Apoyé la mano en el brazo del tribuno, previniéndolo. Después, le dije a Xanto que se adelantara y nos esperase junto a la puerta de salida. El barbero se enfurruñó, pero no me quedaba alternativa. Vimos cómo se alejaba arrastrando los pies por el polvo, si bien pronto optó por conservar el cuero turquesa de sus zapatos elegantemente acordonados.
—¿Qué es eso, exactamente? —inquirió Justino en tono cauto.
—No estoy seguro. —Le dirigí una mirada firme y severa, por si se le había ocurrido pensar que yo había escogido voluntariamente aquella compañía—. Pero si quieres pasar un par de horas aburridas, dile que te cuente por qué las navajas hispanas son las mejores y que te hable de los secretos de la pomada de grasa de oca germana. Es barbero de oficio, en eso no miente. Me ha caído encima y dice estar aquí por turismo, pero sospecho que las razones de su viaje son más siniestras.
—Puede que sólo tenga ganas de viajar —dijo Justino. Recordé que el hermano menor de Helena tenía una fe conmovedora en la humanidad.
—Pero puede que no. En cualquier caso, lo estoy haciendo pasar por un investigador de Vespasiano.
Camilo Justino, que debía de estar al corriente de mis actividades clandestinas —o de mi pasado, al menos—, esbozó una débil sonrisa.
Mientras esperábamos a que Xanto estuviera a suficiente distancia para no oírnos, una leve brisa levantó nuestras capas. El aire traía el olor característico a establos de caballería, cuero aceitado y cerdo asado en grandes cantidades. El polvo formaba remolinos a través del campo de desfiles y batía como aguijonazos nuestras pantorrillas desnudas. Nos llegó el runrún de fondo de la fortaleza, como las notas graves de un órgano de agua al ponerse en marcha: martilleos metálicos, retumbar de ruedas de carromato, golpes de estacas de los soldados que practicaban técnicas de combate contra un tocón clavado en tierra y el grito estentóreo de un centurión dando ásperas órdenes.
—No encontraremos lugar más privado que éste. Bien, Justino, ¿qué significa todo esto? Háblame de Gracilis.
—No hay mucho que decir. Últimamente nadie lo ha visto.
—¿Está enfermo, o de permiso?
—Si es así, resulta una descortesía por su parte no informar a su legado colega, instalado en la misma fortaleza.
—¡Los malos modales no serían nada nuevo!
—Tienes razón. Lo que alertó a la Primera de que sucedía algo raro fue que ni siquiera su esposa, que está aquí con él, parece segura de su paradero. La mujer le preguntó a la esposa de mi legado si estaba en marcha algún ejercicio de prácticas secreto.
—¿Y bien?
—¿Bromeas, Falco? ¡Ya tenemos suficientes misiones operativas como para dedicarnos a jueguecitos tácticos y marchas de prácticas!
Me detuve un momento y contemplé al joven, en cuya voz había captado una nota de autoridad. La última vez que nos habíamos visto, Justino ostentaba el rango de tribuno auxiliar, pero ahora lucía las anchas franjas púrpura de tribuno mayor, el brazo derecho del legado. Este cargo solía estar reservado a hombres designados por los senadores, y era verdaderamente insólito que alguien fuese promovido a él durante el servicio. Justino cumplía con los requisitos sociales —era hijo de un senador—, pero era su hermano mayor quien usaba todo el óleo de embalsamar; la familia hacía mucho tiempo que había decidido que el menor fuese destinado simplemente a la burocracia de rango medio. Con todo, no sería el primer joven en descubrir que el ejército carece de prejuicios o que, una vez lejos de casa, era capaz de sorprenderse a sí mismo.
—¿Y cuál es la reacción de la Decimocuarta? ¿Qué dicen los hombres?
—Bueno, Gracilis acaba de ser nombrado…
—Eso he oído. ¿Se ha hecho impopular?
—La Decimocuarta ha tenido algunos problemas… —Justino era un joven discreto. Toda la legión era un problema, pero pasó de puntillas sobre ello—. Y Gracilis tiene un carácter bastante abrasivo, lo cual no resulta nada conveniente cuando una legión es tan susceptible.
—Gracilis fue escogido por el Senado —le confié, basándome en lo que me había dicho Vespasiano—. Ya sabes, «Incorpórate, muy excelente Florio. Tu abuelo fue amigo mío; ahora te llega a ti el turno…» ¿Qué tal es?
—Todo deportes viriles y muchos gritos. —Los dos torcimos el gesto.
—A ver si he entendido bien lo que estás sugiriendo, tribuno —dije—. Ya sabía que el emperador tiene dudas sobre ese individuo, y ahora tú me dices que ha desaparecido. ¿Acaso la Primera Adiutrix tiene razones para creer que ha sido quitado de en medio por sus propios hombres?
—¡Por el Olimpo! —Justino se sonrojó—. ¡Qué sugerencia tan alarmante!
—Pues parece tener cierta base.
—La Primera está en una posición delicada, Falco. No tenemos motivos para entrometernos en sus asuntos. Ya sabes como son las cosas: el gobernador se halla en Vindonisa, revisando destacamentos, de modo que si Gracilis está ausente sin justificación, entra en juego la norma del «honor entre comandantes». Además, mi legado es reacio a presentarse ante la Decimocuarta y pedir directamente una entrevista con su colega, por si nuestra alarma fuese infundada.
—¡Realmente, quedaría como un estúpido si Gracilis apareciera en la puerta para recibirlo, limpiándose la barbilla de restos de las gachas del desayuno! —asentí. Después, influido por la compañía excesivamente prolongada del barbero, apunté—: Quizá Gracilis ha sufrido un corte de pelo del que se avergüenza y no quiere que nadie lo vea hasta que vuelva a crecerle el cabello.
—O padece un sarpullido realmente embarazoso… —me pareció estar escuchando a Helena y a su padre, con aquel aire de seriedad que encubría una veta humorística tan atrayente—. Y no es ninguna broma…
—No. —Reprimí la punzada de dolor que me había causado su risa familiar—. Más le valdría a Gracilis aparecer, por muchas ladillas que haya podido coger. —Esperé que no se tratara de nada peor. Un motín en las legiones precisamente cuando parecía que las cosas empezaban a arreglarse sería desastroso para Vespasiano. Y había que pensar en las sombrías consecuencias políticas de la desaparición de un nuevo legado romano en tierras de Germania—. Veo muy buenas razones para mantener en secreto estas noticias. Vespasiano querrá analizar cómo presentarlas en público… Escucha, Camilo Justino, ¿tú crees que la Decimocuarta ha informado de lo sucedido y está a la espera de recibir órdenes especiales de Roma?
—Mi legado habría sido informado.
—Bueno, eso es lo que él piensa. Pero la burocracia es amante del secretismo.
—No, Falco. Los correos siguen trayendo mensajes confidenciales para Gracilis. Lo sé porque continuamente le piden a mi legado que firme los recibos de entrega y se haga cargo de ellos. Ni Vespasiano ni el gobernador enviarían mensajes confidenciales si no creyeran que Gracilis se encuentra sin novedad.
La agria acogida que me habían ofrecido el primipilo y el corniculario empezaba a tener sentido. Si, sencillamente, habían perdido a su jefe, las cosas pintaban mal para ellos; pero si el legado había sido degollado en un motín silenciado a toda prisa, su situación era desesperada.
—Su tribuno mayor te ha dejado plantado con todo el descaro, y a mí también me han recibido de muy malos modos. ¿Siempre se portan así?
—Sí. Todos los oficiales parecen confabulados para encubrir los hechos. —Tal cosa no habría podido suceder durante una marcha, durante la cual Gracilis debería haber sido visto en la columna, pero allí, en la fortaleza, podían gestionar la legión entre ellos. La idea me recordó la historia de Balbilo de los comandantes legionarios dirigiendo fríamente Britania después de derrocar a su gobernador. Pero la era de la anarquía había terminado, o al menos eso se suponía.
—Hasta la próxima festividad oficial, no es imprescindible que la capa de comandante se deje ver por ninguna parte. Pero si existe una conspiración —añadí con una sonrisa—, acabo de volcar la bandeja de las bebidas. He traído conmigo una Mano de Hierro, más un pliego de órdenes para que su entrega se celebre con una ceremonia por todo lo alto. Cuando tenga lugar, deberán exhibir a su legado.
—¡Ajá! ¡Seguro que el gobernador pone todo su interés en estar de vuelta para entonces! —Camilo Justino tenía un carácter tenaz que me agradaba. Mostraba auténtico placer ante la perspectiva de que los esfuerzos obstruccionistas de la Decimocuarta estuvieran a punto de verse desbaratados—. ¿Cuándo debe celebrarse la ceremonia?
—Por el aniversario del emperador. —Advertí que dudaba. Vespasiano llevaba demasiado poco en el poder como para estar completamente arraigado en el calendario. Yo conocía la fecha (un escribiente que consideraba que los informadores eran unos ignorantes la había anotado en mis órdenes)—. Catorce días antes de diciembre. Todavía estamos en octubre, lo cual nos deja el resto del mes y los dieciséis primeros días de noviembre para resolver el rompecabezas discretamente y labrarnos una buena fama.
Los dos sonreímos. Después, reemprendimos la marcha hacia la puerta principal. Justino tenía suficiente carácter como para ver las posibilidades. Podía sacar buenas ventajas si conseguía resolver aquel intrincado asunto antes de que Roma se viese obligada a intervenir.
Sentí cierta responsabilidad hacia él. Yo era el amante de su hermana; casi de la familia, por así decirlo. Tenía la obligación de contribuir a su buena fortuna aunque, probablemente, a Justino le repugnara la idea de lo que su hermana había hecho conmigo. Y eso a pesar de que iba a ser yo quien cargara con la mayor parte del trabajo.
Mientras caminábamos en un silencio amistoso, estuve dándole vueltas a las cosas. Aquel asunto olía a algo grave. Ya estaba lo bastante escaldado como para no darme cuenta. Apenas llevaba una hora en Moguntiacum y ahora faltaba un segundo alto jefe militar: una complicación más a añadir al legado oficialmente desaparecido, a las tropas al borde del amotinamiento, al maníaco cabecilla rebelde y a la taimada profetisa.