XX

A pesar de que la casa del tribuno mayor carecía de casa de baño propia, era sin duda una vivienda excesiva para un muchacho que apenas pasaba de los veinte años y que sólo necesitaba espacio para su armadura de desfile y para las cabezas disecadas de los animales salvajes que alanceaba en su tiempo libre. Los tribunos no tienen fama de llevarse a casa abultados documentos de intendencia para trabajar en ellos, y su programa de diversiones domésticas suele ser escaso. Todos son solteros y no hay muchos entre ellos que inviten a quedarse a sus parientes más queridos. Sin embargo, proporcionar a los oficiales solteros mansiones que podrían acoger tres generaciones enteras es la clase de derroche que le gusta hacer al ejército.

Justino había animado la casa con un perro. Era un animal zarrapastroso, apenas un cachorro, que había rescatado de las manos de unos soldados que se entretenían torturándolo. Ahora, el perro era el amo del lugar, siempre alborotando por los largos pasillos y durmiendo en todos los sofás a su alcance. Justino no tenía el menor control sobre el animal, pero un gañido de éste podía hacer que el propio tribuno mayor se pusiera a cuatro patas y suplicara.

—¡Tu cachorro ha encontrado una perrera de lujo! Ya comprendo por qué tantos tribunos corren a casarse en cuanto terminan el servicio. Después de tanta independencia, ¿quién quiere volver a la restringida casa paterna?

El matrimonio era otro concepto que ponía nervioso a Justino, lo cual me resultaba muy comprensible.

Decididamente, el hermano de Helena necesitaba un compañero que le animara la existencia. Muy bien, pues allí estaba yo. (Aunque, probablemente, a Helena no le habría parecido bien).

Justino decidió finalmente que debía informar a su legado sobre la falta de progresos frente al muro de silencio de la Decimocuarta. Mientras se marchaba a solicitar la entrevista, alguien se ocupó de ir por nuestro equipaje a la puerta de la fortaleza. Uno de los esclavos privados del tribuno buscó un alojamiento apropiado al barbero, mientras yo recuperaba por fin la comodidad de una habitación sin compartir. Casi al momento, la recorrí de cabo a rabo contemplándola con calma. Constaté que me habían dado un buen dormitorio, aunque no el mejor. Gracias a este detalle supe que era considerado como un invitado amistoso, pero no un amigo de la familia.

Mi madre se habría escandalizado del polvo acumulado en las mesillas, pero mi concepto de limpieza no era tan exigente y no vi problema alguno en instalarme allí. Justino procedía de una familia de pensadores y conversadores, pero a los Camilo les gustaba pensar y conversar cerca de unos fruteros repletos y con unos buenos cojines en la espalda. Su preciado retoño había sido enviado lejos de casa muy bien provisto a fin de que la nostalgia no lo abrumase. La casa era confortable y si sus criados eran tan descuidados, era sólo por falta de supervisión. Como discreta insinuación, escribí «Falco estuvo aquí» con la yema del dedo en la pelusilla que cubría la peana de un jarrón.

Podía haber sido peor. Había demasiados excrementos de ratón y nadie se preocupaba de volver a llenar la lamparilla de aceite, pero los criados eran bastante corteses, incluso conmigo, y deseaban evitar que su joven señor se viese obligado a dar alguna demostración de disciplina que los pusiera en apuros. Parecía una actitud razonable. Si Justino se parecía a su hermana, era capaz de exhibir un mal genio fuera de lo normal y un vocabulario muy subido de tono.

Si se parecía a Helena, Justino también tendría un corazón blando y quizá se apiadara de mí al verme deambular por los aposentos con aire abatido, preguntándome en qué rincón del imperio se habría escondido su hermana. De todos modos, si en cuestiones familiares el joven era tan susceptible como Eliano, lo más probable era que me hiciera meter en un saco y me mandara al otro lado del Rin como un proyectil de catapulta. Así pues, aunque estaba desesperado por conocer el paradero y el estado de Helena, decidí no demostrarlo.

Me dirigí a las termas legionarias, que eran calientes, eficientes, bien atendidas y gratuitas.

Justino y yo regresamos a su casa al mismo tiempo. En mi habitación, alguien había deshecho las bolsas y se había llevado la ropa sucia. Mi guardarropía era tan frugal que perder tres piezas para su limpieza me había dejado casi vacía la bolsa, pero rescaté una túnica que aún podía pasar para la cena, dada la luz mortecina del comedor. Una vez que hubimos terminado de comer, asomamos la nariz por el patio, pero hacía demasiado frío y nos instalamos dentro de la casa. Yo era muy consciente de nuestra diferencia de rangos, pero Justino parecía encantado de hacer el papel del buen anfitrión y charlar conmigo.

—¿Has tenido un viaje movido?

—Nada extraordinario. Aunque la Galia y la Germania parecen bastante revueltas —respondí. A continuación le hablé de los dos cuerpos que había visto en la zanja. Pareció alarmado.

—¿Debería hacer algo al respecto?

—¡Tranquilo, tribuno! —contesté, sin dar importancia a su inseguridad—. El suceso se produjo en otra provincia y el magistrado civil se habrá encargado del caso… Por cierto, ese centurión que he mencionado, Helvecio, debe ser uno de los tuyos. Me dijo que estaba destinado en la Primera, aunque entonces no lo relacioné contigo porque creía que aún seguías en tu antiguo puesto.

—El nombre no me suena, pero no llevo aquí el tiempo suficiente para conocerlos a todos. Lo buscaré.

Llegar a conocer a los sesenta centuriones de su legión era esperar demasiado, pero me sorprendió que el muchacho hubiera sido ascendido, pues trabajaba con la dedicación y escrupulosidad que los informes oficiales, tradicionalmente, no tienen en cuenta.

Creí que le divertiría saber lo que había oído contar en Argentorato sobre las andanzas de su sucesor.

—¿Habrías dado tú un santo y seña como «xenofobia»?

—Me temo que los míos son siempre más mundanos: «Marte el Vengador», o «escabeche», o «el segundo nombre del cirujano del campamento».

—Muy astuto.

Teníamos una jarra en la mesa.

—El vino es fundamental, aquí…

Justino era demasiado tímido o demasiado perezoso para tratar con severidad a su mercader de vinos. El líquido sabía a meados de cabra (de una cabra con piedras en la vejiga), pero un vaso en la mano ayudaba a pasar el rato.

—¿Y cómo fue que pasaste por mi anterior destino, Marco Didio?

Me dije que el muchacho debía de saber que andaba buscando a Helena.

—Quería saludarte.

—¡Oh, cuánta amabilidad! —Consiguió que sonara como si lo dijera de corazón.

—Pensé que te gustaría tener noticias recientes de tu familia. Todos parecen estar bien. Tu padre quiere comprar un balandro pero tu madre no quiere ni oír hablar de ello… ¿Has tenido noticias de tu hermana, últimamente?

La pregunta se me escapó antes de que pudiera contenerme; era demasiado tarde para fingir que mi interés era puramente banal. Justino se apresuró a contestar:

—No. Últimamente está muy callada, cosa rara en ella. ¿Hay algo que debería saber?

Seguramente, Justino estaba enterado de que Helena había escogido compartir pan y cebolla en mi mesa. Explicarle nuestra relación estaba más allá de mis fuerzas. Me limité a decir lacónicamente:

—Se ha marchado de Roma.

—¿Cuándo?

—Poco antes de mi partida.

El muchacho, que estaba recostado en un diván de lectura proporcionado por el ejército, se estiró ligeramente para aliviar la presión en el brazo.

—¡Parece muy precipitado! —Justino sonreía, aunque detrás de su mueca aprecié un aire de gran solemnidad—. ¿Algo la perturbó?

—Yo, probablemente. Helena tiene unos criterios muy elevados y yo unas costumbres muy vulgares. Esperaba que tu hermana se hubiera invitado a quedarse contigo.

—Pues no. —La razón de mi profundo interés por Helena seguía pendiendo sobre nosotros de manera enfermiza, pero continuó sin ser mencionada. Ninguno de los dos tenía valor para levantar aquella piedra—. ¿Debería alarmarme eso? —inquirió el muchacho.

—Es una mujer sensata.

Justino reflexionó un buen rato sobre su hermana y pareció dispuesto a aceptar que, en efecto, lo era. A mí también me inquietaba la suerte de Helena y no estuve tan seguro como él.

—Tribuno, por lo que he podido averiguar, tu hermana no dio ninguna instrucción a su banquero ni contrató guardaespaldas. Ni siquiera se despidió de tu padre, engañó a tu madre, asombró a la mía, que la tiene en gran estima, y no dejó indicación alguna de dónde encontrarla. Esto me tiene preocupado.

Los dos permanecimos en silencio.

—¿Qué sugieres tú, Falco? —preguntó por fin.

—Nada. No podemos hacer nada.

Y esto también me preocupaba.

Cambiamos de tema.

—Sigo sin comprender —comenzó Justino— cómo es que te has presentado aquí en busca de un legado desaparecido en el preciso momento en que se producía el problema con Gracilis.

—Mera coincidencia. A quien ando buscando es a Munio Luperco.

—¡Por el Olimpo! ¡Es una empresa desesperada!

Le dirigí una sonrisa de desconsuelo.

Algunos de sus parientes estaban próximos al emperador y me complació apreciar que Justino había heredado su discreción. Le hablé con franqueza de mi misión, aunque me cuidé muy bien de mencionar a la Decimocuarta Gémina. Esta cortesía era probablemente injustificada, pero yo tengo mis principios.

—¡Pues vaya trabajitos! —comentó el muchacho.

—Y que lo digas. He descubierto que la profetisa Veleda vive en lo alto de una torre y que sólo se puede acceder a ella a través de sus amigos varones. Esto debe proporcionarle un aura siniestra. ¡Cruzar el Rin ya me pone lo bastante nervioso para, además, tener que soportar montajes teatrales! —Justino se rió. Podía hacerlo. Él no tenía que ir—. Pareces un hombre puesto al día, Justino. ¿Puedes decirme algo del jefe rebelde?

—Civilis ha desaparecido… aunque corren muchas historias sobre sus atroces costumbres.

—¡Hazme temblar! —refunfuñé.

—¡Oh!, la escena más espeluznante es la de los prisioneros romanos entregados a su hijo pequeño como blancos para sus ejercicios de tiro.

—¿Es cierta?

—Podría serlo.

Maravilloso. Justo el tipo que me encantaría llevar a una taberna para decirle unas palabras al oído.

—Antes de que intente invitar a una copa a ese padre tan civilizado, ¿hay algo un poco menos llamativo que también deba saber?

El escenario general me resultaba conocido. Antes de la revuelta, los bátavos siempre habían tenido una relación especial con Roma: sus tierras estaban exentas de colonización y, por lo tanto, de impuestos, a cambio de suministrarnos tropas auxiliares. No era mal trato. Los soldados bátavos tenían una paga y unas condiciones de servicio excelentes; una inmensa mejora respecto a la tradición celta, rudimentaria pero efectiva, de saquear a sus vecinos cuando las reservas de grano decrecen. Nosotros, a cambio, adquirimos sus habilidades náuticas en el pilotaje, el remo y la natación. Los bátavos eran famosos porque podían cruzar ríos cargados con todo el equipo, chapoteando al lado de sus caballos.

Justino se lanzó a responder de inmediato, convincente y sin vacilaciones.

—Ya sabes que Julio Civilis es miembro de la familia real bátava. Ha pasado veinte años en campamentos militares romanos al mando de tropas auxiliares. Cuando se iniciaron los recientes sucesos, su hermano Paulo fue ejecutado a causa de su rebeldía por orden del entonces gobernador de la Germania Inferior, Fonteyo Capito, quien también envió a Nerón al propio Civilis, encadenado.

—¿Realmente eran rebeldes, en esa época?

—Los indicios apuntan a que fue una acusación fraudulenta —declaró Justino con su habitual comedimiento—. Fonteyo Capito fue un gobernador muy sospechoso. ¿Sabías que fue sometido a consejo de guerra y ajusticiado por sus propios hombres? Tenía fama de gobernante codicioso, pero no puedo asegurar que tal reputación esté justificada. Galba se abstuvo de investigar la ejecución, de modo que tal vez lo estuviese. —O acaso Galba fuera un incompetente senil—. En cualquier caso, Galba absolvió a Civilis del cargo de traición, pero sólo duró ocho meses como emperador y, tras ellos, Civilis volvió a ser vulnerable.

—¿Cómo fue eso? —inquirí.

—Cuando Vitelio tomó el poder, sus ejércitos exigieron la ejecución de diversos oficiales, bajo la acusación de lealtad a Galba.

Evoqué el desagradable episodio. Sin ninguna duda, se había tratado de un ajuste de viejas cuentas pendientes. El objetivo principal fueron los impopulares centuriones, pero las tropas también reclamaron la cabeza del jefe bátavo. Sin embargo, Vitelio no prestó oídos a la petición y confirmó el «perdón» de Galba, pero todo lo sucedido debió de causar en Civilis un gran resentimiento contra sus presuntos aliados romanos.

—Además, durante ese periodo —continuó Justino—, los bátavos estaban siendo tratados con gran severidad.

—¿Por ejemplo?

—Bueno, verás: por ejemplo, durante el reclutamiento para Vitelio los agentes imperiales llamaban a filas a los enfermos y a los viejos para conseguir sobornos al eximirlos de la leva. Y los chicos y chicas jóvenes eran arrastrados detrás de las tiendas con propósitos repugnantes.

Los jóvenes bátavos solían ser altos y bien parecidos. Todas las tribus germánicas poseen un profundo concepto de la familia, de modo que este trato tuvo que saberles terriblemente mal. Ésta era la razón de que el siguiente en pretender el trono, Vespasiano, se creyese en condiciones de recurrir a Civilis para que lo ayudara a enfrentarse a Vitelio. Pero Vespasiano, en la lejana Judea, había malinterpretado la situación. Civilis colaboró al principio, en alianza con una tribu llamada de los canenefatos. Realizaron un ataque conjunto contra la flota del Rin, en el que capturaron todas las armas y naves que necesitaban y cortaron las vías de suministro romanas. Entonces, Vespasiano fue nombrado emperador.

—Esto obligó a Civilis a mostrar sus verdaderas intenciones —explicó Justino—. Convocó a todos los jefes de tribu galos y germanos a una reunión en una arboleda sagrada de los bosques, dejó correr el vino sin restricciones y, finalmente, los encendió con vigorosas llamadas a sacudirse el yugo romano y establecer un imperio galo libre.

—¡Llamadas al levantamiento!

—¡Sí, y muy altisonantes! El propio Civilis se tiñó el cabello y la barba de un rojo subido y, acto seguido, juró no volver a cortárselos hasta haber expulsado al último romano.

Este detalle lleno de colorido daba a mi misión un matiz pintoresco que me repugnó.

—¡Precisamente la clase de bárbaro chiflado que me encanta intentar cazar! ¿Sabes si se cortó el pelo, finalmente?

—Sí. Después de Vetera.

Permanecimos callados un momento, pensando en el asedio.

—Una fortificación así debería haber resistido.

—No he estado allí, Falco —replicó Justino sacudiendo la cabeza—, pero según todos los indicios Vetera estaba descuidada y corta de personal.

Nos sumergimos en el horripilante vino del tribuno y reflexioné con amargura sobre lo que había oído hablar de Vetera.

Se trataba de una fortificación doble, aunque no contaba con una gran fuerza después de que Vitelio se llevara de allá gran número de unidades para su marcha sobre Roma. El resto de la guarnición se defendió lo mejor que pudo, con gran iniciativa. Pero Civilis, que había sido instruido por los romanos para la guerra de asedio, hizo que los prisioneros fabricaran arietes y catapultas. Tampoco a las legiones de la plaza les faltó inventiva: incluso llegaron a construir un brazo articulado que podía apresar atacantes y arrojarlos al interior de la fortaleza pero, cuando por fin se rindieron, se habían comido todas las mulas y hasta la última rata y ya tenían que recurrir a las raíces y las hierbas que arrancaban de las paredes de los terraplenes y de la muralla. Además, con la guerra civil desatada en Italia, debieron de sentirse completamente abandonados a su suerte. Vetera era una de las plazas más septentrionales en Europa y Roma tenía otras preocupaciones.

Llegó a enviarse una fuerza de auxilio al mando de Dilio Vocula, pero éste fracasó en la misión. Civilis lo detuvo de manera bastante concluyente y luego exhibió en torno a la fortaleza los estandartes romanos que acababa de conquistar, con lo cual acentuó la desesperación de los ocupantes. Más tarde, Vocula consiguió romper el cerco, pero encontró desmoralizada a la guarnición. Sus propios hombres se amotinaron y le dieron muerte en la fortaleza.

Vetera se rindió. Una vez despachado su comandante, los soldados juraron fidelidad al imperio galo. Fueron desarmados por los rebeldes, obligados a levantar el campo… y, a continuación, emboscados y muertos en masa.

—¿Tenía Civilis una fama que debería haber llevado a nuestros hombres a esperar una traición semejante? —pregunté.

—Creo que no —respondió Justino lentamente, sin querer prejuzgar al bátavo—. Creo que asumieron que un ex comandante auxiliar romano cumpliría la palabra dada. Se dijo que Civilis había protestado ante sus aliados por lo sucedido.

De nuevo, guardamos silencio unos instantes.

—¿Qué clase de hombre es? —inquirí.

—Muy inteligente. Con un carisma enorme. ¡Y terriblemente peligroso! En cierto momento, contaba con el apoyo de la mayoría de los galos y de varias tribus de la Germania Libera y consiguió un paso absolutamente libre por la Germania Inferior. Se considera un segundo Aníbal… o para ser más preciso un Asdrúbal, puesto que también le falta un ojo.

—De modo —refunfuñé— que estoy buscando a un príncipe alto y tuerto, de largos cabellos rojos, que siente un odio feroz hacia Roma. Por lo menos, debe destacar en el mercado… ¿También puso objeciones a que Munio Luperco, una vez capturado en la emboscada, fuera enviado como regalo a Veleda?

—Eso, lo dudo. Civilis estimuló la autoridad profética de esa mujer. Fueron considerados socios. Cuando Civilis capturó la barcaza insignia de Petilio Cerealis, también se la envió como trofeo.

—¡Estoy demasiado cansado para preguntarte cómo se produjo ese desastre! —Había oído que nuestro general Cerealis había tenido buena parte de culpa. Era un hombre impetuoso y no mantenía suficiente disciplina, lo que provocó pérdidas que podían haberse evitado—. ¡De modo que Veleda recibió su gabarra de jefe de escuadra… además de un romano de alto rango, empaquetado y remitido a su torre para que lo utilizase como esclavo sexual, o lo que sea! ¿Qué crees tú que le hizo a Luperco? Camilo Justino se estremeció y no intentó imaginárselo.

La cabeza me daba vueltas. Parecía un buen momento para empezar a bostezar como un viajero fatigado y retirarme a la cama.

Las notas de la corneta anunciando la guardia nocturna me sobresaltaron y soñé que volvía a ser un joven recluta.