Durante mi búsqueda de información, entré a echar un vistazo al gimnasio privado del legado. Vi a qué se refería Justino cuando se refería a que Gracilis era un tipo deportivo: su cubil estaba repleto de pesas, sacos de entrenamiento, pesos para lanzamientos y todo aquello que normalmente rodea a un hombre que tiene miedo de parecer débil (probablemente porque lo es). Sus lanzas y trofeos de caza colgaban de unos ganchos en la pared del fondo de la estancia. Un egipcio de aire apenado, que habría estado mejor empleado momificando reyes para su encuentro con Osiris, estaba sentado con las piernas cruzadas, empeñado en la disecación de un cervatillo. Yo nunca pierdo el tiempo hablando con los egipcios. Quizá supiera disecar un venado, pero escuchar su visión de la vida como un río eterno de penas y amarguras no me ayudaría a encontrar a su amo. Lo saludé con un gesto de la cabeza y continué adelante.
Finalmente, localicé al contable, quien me proporcionó una larga lista de comerciantes chasqueados, vinateros, peleteros, papeleros, encuadernadores e importadores de aceites aromáticos.
—¡Por Júpiter! ¡Desde luego, este hombre no cree que las deudas deban pagarse!
—No sabe administrarse demasiado bien —asintió el escribiente con cautela. El hombre tenía los ojos hinchados y un porte cohibido. Parecía cansado.
—¿Es que no le llegan rentas de sus propiedades en Italia?
—Sus fincas producen mucho, pero en su mayor parte están hipotecadas.
—Entonces, ¿tiene apuros financieros?
—¡Oh, eso lo dudo!
Estaba en lo cierto. Gracilis era senador. En primer lugar, hacer equilibrios al borde de la ruina financiera era posiblemente su segunda naturaleza, de modo que no parecía probable que la situación lo inquietara en exceso. El matrimonio con Menia Priscila debía de haber proporcionado un buen alivio a su bolsillo. En cualquier caso, se había presentado allí envuelto en un halo de poder impresionante. Para los pequeños comerciantes de una remota ciudad de provincias, su señorío no admitía duda. Unos cuantos negocios bien llevados le sacarían pronto de cualquier estrechez pasajera.
—¿Puedo deducir que ignoras por completo el motivo que puede haber llevado a tu amo a desaparecer?
—No estaba enterado de ningún misterio.
—¿No te dejó ninguna instrucción?
—El legado no es famoso por su previsión. Creía que se encontraba en viaje de negocios durante unos días. Su esclavo de cámara también está ausente.
—¿Cómo lo sabes?
—He oído a la novia del muchacho lamentarse de ello.
—¿Esa chica trabaja en la casa?
—No, es camarera en la Medusa, cerca de la puerta Principia Dexter.
Tomé nota de los nombres de los acreedores y de la novia del esclavo, garabateándolos en mi tableta de bolsillo, cuya cera se había endurecido por falta de uso (clara señal de que era hora de ponerse a trabajar).
—Dime otra cosa: ¿tu amo es un hombre mujeriego?
—Sería incapaz de decirlo.
—¡Oh, vamos, haz una excepción!
—Mi ámbito es puramente el financiero.
—¡Pues no le falta relación con lo que quiero saber! Los apuros económicos podrían ser consecuencia de unas amantes demasiado caras…
Salí de la estancia con su mirada fija en mí. Los dos sabíamos que encontraría otras fuentes impacientes por suministrarme los detalles sórdidos.
Abandoné la residencia con paso ligero. Tener pistas siempre hace surgir una expresión de optimismo en mi rostro.
Y, acto seguido, cometí el error de volver a tentar la suerte con la altanera Decimocuarta Gémina.
El cargo de prefecto de campo no había existido en la legión tradicional republicana. Supongo que, como en tantas otras cosas, los viejos republicanos habían acertado en ello. En la actualidad, estos prefectos ejercen una influencia indebida. Cada legión nombra uno y le confiere un amplio abanico de responsabilidades en la organización, instrucción y equipamiento de las unidades. En ausencia del legado y del tribuno mayor, toman el mando, y es entonces cuando se vuelven peligrosos. Estos hombres son seleccionados entre los primeras lanzas que se resisten a la jubilación, lo cual los hace demasiado viejos, demasiado pedantes y demasiado lentos. A mí no me caen bien, por principio. Y este principio es que fue la torpe conducta de un prefecto de campo lo que destrozó el buen nombre de la Segunda Augusta en la revuelta británica.
En Moguntiacum sólo había uno, responsable de toda la fortaleza. Y, como la Decimocuarta era la única legión experimentada de las allí acuarteladas, el nombrado para el cargo había salido de sus filas.
El prefecto de campo ocupaba un despacho cuyas enormes dimensiones debían de halagar su personalidad subdesarrollada. Allí lo encontré, leyendo rollos y escribiendo afanosamente. Había dado al lugar un tono deliberadamente austero y usaba una silla de tijera con un armazón de hierro oxidado y una mesa de campaña con aspecto de haber servido en Actium. Con aquello, el hombre pretendía dar la impresión de que habría preferido estar en el servicio activo en el campo de batalla. En mi opinión, si Roma quería mantener una buena reputación militar, los hombres como aquél tenían que quedarse en el campamento… atados, amordazados y encadenados al suelo.
—¿Sexto Juvenalis? Soy Didio Falco, el enviado de Vespasiano.
—¡Ah, sí, he oído que algún gusano había asomado su cabeza de un agujero en el Palatino! —Continuó escribiendo con la pluma. Por fin, depositándola en el tintero con gran cuidado para evitar borrones, se volvió hacia mí—. ¿De dónde procedes?
Descarté que quisiera saber algo de la casa que mis tías poseían en la Campania.
—Hice el servicio en la apestosa provincia de costumbre; después, estuve cinco años como explorador.
—¿Aún vas de uniforme? —Su único patrón social era la vida militar. Lo imaginé aburriendo mortalmente a todo el mundo con sus tercas teorías acerca de que los valores tradicionales, los pertrechos antiguos y los terribles comandantes cuyos nombres nadie había oído mencionar no tenían parangón con sus equivalentes modernos.
—Actualmente, trabajo por cuenta propia.
—No me gustan los hombres que dejan las legiones antes de tiempo.
—Ni por un instante he pensado lo contrario.
—¿El servicio perdió su atractivo?
—Recibí una fea herida de lanza. —No tan fea, en realidad, pero me había sacado de allí.
—¿Sacado de dónde? —inquirió él. Aquel hombre debería haber sido informante.
—De Britania —admití.
—¡Oh, aquí conocemos Britania! —Empezó a observarme con gesto ceñudo.
Me preparé. No había escapatoria. Si seguía rehuyendo la cuestión, él la intuiría de todos modos.
—Entonces, conocerás la Segunda Augusta…
Sexto Juvenalis apenas se movió, pero el desdén pareció inundar sus facciones como un nuevo color en un camaleón.
—¡Bien! ¡Tuviste una buena desgracia! —exclamó, burlón.
—Toda la Segunda la tuvo… ¡por culpa de cierto prefecto de campo llamado Poenio Póstumo! —Poenio Póstumo era el imbécil que había desoído las órdenes de unirse a la batalla contra los icenios. Ni siquiera nosotros habíamos llegado a saber cuáles habían sido sus verdaderos motivos—. ¡Ese hombre traicionó a la Segunda igual que a los demás!
—He oído que pagó por lo que hizo. —Juvenalis bajó la voz un semitono, presa de una curiosidad horrorizada—. Se dijo que Póstumo se arrojó sobre su espada. ¿Fue así… o lo arrojaron?
—¿Tú qué crees?
—¿Tú sabes qué sucedió?
—Lo sé. —Estuve presente. Todos lo estuvimos. Pero lo acontecido esa noche de ira es un secreto de la Segunda Augusta.
Juvenalis me miró como si yo fuera un guardián a las puertas del Hades con una antorcha vuelta hacia abajo. Con todo, se recuperó con bastante rapidez.
—Si estabas en la Segunda, aquí tendrás que andar con mucho cuidado. Sobre todo —añadió gravemente— si eres un agente especial de Vespasiano. —No hice el menor intento de evasiva—. ¿O lo es tu curioso compañero?
—¿De modo que alguien ha reparado en Xanto? —Sonreí con aire calmado—. Sinceramente, no conozco su papel. Prefiero no conocerlo.
—¿De dónde lo has sacado?
—Fue un regalo no solicitado de Tito César.
—¿En recompensa por los servicios prestados? —se burló el prefecto.
—Más bien por los que pueda prestarle en el futuro, supongo. —Ya estaba dispuesto para cerrar el lazo—. Tú eres el mejor representante de la Decimocuarta a quien presentar excusas. Hablemos de Gracilis.
—¿Qué hay de él? —inquirió Juvenalis en tono ligero. Parecía dispuesto a mostrarse razonable, pero no me dejé engañar.
—Necesito verlo.
—Puede arreglarse.
—¿Cuándo?
—Pronto.
—¿Ahora?
—En este momento, no.
Di unos pasos por el despacho. Inquieto, apunté:
—El mes de octubre y la Germania Superior no son época ni lugar para que un legado se tome unas vacaciones no oficiales.
—A mí no me ha pedido la opinión.
—¡Tal vez debería haberlo hecho! —La adulación abierta también era un fallo. Los prefectos de campo son una casta presuntuosa: el hombre consideraba que era su derecho—. Tal vez escuchar consejos no sea el punto fuerte de tu legado. He oído que se está haciendo impopular.
—Gracilis tiene sus métodos.
Juvenalis defendió lealmente a su comandante. Sin embargo, advertí un destello en lo más hondo de sus ojos. Un destello de irritación por la actitud raspante del legado.
—Así pues, ¿se ha fugado con una mujer o está pluriempleado como administrador de fincas?
—Asunto oficial.
—Cuéntamelo. Yo también soy oficial.
—Es un secreto oficial —se burló el prefecto. Sabía que no tenía modo de replicar a eso. Los hombres como él pueden calcular la situación en que uno se encuentra por el modo en que se ata los cordones de las botas. Y los míos no debían estarlo como era debido.
—Tengo unas órdenes, prefecto. Si no puedo cumplirlas, me veré obligado a pedir instrucciones a Roma.
Juvenalis dejó que una leve sonrisa apareciera en su rostro.
—Tu mensajero no saldría de la fortaleza. —Empecé a preguntarme qué recordaba del código de columnas de humo y fogatas, pero él se adelantó a mis pensamientos—. Y comprobarás que el puesto de señales está en una zona de acceso restringido.
—Y supongo que en Moguntiacum no hay palomas mensajeras, ¿verdad? —Lo dije con un aire humorístico que no sentía, pero prefería no encontrarme en las estrechas celdas tras la puerta principal, con un cuenco de gachas de cebada por toda ración diaria. Cambié de táctica—. Escucha, he sido enviado aquí para hacer averiguaciones políticas. Si no consigo una reunión con Gracilis, tendré que contentarme con lo que puedas decirme tú. ¿Qué ánimo reina entre las tribus?
—Los tréveros fueron rotundamente derrotados por Petilio Cerealis. —Juvenalis empleó un tono con el que pretendía darme a entender que era perro viejo para mostrarse demasiado hostil, pero que podía fastidiarme la misión fácilmente si se lo proponía.
—¿En Rigodulo? ¡La Vigesimoprimera luchó bien por Cerealis, allí! —respondí, subrayando la colaboración menos notable de la Decimocuarta.
Juvenalis lo pasó por alto.
—Las tribus han vuelto a ganarse la vida y mantienen la cabeza gacha.
Aquello era inesperadamente útil. Sin duda, el prefecto esperaba que así me iría a preguntar entre la comunidad local y a ofender a otro, para ahorrarle a él la molestia de molerme a palos.
—¿Cuáles son las industrias más destacadas de la zona?
—La lana, la navegación fluvial… y la cerámica —me informó Juvenalis. Esto último me evocó cierto recuerdo.
—¡Paños, barcas y ollas! Y ese jefe rebelde, Civilis, ¿no tenía familia por esta zona? —inquirí—. Según me han dicho, su hermana y su esposa permanecieron en Colonia Agripinense durante la revuelta.
Su rostro adoptó una expresión seria.
—Los bátavos proceden de la costa del norte.
—Ahórrate la lección de geografía, prefecto. Sé dónde tienen sus tierras. Pero hace tiempo que Civilis brilla por su ausencia en La Isla y en toda la región. Tengo que encontrarlo… Me pregunto si habrá vuelto al sur…
—Hay algo curioso —replicó Juvenalis con cierto sarcasmo—. De vez en cuando, nos llegan comentarios de que ha sido visto.
—¿De veras?
—Son meros rumores. Poseía cierto carisma entre su pueblo. Cuando hombres así mueren o desaparecen, siempre surgen versiones fraudulentas.
Tenía razón, hasta cierto punto. En los primeros días del Imperio, las reencarnaciones de tiranos eran un fenómeno constante; Calígula, por ejemplo, renacía constantemente entre sus enloquecidos adoradores en exóticos estados orientales.
—¿De modo que opinas que estos rumores de avistamientos en la zona son meras fantasías?
—¡Civilis es un estúpido si se acerca a la Decimocuarta! —La traición de las cohortes bátavas aún era, evidentemente, una herida abierta y dolorosa.
—¿Habéis mandado patrullas a investigar?
—Ninguna ha encontrado nada.
Eso no significaba necesariamente que no hubiera nada que encontrar, me dije.
—¿Qué posibilidades hay de que vuelva a estallar una rebelión entre las tribus? —Juvenalis no consideró que formara parte de sus atribuciones formular comentarios políticos, de modo que me puse a calcular—. Sigue siendo lo del viejo chiste. Si un griego, un romano y un celta naufragan en una isla desierta, el griego abrirá una escuela de filosofía, el romano establecerá normas y turnos… y el celta iniciará una pelea. —El prefecto me miró con suspicacia; incluso como broma resultaba demasiado metafísica—. Bueno, gracias…
No llegué a terminar la frase, pues se abrió la puerta.
Debería haberlo esperado.
Bien por coincidencia o bien, lo que era más probable, en respuesta a una convocatoria clandestina y conspirativa, varios de los jefes más influyentes de la Decimocuarta venían hacia nosotros. Cuando volví la cabeza para observarlos, el corazón me dio un vuelco. Todos tenían un aire torvo y decidido. Entre ellos reconocí a Macrino, el lustroso tribuno mayor a quien el día anterior había visto discutir con Justino, a mi antagonista el primipilo, a por lo menos tres centuriones más de expresión adusta, y a un hombre callado y resuelto a quien supuse su especulario, un cargo que yo había ejercido en cierta época, cuando me fogueaba en mis primeras misiones confidenciales e interrogatorios metódicos… junto con todas las crueles técnicas que los aceleran.
Tuve muy presente lo que habría significado en mi época la presencia de aquel siniestro individuo. Sin embargo, tal vez las cosas habían cambiado.