El puesto de mando de la fortaleza había sido ideado para producir temor reverencial a cualquier hombre de las tribus bárbaras que se atreviera a meter la nariz por la Puerta Pretoria. Cuando miramos al frente, el bastión era lo que más destacaba a la vista; cuando estuvimos más cerca, su mole nos resultó ciertamente impresionante.
En la fortificación había un edificio de administración. Las dos legiones acuarteladas allí en aquel momento ocupaban sus respectivos edificios a ambos lados de la Via Principalis, pero compartían aquella construcción, que representaba la permanencia de la fortaleza. La fachada constaba de gruesas columnas de sillería a ambos lados de una imponente puerta triple que se abría ante nosotros en la Via Pretoria. Empequeñecidos ante ella, la cruzamos por el arco de la izquierda y nos encontramos frente a un campo de desfiles de suelo muy apisonado que ocupaba más extensión que el foro de la mayor parte de ciudades provinciales. Afortunadamente, no había nadie desfilando en aquel momento. De haberlo habido, mi tímido compañero habría muerto de la impresión.
—¡No podemos entrar ahí!
—Si alguien dice algo, mantén cerrados tus dientes de nácar y déjame hablar a mí. Como regla general, mientras estemos dentro de la fortaleza no discutas con nadie que lleve espada. Y otra cosa, Xanto; ¡intenta disimular un poco tu aire de actor suplente de una de esas obrillas de aficionado de Nerón!
Tres lados de la plaza estaban ocupados por almacenes y por las oficinas del oficial del servicio de intendencia. Enfrente se encontraba la sala basílica, que proporcionaba el centro para las formalidades de ambas legiones. Era allí adonde nos dirigíamos, de modo que empecé a cruzar el campo de desfiles sin más dilaciones.
Pero, cuando estuve en mitad de él, incluso yo me sentí ligeramente desprotegido. Llegar al otro lado pareció llevarnos media hora y casi pude percibir a los centuriones enfurecidos echando fuego por la boca desde las ventanas de todas las oficinas. Comprendí cómo se siente la langosta cuando el agua de la olla empieza a calentarse.
El principia era enorme. Se extendía en toda la anchura del complejo. La decoración era mínima y el edificio producía su efecto mediante el tamaño. La nave central tenía cuarenta pies de ancho y unas enormes columnas la separaban de los umbríos pasillos laterales, cada uno de la mitad de dicha anchura. Las columnas sostenían un techo impresionante cuyo peso era mejor no intentar calcular mientras uno se encontraba debajo. En un día de lluvia, allí dentro podía guarecerse una legión entera, apretada como anchoas adobadas en un tarro. El resto del tiempo, la formidable sala permanecía vacía y silenciosa, guardando secretos y formando un osado tributo a la pericia de los ingenieros del ejército.
A través de la penumbra distinguimos, en un extremo, el tribunal del comandante. Lo más destacado del lugar, justo frente a la entrada y al otro extremo, era la capilla del legionario.
Avancé hacia allí y mis botas resonaron sobre el pavimento. Percibí un furtivo aroma a óleo ceremonial, bastante reciente. Tras un borde de lajas se extendía una cámara abovedada a prueba de incendios que guardaba la otra estancia sagrada, la sala subterránea con la caja fuerte. Allí arriba, en la parte abierta, se hallaba el altar portátil para la toma de augurios. En torno a él estaban dispuestos los estandartes en una especie de gavilla.
La Decimocuarta ostentaba la posición prominente, mientras que su legión convecina se había conformado gentilmente con ocupar uno de los lados. En el lugar de honor brillaba el águila de la Decimocuarta y un retrato del emperador envuelto en púrpura. Bajo la luz mortecina de unas remotas ventanas del triforio, en la parte superior de la nave principal, vi en los estandartes de las centurias más medallas por actos de valor de las que jamás había contemplado juntas. Los honores, concedidos sobre todo por los emperadores Claudio y Nerón, debían de ser en recompensa por servicios distinguidos en Britania. Por supuesto, también había estatuas de bronce de sus patronos titulares, Marte y Victoria. Los estandartes de la otra legión, por el contrario, estaban desprovistos de adornos.
Pero no habíamos ido allí a rendir culto. Le guiñé el ojo al águila que guardaba la gavilla de estandartes sin insignias y conduje a Xanto hacia las oficinas cercanas. La secretaría ocupaba el lugar más destacado, junto con la capilla. Como nadie más quiere molestarse en resolver los problemas de alojamiento, los escribientes siempre controlan este aspecto del funcionamiento de la fortaleza. Y, naturalmente, se reservaban los mejores lugares para ellos.
Un secretario calvo nos condujo al lujoso aposento del cual se había apropiado la Decimocuarta. Todo estaba tranquilo, lo cual podía significar que la legión era una unidad ineficiente y amodorrada, o bien que había realizado y concluido ya todas las tareas de la jornada. Quizá su legado estaba echando una siesta en su propia casa y el prefecto de campamento tenía un resfriado. Quizá los tribunos se habían tomado un día de permiso para salir de caza en grupo. Me reservé el juicio. Mientras mantuvieran llenos los graneros, llevasen un control riguroso de las armas y tuvieran las cuentas claras y puestas al día, Vespasiano no era un hombre que fuera a mostrarse puntilloso con la Decimocuarta por tener una intendencia lenta y calmosa. Al emperador le interesaban los resultados.
En la sala principal encontramos a dos de los altos cargos de la legión.
Uno, que no era combatiente, vestía una túnica roja pero no llevaba coraza. De un clavo colgaba su casco, adornado con los dos cuernos que le conferían el título de Corniculario: jefe de intendencia. En mi opinión, esos cuernecillos son una broma de las legiones para dar un aspecto ridículo a sus escribientes jefes. Su compañero era otro cantar: un centurión con su uniforme íntegro, incluida una serie completa de nueve phalerae, los medallones pectorales obtenidos por servicios distinguidos. El hombre tenía más de sesenta años y su actitud de desprecio, profundamente arraigada, me indicó que estaba ante el Primipilo, el Primera Lanza o centurión decano. Este ambicionado cargo se ejerce durante tres años, tras los cuales se concede una gratificación equivalente a una posición de clase media y un pasaporte a trabajos civiles descansados y bien retribuidos. Algunos de estos centuriones decanos —y supuse que me hallaba ante uno de ellos— optan por repetir su período de decanato, convirtiéndose así en amenazas públicas del modo que mejor dominan. La idea que tiene un Primera Lanza de una buena vida es morir con los correajes puestos en alguna provincia olvidada de los dioses.
Este primipilo tenía el cuello corto y grueso, como si su gracia en las fiestas fuera matar moscas a cabezazos. Era ancho de hombros y su cuerpo apenas se estrechaba desde las axilas hasta la cintura, pero ni su pecho ni su vientre tenían nada de obeso. Los pies, en cambio, eran pequeños. Durante la conversación con nosotros apenas se movió, pero supuse que cuando quería podía ser muy ágil. Aunque el individuo no me cayó bien, este detalle carecía de importancia. Él, por su parte, tampoco me prestó interés alguno, y eso era lo que contaba.
El corniculario tenía un físico mucho menos imponente, con una nariz respingona y una boca pequeña y adusta. Lo que le faltaba en corpulencia lo compensaba en malicia y expresividad.
Cuando entramos, los dos personajes estaban haciendo trizas a un soldado que había cometido alguna falta, como hacer alguna pregunta inocente. Disfrutaban en grande, dispuestos a humillar a su víctima toda la tarde a menos que se presentase alguien que los disgustara aún más. Y alguien apareció, en efecto: Xanto y yo.
Los dos hombres le dijeron al soldado que se metiera en su propia vaina, o algo por el estilo, y el desgraciado se escabulló, agradecido, por donde habíamos entrado.
El primipilo y el corniculario nos observaron, se miraron uno al otro y nos contemplaron de nuevo con aire de burla mientras esperaban a que empezara la diversión.
—¡No me lo creo! —se maravilló el primipilo.
—¿Quién ha dejado entrar a esta chusma? ¡Alguien debería haber echado a la guardia encima de estos civiles!
—¡Estos imbéciles negligentes de la Primera!
—Buenas tardes —me atreví a saludar desde el umbral.
—¡Lárgate, ricitos! —replicó el primipilo—. Y llévate a tu chica y sus guirnaldas.
En mi oficio, los insultos son la convención social más normal, de modo que aguanté la ofensa. Noté que Xanto hervía de indignación, pero andaba bueno si esperaba que yo saltara a defenderlo en aquella compañía. Me adentré en la estancia y deposité en el suelo la cesta que contenía el regalo del emperador.
—Me llamo Didio Falco. —Parecía aconsejable guardar las formalidades. Tendí mi salvoconducto imperial al corniculario, que lo cogió entre el pulgar y el índice como si lo hubiera sacado de una alcantarilla. Con una sonrisa burlona en su boca pequeña de labios apretados, el hombre arrojó el documento al otro extremo de la mesa, donde lo recogió el primipilo entre nuevas risas.
—¿Y qué se te ofrece, Falco? —inquirió el primero de los hombres. La pregunta escapó de sus tensos labios como el relleno de un colchón mal cosido.
—Entrego paquetes raros.
—¡Ah! —comentó el primipilo.
—¿Y qué llevas en esa cesta de picnic? —preguntó burlón su compañero, más comunicativo.
—Cinco bollos de pan, un embutido de tripa de cordero… y un nuevo estandarte para indicar el aprecio personal que el emperador siente por la Decimocuarta. ¿Queréis echar un vistazo?
El primipilo era el hombre de acción entre los presentes; mientras el corniculario se ocupaba con el extremo romo de un punzón de una imperfección en la manicura, su compañero se obligó a acercarse mientras yo desataba las correas de la cesta. La Mano de Hierro pesaba igual que una pieza de caño de alimentación de un acueducto, pero la levantó por el pulgar como si fuese ligera como un amuleto.
—¡Ah, muy bonita! —Nadie podía reprochar nada a sus palabras. Sólo el tono lo traicionaba.
Por mi parte, mantuve un tono de voz normal y continué:
—Debo entregar el regalo de Vespasiano a tu legado personalmente. También le traigo un despacho sellado que contiene, creo, el programa para la apropiada ceremonia de investidura. ¿Sería posible que Florio Gracilis me recibiera enseguida?
—No —respondió el corniculario.
—Puedo esperar.
—Por mí, como si te tomas medidas para una urna funeraria y te metes dentro.
—¡Ahí tienes una muestra de la famosa simpatía y del espíritu de colaboración de la Decimocuarta! —le comenté a Xanto con una sonrisa.
—¿Quién es esa flor de aroma pestilente? —preguntó el primipilo de improviso.
Estudié detenidamente a ambos representantes de la administración militar.
—Un enviado especial de Tito César. —Me pasé el dedo de lado a lado del cuello en el gesto tradicional—. Todavía no he decidido si es un asesino encubierto que busca a alguien para liquidarlo, o un simple auditor con gustos estrafalarios en el vestir. Ahora que estamos aquí, no tardaremos en averiguarlo. O empezarán a aparecer muertos, o le encontraréis husmeando en vuestros libros de cuentas…
Xanto se quedó tan perplejo que, por una vez, mantuvo la boca cerrada. Los dos individuos se consultaron cansinamente.
—¡Lo que pensábamos! —suspiró el corniculario—. Las cosas en Roma deben de ir muy mal. ¡Ahora nos envían como emisarios desechos de grupos musicales y basura estrafalaria!
—¡Alto ahí! —sonreí, tratando de seguirles la corriente—. ¡Sea lo que sea, yo soy auténtico! Volvamos al tema. Si Gracilis está demasiado ocupado en este momento, concertadme una cita con él cuando tenga un hueco en su agenda.
A veces, los esfuerzos por hacerse simpático dan resultado. En esta ocasión, no fue así.
—¡Auténtica basura! —comentó el primipilo a su colega—. ¡Haz desaparecer tu culo de aquí, ricitos!
—¡Deja mis orificios corporales fuera de la orden del día! Escucha, centurión. Acabo de arrastrar una Mano de Hierro por media Europa y estoy decidido a entregarla. Sé que la Decimocuarta es una chusma blasfema e inculta, pero si tu legado aspira al consulado no va a permitir que un maníaco de la instrucción y un chupatintas rechacen un premio del emperador…
—No te hagas el listo —me advirtió el corniculario—. Puedes dejar el trofeo y también el mensaje sellado. Quizá… —apuntó con la expresión más animada que había mostrado en todo el encuentro—, quizá ese mensaje diga: «Ejecutad al mensajero».
Ignoré el comentario.
—No tengo inconveniente en dejar la pieza de hierro, pero sólo entregaré las órdenes confidenciales a Gracilis en persona. ¿Me dais alojamiento en la fortaleza? ¡Vuestros barracones deben de resultar muy cómodos ahora que os habéis aligerado de los leales bátavos!
—Si eso es una broma a costa de la Decimocuarta —masculló el primipilo—, celébrala cuanto puedas; no tendrás ocasión de hacer otra.
Respondí que jamás se me ocurriría faltar al respeto a los vencedores de Bedriaco, y que me buscaría habitación por mi cuenta.
Mientras lo empujaba por el pasillo hacia el exterior, Xanto me preguntó con voz gimoteante:
—¿Qué era eso de Bedriaco?
—Una batalla en la cual la Decimocuarta se salvó de ser señalada como derrotada mediante el simple truco de afirmar que nunca llegó al campo de combate.
—Ya pensaba que sería algo así. ¡Los has irritado mucho, Falco!
—Me conviene.
—Y ahora saben que trabajas para el emperador…
—No, Xanto; ¡piensan que eres tú quien lo hace!
—¿Con qué objeto?
—Saben que tienen un historial poco claro y están seguros de que el emperador enviará a alguien a inspeccionar la situación, pero suponen que yo soy un peón sin importancia. Mientras me comporte como un estúpido, nunca creerán que soy el espía.
Por suerte, Xanto no preguntó a qué venía mi interés por señalar a otro como agente del emperador.
O qué pensaba que podían intentar los legionarios de la Decimocuarta Gémina contra quien tomaran por tal.
Cuando llegamos a la salida vimos aparecer a dos tribunos, procedentes de otra oficina. Ambos hombres venían discutiendo caballerosamente.
—Macrino, no quiero parecer pesado pero…
—No recibe a nadie; está proyectando una de sus correrías contra alborotadores imaginarios.
Al principio presté atención porque creí que se referían al legado Gracilis. El joven que respondía era uno de esos tipos robustos y seguros de sí mismos que nunca me impresionaban, de complexión atlética, cabeza cuadrada y rizos apretados y lustrosos. El que parecía protestar me resultó familiar. Debía de tener unos veinte años, pero parecía más joven. Era alto, delgado y de porte sereno, y en su rostro, vulgar y aniñado, lucía una sonrisa franca.
—¡Camilo Justino!
Ante mi exclamación de reconocimiento, dirigida a su compañero, el primer tribuno reaccionó con prudencia. Procedente de una familia de senadores, el hombre había tenido una buena educación: sabía latín, griego, matemáticas y geografía, cuánto pagar a una prostituta, de dónde venían las mejores ostras… y dominaba el viejo arte del foro de escabullirse de quien se quería evitar.
—Lo siento, Justino —dije a continuación—. ¿Interrumpo una conversación importante, tal vez?
El hermano de Helena refunfuñó en dirección a la espalda que se retiraba rápidamente, protegida por su bruñida coraza.
—No importa. De todos modos, no iba a convencerme. Eres Falco, ¿verdad?
—Sí. Marco Didio. Me habían dicho que estabas destacado en un puesto. Espero que no sea con la Decimocuarta.
—No, claro. ¡No alcanzo sus exigencias! Me convencieron para que me presentara «voluntario» a una campaña suplementaria con la Primera Adiutrix. La tropa es nueva.
—Me alegra oírlo. La Decimocuarta es una legión de groseros. Acabo de traerles un trofeo y me han negado alojamiento —insinué sin pudor.
Justino soltó una carcajada.
—¡Entonces, será mejor que te quedes en mi casa! Ven conmigo. Después de intentar sacar provecho a esa nueva gente, necesito ir a casa y echarme a la sombra. —Nos pusimos en marcha—. ¿Qué haces por aquí, Marco Didio?
—¡Bah!, nada demasiado emocionante. Encargos de Vespasiano. En su mayor parte, rutina. Un par de asuntos extra para ir jugando en mi tiempo libre: reprimir rebeldes y cosas así —dije en son de broma—. Por ejemplo, hay un legado desaparecido…
Justino se detuvo en seco. Parecía anonadado. Me detuve también.
—¿Qué sucede, tribuno?
—¿Acaso el emperador tiene acceso a nuevas formas de augurio etruscas?
—¿Sucede algo malo?
—¡Me dejas asombrado, Falco! Precisamente hace un momento estaba tratando de explicárselo a mi interlocutor. ¡No comprendo —añadió con un gruñido— cómo ha podido saber Vespasiano que en Germania se estaba cociendo algo y haber reaccionado con tal rapidez que te presentes aquí antes incluso de que mi comandante haya decidido la necesidad de poner a Roma sobre aviso!
—Explícate —me limité a decir cuando Camilo Justino se quedó sin aliento.
El joven Camilo volvió la vista a un lado y a otro y bajó la voz, aunque estábamos cruzando el desierto campo de desfiles.
—Florio Gracilis lleva varios días sin ser visto. La Decimocuarta no está dispuesta a reconocerlo ni siquiera ante mi propio comandante, pero en la Primera se da por hecho que el legado de la otra legión ha desaparecido.