XV

Argentorato había olvidado cómo se acoge a un viajero… si es que alguna vez había sabido hacerlo. La población había acogido una enorme base militar desde que Roma mostrara interés por Germania, y sus modales se habían resentido de ello. Allí había tenido su puesto original mi legión, la Segunda Augusta. Cuando yo fui destinado a ella en Britania, sólo encontré allí a un puñado de veteranos malhumorados que apenas recordaban nada de la vida en el Rin, pero la posición de Roma en Britania siempre había parecido peligrosa y, en cualquier caso, siempre habíamos tenido la esperanza de que nos destinasen a una guarnición mejor, de modo que Argentorato había sido el lugar cuyo nombre los hombres de mi legión pronunciaban invariablemente con un tonillo de propietarios.

Lo cual no significaba que pudiera invocar antiguos favores si cometía el error de presentarme allí.

Ya había pasado por aquella inamistosa población en otras ocasiones, camino de lugares aún peores. Por lo menos, la última vez había conocido al joven Camilo Justino, que me había obsequiado con una cena memorable y una ronda por los lugares destacados y los bajos fondos, que por esa época no eran tan destacados como Argentorato quería creer ni tan bajos como yo esperaba. En aquel entonces me sentía deprimido, pues era un hombre enamorado, aunque todavía no había caído en la cuenta. Ahora, me pregunté si Camilo se habría percatado de que su imponente hermana (a la que se suponía que yo estaba escoltando aunque, como de costumbre, Helena había tomado el mando enseguida) se había ocupado de meterme en una jaula como un jilguerillo cantor. Esperaba preguntárselo y reírnos juntos pero, para eso, antes debía dar con él.

Los grandes centros militares tienen sus inconvenientes. En la fortaleza jamás se encuentra a un centinela conocido, ni sigue en su puesto ningún oficial con el que se haya trabado amistad en la anterior visita. La población resulta igualmente decepcionante. La gente del lugar está demasiado ocupada haciendo dinero con la soldadesca como para molestarse por los visitantes esporádicos. Los hombres son bruscos y las mujeres, desdeñosas. Los perros ladran y los asnos dan mordiscos.

Finalmente, arrastré a Xanto a una cola quejosa ante el puesto de guardia principal. Si me hubiese registrado como enviado imperial me habrían facilitado alojamiento en la fortaleza, pero preferí ahorrarme una noche de cortesías y agradecimientos al intendente. Uno de los hombres de guardia me dio todas las malas noticias que necesitaba para marcharme: en las listas no constaba la llegada de ninguna noble hermana de un noble tribuno y, en cualquier caso, su señoría Camilo Justino había dejado Argentorato.

—Su sustituto llegó hace dos semanas. Justino había completado su turno.

—¿Qué…? ¿Ha vuelto a Roma?

—¡Ja! Estamos en el Rin; ¡nadie escapa de aquí tan fácilmente! Ha sido trasladado de puesto.

—¿Y dónde está destinado ahora?

—Ni idea. Lo único que sé es que anoche escogió la contraseña para la guardia algún estúpido imberbe recién salido de una escuela de filosofía. La joya de anoche era «xenofobia». Hoy hay tres centinelas en las celdas por olvidarla y un optio del centurión anda de un lado a otro como un oso que se hubiera sentado sobre una ortiga porque tiene que presentar informes disciplinarios de sus mejores compañeros de tienda.

En aquellos momentos, ninguna legión de Germania podía correr riesgos con la guardia. La provincia se encontraba bajo una estricta ley marcial —por muy buenas razones— y no había lugar para tribunos idiotas que quisiesen destacar.

—Imagino que vuestro nuevo chico listo estará recibiendo una buena bronca del legado. —Reprimí mi inquietud por Helena y me concentré en su hermano—. ¿Acaso Camilo Justino ha sido destacado a alguna de las legiones expedicionarias?

—¿Quieres que pregunte? —El centinela daba toda la impresión de estar dispuesto a ayudar al amigo de un tribuno, pero ambos sabíamos que no tenía intención de dejar su banqueta.

—No te molestes —respondí con una sonrisa cortés e irónica. Era hora de irse, pues me di perfecta cuenta de que el barbero, que había estado asomando la nariz por encima de mi hombro envuelto en una nube de exótica loción para la piel, empezaba a resultar desagradable para aquel recio legionario de olfato nada refinado.

Efectué un último intento por conseguir información.

—¿Qué se sabe de la Decimocuarta Gémina?

—¡Esos bastardos! —replicó el centinela.

Aquel rotundo calificativo fue su única respuesta. En un cuartel de legionarios bajo una fría y lluviosa noche de octubre, no había mucho espacio para conversaciones de salón. Detrás de mí, dos agotados correos esperaban para registrarse, Xanto miraba cada vez con menos discreción y un suministrador de venados muy borracho que quería protestar una cuenta de la cantina de oficiales me estaba dando tales empujones que decidí marcharme por no armar una pelea allí mismo, pero magullado y ultrajado como una tabernera en unas fiestas saturnales.

Nos alojamos en una hospedería civil ubicada entre la fortaleza y el río para poder partir con las primeras luces. Fuimos a los baños pero ya era demasiado tarde para el agua caliente. Sorprendidos de que en aquellas ciudades lejanas los establecimientos cerraran sus puertas a horas tan tempranas, tomamos una cena nada apetitosa que ayudamos a bajar con un vino blanco muy ácido, y luego nos pasamos la mayor parte de la noche en vela debido al constante ir y venir de recias botas. Nos habíamos instalado en una calle llena de burdeles. A Xanto le intrigaron los ruidos, pero le dije que el alboroto no era más que alguna unidad realizando un ejercicio nocturno.

—Escucha, Xanto. Si quieres, puedes quedarte aquí mientras yo llego hasta Moguntiacum. Te recogeré a la vuelta, cuando haya cumplido el encargo del emperador.

—¡No, no! ¡Ya que he llegado hasta aquí, seguiré contigo!

Lo dijo como si estuviera haciéndome un enorme favor. Cerré los ojos, abatido, y ni siquiera respondí.

A la mañana siguiente intenté encontrar plaza gratis en alguna embarcación, pero no tuve suerte. El trayecto Rin abajo es muy pintoresco, de modo que los propietarios de las gabarras fluviales exigían un precio muy alto por el privilegio de contemplar cien millas de su recorrido.

Como la mayor parte de las barcazas, la nuestra transportaba vino. Compartimos las vistas, que pasaban lentamente ante nosotros, con dos viejos y un buhonero. Los abuelos tenían la espalda encorvada, la cabeza calva y una serie de apetitosas viandas que hacían la boca agua y que no tenían la menor intención de compartir. Permanecieron todo el viaje sentados uno frente al otro, hablando sin parar, como si se conocieran de toda la vida.

El buhonero, que subió a bordo en una pequeña colonia llamada Borbetomagus, también iba encorvado, pero en su caso bajo los arreos de un tenderete desmontado y del atroz material que vendía. Xanto y yo éramos un público cautivo, de modo que no tardó en desatar los nudos de sus fardos y extender sus ofertas en la cubierta. Yo no le presté atención, pero Xanto vibró enseguida de estúpida excitación.

—¡Fíjate en eso, Falco!

Como a veces hacía algún tímido intento por salvarlo de su propia estupidez, eché una ojeada a la basura en la que se disponía a invertir ahora. De inmediato, refunfuñé. Esta vez se trataba de efectos militares. Cabría suponer que nuestros héroes de la marcha sobre el lodo ya tenían suficiente equipo y correajes como para no verse obligados a gastarse la paga en pertrechos, pero nada más lejos de la realidad; aquel astuto buhonero estaba haciendo un buen negocio con la venta de sus tristes recuerdos de antiguas guerras a los legionarios. Lo había visto hacer en Britania. Lo había visto hacer en el carromato de quincalla que mi hermano mayor, que no tenía sentido de la proporción, había llevado a rastras desde los zocos exóticos de la Cesarea. Allí, con nueve legiones a lo largo del Rin, la mayoría de sus soldados muertos de aburrimiento y todos los bolsillos llenos de plata imperial, sin duda existía una amplia demanda de pintorescas hebillas tribales, armas antiguas gastadas y diversas puntas de hierro que podían proceder de cualquier apero agrícola.

El individuo era un ubio de nacimiento, todo él labio superior y cháchara intrascendente. El labio se extendía sobre unos dientes grandes y salientes; la cháchara era su técnica para ablandar al cliente. Con Xanto, le dio resultado. Casi todo lo daba. Dejé que ambos llevasen las cosas a su modo.

El buhonero se llamaba Dubno y vendía los habituales cascos nativos con astas sobre las orejas, varios cuencos de puntas de flecha y de lanza «antiguas» (que sin duda había cogido la semana anterior de entre las ruinas de un viejo fortín), una sucia copa que el hombre juró a Xanto que estaba hecha de asta de uro, unas piezas de «armadura sármata», medio juego de arreos icenios y, entre otras cosas, una colección de ámbar báltico.

Ninguna de las piezas contenía insectos fosilizados, pero el ámbar era el único material que merecía la pena considerar. Naturalmente, Xanto pasó de largo sin mirárselo dos veces. Yo dije que compraría unas cuentas para mi novia si eran igualadas y estaban ensartadas adecuadamente. No me sorprendió demasiado que, al momento, Dubno sacara de su insondable bolsillo tres o cuatro sartas para un collar decente… a tres o cuatro veces su precio.

Pasamos una soportable media hora regateando sobre la sarta de cuentas más pequeñas. Le hice rebajar a una cuarta parte del precio de partida sólo por el placer de negociar, y entonces me decidí por una de las mejores, como había sido mi intención desde el principio. El astuto buhonero me había medido con acierto, pero Xanto pareció perplejo. El barbero ignoraba que había pasado mi infancia revolviendo entre los tenderetes de segunda mano de Septa Julia. También pensé que era conveniente comprarle un regalo a Helena por su cumpleaños, por si acaso daba con ella. La echaba de menos, y eso me convertía en un objetivo fácil para cualquiera que me ofreciese una chuchería que tuviera el más ligero vestigio de buen gusto.

Juzgando que mi bolsa quedaba con esto definitivamente cerrada, Dubno concentró otra vez en Xanto su encanto gimoteante. Era un artista. Como hijo de un subastador, casi disfruté observándolo. Por fortuna, no recorreríamos el río hasta el delta, pues de lo contrario el barbero habría acabado por quedarse las existencias completas del buhonero. Desde luego, se quedó con el cuerno de uro, presuntamente arrancado por el propio Dubno de uno de aquellos toros salvajes galos cuya bravura es legendaria…

—¡Cuánto me gustaría ver uno de ellos, Falco!

—¡Agradece que sea tan improbable!

—¿Has tenido ocasión de ver alguno en tus viajes?

—No, Xanto. Soy una persona razonable: nunca he tenido ganas de encontrármelos.

El objeto que había adquirido era una copa de asta que no derramó demasiado vino sobre su túnica cuando intentó utilizarla. Incluso consiguió sacarle bastante brillo, a fuerza de frotar. Decidí no revelarle que los uros no tienen los cuernos curvos.

Mientras la barcaza de transporte de vino seguía flotando hacia nuestro destino, Dubno envolvió y guardó de nuevo sus tesoros. Xanto empezó a manosear un casco y me apresuré a quitarle el objeto, en parte para evitar que se gastase sus últimos fondos (pues ello habría significado que yo tendría que pagarlo todo).

Al principio me pareció un casco militar común y corriente, pero luego advertí en él algunas diferencias. El casco moderno incorpora una guarda más amplia en la parte posterior, que protege el cuello y los hombros; también lleva quijeras para las mejillas y protecciones suplementarias para las orejas. Sospecho que este diseño revisado se perfeccionó para contrarrestar los daños que producían las anchas espadas de los celtas. El modelo antiguo había sido reemplazado mucho antes de mi tiempo, pero ahora tenía uno ante mis ojos.

—Éste debe de ser una antigüedad, Dubno.

—Yo lo anuncio como una reliquia del desastre de Varo —confesó el buhonero en tono amistoso, como si reconociera su falsedad; después, su mirada se cruzó con la mía y se lo pensó mejor. Yo conseguí contener un estremecimiento.

—¿De dónde lo has sacado?

—¡Oh…, de los bosques! —su voz se difuminó, evasiva.

¿De dónde? —insistí.

—¡Oh…, del norte!

—¿Del bosque de Teutoburgo, tal vez?

El hombre se mostró reacio a aclarar tal extremo. Hinqué una rodilla e inspeccioné con más atención el lote. El buhonero ya me había catalogado de problemático y no le gustó en absoluto mi conducta. Hice caso omiso de su agitación, lo cual lo inquietó todavía más.

Pronto me fijé en una antigua pieza de bronce que podía proceder de la empuñadura de una espada romana, unas hebillas que se parecían a unas que había visto en casa de mi abuelo y un soporte para el penacho del casco (otro detalle descartado del uniforme y sustituido por una presilla para el transporte).

—Habrás vendido un montón de esas «reliquias de Varo», ¿verdad?

—Cada cual cree lo que le da la gana.

Había también un objeto ennegrecido que me abstuve de tocar porque me pareció que se trataba de un cráneo humano.

Me incorporé de nuevo.

Según la versión oficial, el heroico Germánico, nieto adoptivo de Augusto, había localizado el emplazamiento donde se había producido la hecatombe, había recogido los restos esparcidos de los muertos y había celebrado un funeral decente en recuerdo del perdido ejército de Varo. Sin embargo, ¿quién va a creer que Germánico y sus nerviosas tropas permanecieran mucho rato allí, en territorio hostil, ofreciendo otro objetivo al enemigo? No; Germánico y los suyos hicieron cuanto pudieron y cumplieron de sobras llevando de vuelta a Roma los estandartes perdidos. Tras esto, todos pudimos dormir con la conciencia tranquila. Era mejor no pensar que en las profundidades de los umbrosos bosques de la Germania inconquistada podían aún yacer armas rotas y demás despojos entre cuerpos y huesos romanos sin enterrar.

Los soldados de las guarniciones compraban hoy aquella panoplia enmohecida. A los militares les encanta comprar recuerdos que evocan grandes hazañas en situaciones peligrosas. Cuanto más espeluznantes, mejor. Si era cierto que Dubno había descubierto el paraje donde se había librado la antigua batalla, debía de estar amasando una fortuna.

Evité profundizar en el tema sondeando el aspecto que me interesaba.

—De modo que cruzas el río, ¿no es eso? —dije—. ¿Te adentras en el norte? —El buhonero se encogió de hombros. El comercio fomenta la osadía y, en cualquier caso, a efectos del comercio la Germania libre nunca ha sido una zona prohibida—. ¿Hasta dónde te llevan tus viajes? ¿Has topado alguna vez con la famosa profetisa?

—¿De qué profetisa me hablas?

No lo decía en serio. Intenté no parecer especialmente interesado en el tema, no fuera a correr la voz de mi misión.

—¿Acaso hay más de una siniestra solterona que ejerza influencia sobre las tribus? ¡Me refiero a esa sacerdotisa sedienta de sangre, la mujer sagrada de los brúcteros!

—¡Ah, Veleda! —respondió Dubno, burlón.

—¿La has visto alguna vez?

—Nadie la ha visto.

—¿Cómo es eso?

—Veleda vive en la cima de una alta torre, en un lugar apartado del bosque. Nunca recibe a nadie.

—¿Desde cuándo son tan tímidos los profetas? —Era mi sino. Topar con lo más raro—. No imaginaba que tuviese un despacho de mármol y una recepcionista que sirviera te a la menta a los visitantes pero, ¿cómo comunica sus mensajes, entonces?

—Por medio de sus parientes varones.

A juzgar por el efecto que Veleda había tenido en los sucesos de aquel extremo del Imperio, sus tíos y hermanos debían de haber patrullado activamente una amplísima zona a través de los bosques. Su actividad casi quitaba brillo a la capacidad escurridiza de la sacerdotisa.

El barbero lucía su mueca de excitación.

—¿Veleda forma parte de tu misión? —me susurró. La simpleza de aquel individuo de ojos abiertos como platos me dolía como un flato mientras uno corre para ponerse a salvo de un toro enfurecido.

—A las mujeres puedo manejarlas —dije—, ¡pero de los druidas no quiero saber nada! —Era un verso. Dos de nosotros conocíamos la referencia, pero el pobre Xanto parecía impresionado.

Tuve que actuar deprisa. La barcaza ya se aproximaba al gran puente de Moguntiacum y no tardaríamos en amarrar en el muelle. Dirigí una mirada pensativa al buhonero.

—Si alguien quisiera ponerse en contacto con Veleda, ¿sería posible hacer llegar un mensaje a esa torre en que vive?

—Podría ser.

Dubno dio muestras de inquietud ante la sugerencia. Dejando sentado que estaba investido de cierta autoridad, le dije que no abandonara la ciudad.

El buhonero adoptó la actitud de quien está decidido a abandonar la ciudad en el momento exacto en que le venga en gana, y sin advertir de ello a nadie previamente.