XIV

El centurión recogió bajo el cinto los extremos balanceantes, lastrados con bronce, de la pieza protectora de la entrepierna; después, entregó el casco a un soldado, que lo sostuvo con cuidado por la tirilla de colgar. La lluvia había cesado hacía un rato, pero la capa escarlata del oficial se enredaba torpemente en el cinto de la espada plateada y la lana de sus pliegues se adhería a su cuerpo y a sus brazos con la humedad que nunca parecía separarse de uno mientras viajaba. Cuando levantó la cabeza, advertí en su rostro una fatigada resignación, ya que nuestra llegada había desbaratado cualquier plan que pudiera tener de ocultar los cuerpos cubriéndolos de maleza para después abandonar el lugar a toda prisa.

Inclinado sobre el cuello de mi caballo, lo saludé con un leve gesto de la cabeza.

—¡Soldado, haz que esa gente circule! —exclamó él.

Los reclutas eran tan inexpertos en la vida militar que, en lugar de dar por sentado tercamente que la orden iba dirigida al compañero de al lado, se volvieron como un solo hombre hacia nosotros. Yo no me moví de donde estaba.

—¡Enséñales tu pase! —me susurró Xanto lo bastante alto para que pudieran oírlo, convencido de que estábamos en dificultades… como así fue, tan pronto hubo abierto la boca. Yo hice caso omiso de sus palabras, pero advertí que el centurión se ponía rígido. Ahora querría asegurarse de quiénes éramos y, si era tan estricto como sugería su aspecto, querría saber también adonde íbamos, quién nos enviaba, qué hacíamos en aquel descampado y si nuestros asuntos podían producir algún tipo de repercusiones que lo afectaran.

Todo aquello parecía suficiente como para retenernos allí cuando menos un par de semanas. Mi peligrosa pasividad fue lo bastante elocuente para el barbero, quien enmudeció con aire desconsolado. El centurión nos lanzó una mirada furiosa.

A aquellas alturas, yo ya me había resignado más o menos a que la gente imaginara que Xanto y yo éramos un par de chulos que habíamos salido de parranda. Xanto tenía el aspecto inconfundible de un barbero y yo era, obviamente, demasiado pobre para permitirme un asistente personal. Nuestras monturas procedían de los establos locales que suministraban a los servicios de postas imperiales, pero los animales no tenían ninguna marca que lo denotara. La cesta con el regalo de Vespasiano a la Decimocuarta tenía un aire militar, con sus fuertes correas. El resto de mi equipaje también parecía oficial. Pero cualquier asomo de autoridad que pudiera trasmitir mi aspecto chocaba radicalmente con la delicada afectación del barbero. Como todo el mundo, el centurión se fijó en la capa de aire griego y la túnica violeta con bordados azafrán (la capa era probablemente una prenda de desecho de Nerón, pero no había querido preguntárselo para no darle la satisfacción de contármelo). El oficial estudió su tez bien cuidada, su cabello melindrosamente peinado y sus zapatos a la moda (repujados y con borlas púrpura como adorno); después, se quedó mirando su insufrible expresión bobalicona. Por último, se volvió hacia mí.

Sostuve su mirada, resuelto e impertérrito. Le concedí tres segundos de plazo para que dijese algo. Después, sugerí tranquilamente:

—¿Qué, un asunto para la policía municipal de la siguiente ciudad con magistrado? —Consulté el itinerario, procurando que advirtiera que se trataba de un documento militar—. Hace tres días que dejamos Lugdunum, de modo que Cavilono debe de estar a tiro de piedra. Es una población bastante grande y…

La gente es desagradecida. Ofrecerle una salida sólo hizo que el centurión se interesara más por el hallazgo y volviese junto a los cuerpos. Yo debería haber seguido mi camino, pero mis anteriores encuentros con los muertos produjeron en mí cierta sensación de compañerismo. Desmonté y medio salté, medio me deslicé también hasta la fossa.

No me sorprendía encontrarlos allí, en aquel estado. Habían llevado sobre sí la marca de unos hombres en plena crisis. Quizá se tratase de una impresión retrospectiva, pero lo que había visto de ellos había presagiado en cierto modo aquella tragedia.

Las señales de la causa real de su muerte eran mínimas, pero parecía como si ambos hombres hubieran sido reducidos a golpes, y después liquidados mediante estrangulamiento. Los brazos atados a la espalda eran una prueba bastante concluyente de que las muertes habían sido deliberadas.

El centurión los inspeccionó sin emoción mientras sus jóvenes soldados, más tímidos, permanecían algo apartados. El oficial me miró.

—Me llamo Falco —le dije, para mostrar que no tenía nada que ocultar.

—¿Funcionario?

—¡No hagas preguntas! —Mis palabras le dieron a entender que, en efecto, lo era—. ¿Qué opinas de todo esto?

El centurión me aceptó como un igual.

—Parece un asalto. Faltan los caballos y al tipo gordo le han quitado la bolsa que llevaba al cinto. —Me indicó una tira de cuero cortada que colgaba de éste.

—Si eso es todo, informa de su posición cuando llegues a Cavilono. Deja el asunto en manos de los civiles.

Toqué uno de los cadáveres con el revés de la mano. Estaba frío. El centurión vio lo que hacía pero ninguno de los dos comentó nada. La ropa del que habían encontrado boca abajo estaba absolutamente empapada donde el cenagal nauseabundo al pie de la acequia había impregnado la tela. El centurión también me observó mientras lo comprobaba.

—No hay nada que indique quiénes eran o adonde iban, pero sigo creyendo que han sido asaltados por bandidos. —Me miró fijamente, desafiándome a disentir, pero me limité a devolverle una sonrisa. En su situación, habría actuado como él. Ninguno de los dos se movió. Por fin, levantó la cabeza hacia la carretera para gritar a sus hombres—: ¡Que uno de vosotros vuelva corriendo hasta el último mojón y anote los datos!

—¡Sí, Helvecio!

El centurión y yo tomamos carrerilla para saltar la cuneta y nos encaramamos a la calzada al mismo tiempo. Abajo, los reclutas fisgaron por última vez los cadáveres en un alarde de fanfarronería y siguieron nuestros pasos; la mayoría de ellos resbaló y cayó al fondo varias veces antes de conseguirlo.

—¡Dejad de hacer el imbécil! —gruñó Helvecio. No obstante, tuvo paciencia con ellos.

—¡Parecen ajustarse al nivel de inteligencia habitual entre los de su edad, en estos tiempos! —apunté. El oficial, como todos los encargados de novatos, odiaba a sus inexpertos subordinados, pero dejó pasar mi comentario sin añadir nada—. ¿De qué legión eres?

—De la Primera Adiutrix.

Se trataba de una de las legiones que Cerealis había conducido a través de los Alpes como parte de la fuerza expedicionaria destinada a sofocar la rebelión. Había olvidado dónde tenían la base en aquel momento, pero al menos me alegró saber que no pertenecía a la Decimocuarta.

Xanto le preguntó a uno de los soldados a qué guarnición se dirigían, pero el muchacho no supo decírselo. El centurión tenía que saberlo, pero no lo reveló; ni yo se lo pedí.

Dejamos la compañía de los soldados y continuamos cabalgando hacia la encrucijada de caminos de Cavilono, desde donde me proponía tomar la bifurcación del sur. Al cabo de un rato Xanto me informó con visible orgullo de que había reconocido a los muertos como los dos hombres de Lugdunum.

—Yo, también.

—¿Por qué no has dicho nada? —preguntó, al parecer decepcionado.

—No tenía objeto.

—¿Qué sucederá ahora?

—El centurión dará instrucciones a un magistrado de la ciudad para que recoja los cuerpos y organice una batida en busca de los asaltantes.

—¿Crees que los cogerán?

—Probablemente, no.

—¿Cómo sabes que era un centurión?

—Porque llevaba la espada a la izquierda.

—¿Es que los soldados rasos las llevan al otro lado?

—Exacto.

—¿Por qué?

—Así, la vaina de la espada no entorpece la colocación del escudo.

Para un soldado de a pie, la libertad de movimientos podía significar la diferencia entre la vida y la muerte, pero los detalles de esta naturaleza no interesaban a Xanto.

—Podría habernos sucedido a nosotros, ¿te das cuenta? —exclamó con un gorjeo de entusiasmo—. Si esta mañana hubiéramos emprendido la marcha antes que ellos, habríamos sido nosotros quienes sufrieran ese mal encuentro con los bandidos.

No dije nada. Xanto daba por sentado que su insinuación me había dejado anonadado, de modo que continuó cabalgando con un sentimiento de superioridad. Era otra de sus irritantes costumbres; podía razonar perfectamente hasta la mitad de un problema pero, después, su cerebro se quedaba atascado.

Yo no creía que quienes habían dado muerte a los dos individuos hubieran hecho lo mismo con nosotros aunque hubiésemos salido antes del alba llevando unas alforjas tintineantes con un rótulo en el que, escrito en tres lenguas europeas, se leyese la leyenda: «Sírvase usted mismo». Aquello no era un típico asalto en la carretera. Tanto Helvecio como yo habíamos podido apreciar la existencia de algunos detalles extraños. En primer lugar, los dos hombres de Lugdunum no habían muerto aquella mañana. Los cuerpos estaban fríos y el estado de sus ropas indicaba que habían permanecido en la zanja toda la noche. ¿Quién viaja de noche? Ni siquiera los correos imperiales, a menos que el emperador haya muerto o que lleven detalles sumamente escabrosos de algún escándalo relativo a la alta sociedad. En cualquier caso, la noche anterior yo había visto a los difuntos mientras cenaban. Tenían un aire abatido y desdichado, pero no me había parecido que necesitasen apretar la marcha a la luz de los candiles. Por la noche, en la taberna, habían dado la impresión de disfrutar del descanso tanto como los demás parroquianos.

No. Alguien había matado a aquellos dos hombres, probablemente en el mismo pueblo, no mucho después de que yo los viera, y luego había trasladado los cuerpos a una distancia conveniente, al amparo de la oscuridad. Si no me hubiese quedado a disfrutar de mi jarra de cerveza fermentada, tal vez habría topado con la reyerta. Tal vez incluso podría haberla evitado. En cualquier caso, después de que los viese abandonar la taberna debían de haberlos seguido, golpeado y estrangulado; a continuación, los asesinos habían disimulado su fechoría como un incidente propio de los viajes a fin de que no hubiera preguntas comprometedoras.

—Una buena coincidencia, ¿eh, Falco?

—Posiblemente.

Posiblemente, no. Pero no tenía tiempo para detenerme a investigar. La única pregunta que me venía a la cabeza mientras cruzaba Cavilono a lomos de mi caballo era si el triste destino de los dos hombres sólo era consecuencia de sus asuntos privados en Lugdunum… o si tenía alguna relación con mi misión.

Me dije que nunca lo sabría.

Fue inútil.