyó mencionar que era probable que el amo de su novio se marchase unos días. No se enteró de dónde ni de por qué.
—Está bien. Si es verdad.
—¿Por qué no habría de serlo?
—¡Ella es una camarera de taberna, tú eres un extraño y yo sé muy bien cuándo veo a una pequeña prostituta mentirosa que tiene algo que ocultar!
—¡Pues yo la creo!
—Mejor para ti.
Echamos a andar de nuevo hacia la puerta de la fortaleza.
Justino aún fingía estar enfadado, pero su buen carácter iba superando la situación. Sacudí la cabeza y me reí suavemente.
—¿Qué te divierte tanto? —preguntó.
—¡Oh…! Hay un método tradicional de sacar información en el que, primero, se envía a un tipo cruel y brutal que amedrenta al sospechoso; después, entra en acción su compañero amistoso y comprensivo que lo tranquiliza hasta que le abre su corazón.
—Parece un método efectivo —comentó Justino, algo estirado.
—¡Oh, sí!
—Sigo sin verle la gracia.
—No es nada —respondí, sonriente—. Pero se supone que el compañero «blando» sólo finge serlo.