Al día siguiente, reflexioné esporádicamente sobre los acertijos que Vespasiano me había ordenado resolver. Resultaba difícil sentir el menor entusiasmo ante aquel desquiciado surtido, de modo que empecé por investigar el único problema en el que nadie me había pedido que metiera las narices: fui a visitar a la esposa del desaparecido legado. Mientras me encaminaba hacia el lado de la fortaleza que ocupaba la Decimocuarta, debo decir que me sentía bastante confiado en que el eminente Florio Gracilis, finalmente, no hubiese desaparecido en absoluto.
La casa del legado era todo cuanto os apetezca imaginar. Dado que Julio César, incluso en sus campañas por territorio enemigo con toda la intendencia reducida al mínimo, llevaba carros con paneles de mosaicos que extendía en el suelo de su tienda como parte de la demostración del esplendor romano a las tribus bárbaras, no había ninguna posibilidad de que una residencia diplomática a gran escala dentro de una fortaleza permanente careciera de la menor comodidad. La mansión tenía las máximas dimensiones posibles y estaba decorada con materiales espectaculares. ¿Por qué no? Cada uno de sus sucesivos ocupantes, cada noble esposa llena de ideas sobre diseño, realizaba cambios y mejoras. Cada tres años, la casa era vaciada y restaurada según otros gustos. Y todas las extravagancias que ordenaban se hacían con cargo a las arcas del estado.
La residencia se alzaba entre una serie de jardines y patios con largos estanques y fuentes exquisitas que llenaban el aire con una niebla fina y sensual. En verano debían de abundar allí las flores llamativas, pero en aquel mes de octubre el impecable jardín ornamental tenía una grandeza más solitaria. No obstante había pavos reales, y tortugas. A aquella hora de la mañana, cuando aparecí con mi sonrisa confiada, los barrenderos de hojas y los podadores de ramas se afanaban por el lugar como pulgones. En cambio, los pulgones de verdad no tenían ninguna oportunidad allí. Y yo tampoco, probablemente.
El interior de la casa era una sucesión de salones de recepción decorados con frescos. Los techos de estuco, blancos y brillantes, resultaban asombrosos. Las lámparas, doradas, estaban atornilladas a las paredes. Las jarras eran enormes, demasiado pesadas como para salir corriendo con ellas. Unos centinelas discretos patrullaban los peristilos o montaban guardia, casi imperceptibles, entre las esculturas helénicas. El mobiliario habría hecho que mi padre, el subastador, se mordiera las uñas y pidiese al mayordomo de la casa tener una breve conversación a solas detrás de una columna.
El mayordomo conocía su oficio. Florio Gracilis había realizado hacía tiempo una paulatina transición desde el despreocupado desorden de soltero en el que vivía Camilo Justino a un mundo de continuas recepciones públicas a la mayor escala. La residencia estaba atendida por legiones de lacayos serviciales, muchos de los cuales habían estado a su servicio durante casi dos décadas de agitada vida social senatorial. Dado que los oficiales superiores viajaban a sus provincias con todos los gastos pagados, el legado no sólo había llevado consigo sus cabeceras de cama de concha de tortuga y sus lamparillas de oro en forma de Cupidos, sino que también había hecho un hueco en el equipaje para su esposa. Sin embargo, antes incluso de conocer a ésta, comprendí que añadir una joven esposa a aquel ambiente lujoso y satinado era, muy probablemente, algo superfluo.
Por mis indagaciones en Roma, sabía que Gracilis tenía la edad normal en un comandante de legión, esto es, alrededor de cuarenta años: todavía libre de artritis pero lo bastante maduro como para imponer respeto cuando pasaba luciendo la capa púrpura circular. Su esposa era veinte años más joven. En los círculos patricios, los hombres solían casarse con muchachas muy tiernas, casi niñas. Cuando se llevan a cabo alianzas matrimoniales por puras razones políticas, la virginidad y la inocencia son valores muy cotizados. Las atracciones imprevistas que embrollan la existencia del resto de los mortales no cuentan para los hombres de esa posición. Florio Gracilis se había casado en primeras nupcias a los veintitantos años, cuando aspiraba a una carrera en el Senado. Tan pronto lo estimó conveniente, se deshizo de la mujer para, poco después, procurarse una nueva esposa, en esta ocasión procedente de una familia aún más antigua y rica. De ello hacía unos dieciocho meses. Debió de ser cuando Gracilis empezaba a aspirar al mando de la legión y quería aparecer públicamente como un hombre íntegro y recto.
Menia Priscila me recibió en un salón dorado y negro, una de esas estancias perfectamente lacadas que siempre revive en mi cuerpo la comezón de las picaduras de pulga del día anterior. La escoltaba media docena de doncellas, muchachas considerablemente velludas de frente despejada que parecían compradas en lote en el mercado de esclavos. Las jóvenes parecían distantes de su ama; formando dos grupos, se sentaron en silencio y se concentraron en sus bordados, bastante torpes.
Priscila no les prestó atención. La mujer era menuda. Un carácter más dulce le habría proporcionado un aire delicado. Se notaba que había invertido tiempo y dinero en ella misma, aunque sin conseguir disfrazar su mal carácter innato. Su rostro mostraba habitualmente una expresión lánguida y felina que se endurecía cuando olvidaba cultivarla. Probablemente, era hija de algún oscuro pretor que sólo había empezado a animarse una vez que su descendencia femenina alcanzó la edad suficiente para concertar deslumbrantes matrimonios dinásticos. Ahora, estaba casada con Gracilis. Lo cual, probablemente, tampoco resultaba muy divertido.
Le llevó varios minutos instalarse entre un revuelo de volantes violeta. La mujer lucía pendientes de perlas, pulseras tachonadas de amatista y al menos tres collares de cadena de oro, aunque podía haber algún otro acechando entre los lustrosos pliegues de la tela que la envolvía. Aquél era su aderezo para una mañana de jueves, completado con el habitual despliegue de anillos. Entre los oropeles se encontraba la alianza de boda, un aro de oro de media pulgada cuya presencia pasaba inadvertida.
—Soy Didio Falco, señora.
—¡Oh!, ¿de veras?
Mantener una conversación le resultaba demasiado pesado. Mi madre habría puesto a aquella débil criatura a dieta de carne roja y a trabajar arrancando nabos durante una semana.
—Estoy aquí como representante imperial.
Recibir a un enviado imperial debería haberle alegrado la mañana. En realidad, vivir en la parte más peligrosa del imperio habría fascinado a algunas chicas, pero pude apreciar claramente que los intereses de Menia Priscila rara vez abarcaban los asuntos de actualidad. Era un avecilla que había conseguido evitar aprender y que sentía desprecio por las artes. Por otra parte, tampoco podía imaginármela interesada en obras de caridad. En conjunto, como cónyuge de un diplomático que ocupaba uno de los cargos más destacados del Imperio, la mujer no producía una gran impresión.
—¡Estupendo para usted!
No era extraño que últimamente el Imperio hubiera estado chirriando. Evité contestarle, pero su actitud era insensata e inexcusable. La joven poseía una mezcla de insolencia e ignorancia que sólo podía causar conflictos. Estuve seguro de que antes de seis meses, si Gracilis no la vigilaba de cerca, saltaría algún escándalo con un centurión o habría algún incidente en un barracón que obligaría a enviar a casa con toda urgencia a cierta persona y a sus acompañantes.
—Discúlpeme por invadir su intimidad. Necesito ver a su esposo pero no le he encontrado en los Principia…
—¡Pues aquí tampoco está!
Esta vez la réplica fue muy rápida, con el tonillo triunfal que utiliza alguna gente falta de ingenio. Sus ojos castaños me observaron de pies a cabeza, lo cual era justo, porque yo acababa de hacer lo mismo con ella. Pero Priscila no buscaba nada; sólo trataba de provocarme. Arqueé una ceja y murmuré:
—Debe de estar usted muy preocupada. ¿Gracilis tiene por costumbre desaparecer?
—Las costumbres del legado sólo le incumben a él.
—No del todo, señora.
La irritación puso una mueca aún más desagradable en su boca. Normalmente, los hombres con túnicas deslucidas de color canela y con forros de lana en las botas desgastadas no le replicaban de aquel modo. (Me habría gustado lucir una indumentaria más atractiva, pero mi banquero me había aconsejado que durante aquel año no me prodigara con mi presupuesto. Los banqueros son muy pronosticables. Mis ingresos, no).
—¡Señora, parece que aquí hay algún problema! Un hombre de la posición de su esposo no debería volverse invisible. Eso inquieta a sus subordinados. De hecho, el emperador podría considerarlo políticamente inepto… Si está escabulléndose de sus acreedores… —Lo dije en broma, pero la mujer dejó escapar una amarga carcajada. Mi insinuación, lanzada al azar, había dado en el blanco—. ¿Se trata de eso?
—Es posible.
—¿Puede facilitarme una lista de sus deudas?
La mujer se encogió de hombros. Probablemente, Gracilis la había llevado con él a Germania para evitar el riesgo de que, si la dejaba en Roma, lograse sobornar a sus numerosos administradores para que le dejaran disponer de fondos. Los hombres con mujeres así las mantienen a distancia del ábaco doméstico. Insistí, pero su ignorancia parecía genuina. No me sorprendió.
—¿De modo que no puede decirme por dónde empezar a buscar? ¿No tiene idea de dónde puede estar su esposo?
—¡Claro que lo sé! —replicó ella en torno de burla, lo cual despertó de nuevo mi irritación.
—Esto es importante, señora. Traigo un mensaje de Vespasiano para Florio Gracilis. Y cuando el emperador envía un mensaje, espera que sea entregado. ¿Me dirá dónde se encuentra su marido?
—Con su amante, supongo.
Menia Priscila era tan sosa que ni siquiera me miró para ver el efecto que me producían sus palabras.
—Escuche —le dije, tratando todavía de contener la irritación—, su vida doméstica es asunto suyo, pero, por muy moderna que sea su visión del matrimonio, supongo que usted y su marido siguen algunas normas. Las convenciones son bastante claras —agregué, pero de todos modos, las enumeré—: Si él malgasta la dote, usted se zampa la herencia de Gracilis. Él puede pegarle; usted, desacreditarlo. Él le proporciona una guía moral y una pródiga dotación para vestimenta; usted, señora, protege siempre que es posible la reputación de su marido en la vida pública.
Ahora, intente comprender una cosa; si no lo encuentro enseguida, se organizará un escándalo. Y seguro que Gracilis querrá, por encima de cualquier otra cosa, que usted evite semejante cosa.
La mujer dio un respingo entre el tintineo atonal de sus adornos.
—¡Cómo se atreve!
—¿Y cómo se atreve un hombre público a la desfachatez de desaparecer ante las propias narices del gobernador de la provincia?
—¡Me importa muy poco! —exclamó Menia Priscila en su primera demostración de cierta vitalidad—. ¡Salga de aquí y no vuelva más!
Con estas palabras, abandonó la estancia dejando tras ella una vaharada de perfume balsámico no muy agradable. Sus movimientos eran tan crispados que una horquilla de marfil salió despedida de la trenza que coronaba su complejo peinado y fue a caer a mis pies.
La recogí y deposité el proyectil en la mano de una de las doncellas sin decir palabra. Las muchachas, con aire resignado, recogieron sus atavíos y salieron tras su ama.
No me inquieté. En algún lugar de la residencia habría un viejo contable que acogiera mi investigación con un espíritu más realista que el de la quisquillosa mujer. Aquel hombre sabría decirme con exactitud a qué acreedores estaba dando largas su amo; si me mostraba interesado por su trabajo, probablemente me proporcionaría la información que buscaba.
En cuanto al nombre de la guarida del legado, sería del dominio público en cualquier rincón del cuartel.