Durante la siguiente etapa de nuestro viaje empezaron a suceder cosas.
No tardó en adueñarse de mí el desánimo. Visitar la factoría de cerámica había servido de diversión, aunque también me había producido cierta inquietud ya que no había comprado nada y a la vuelta me esperaba en casa una buena bronca. De todos modos, no volví a pensar en alfareros y sus problemas; ya tenía suficiente con los míos. La auténtica misión que se me había encomendado se cernía sobre mí. En Lugdunum habíamos cubierto un tercio de nuestro trayecto a través de Europa, sin contar la fatigosa travesía marítima anterior, desde Ostia. Estábamos, pues, en el tramo final, y cuanto más nos acercábamos al gran río Rin y a las ridículas tareas que me había encargado Vespasiano, más deprimido me sentía.
No por vez primera, me horrorizó el pensamiento de lo lejos que debíamos viajar para cruzar Europa y del muchísimo tiempo que nos estaba llevando.
—¡Más malas noticias, Xanto! El viaje por río es demasiado lento. A este paso, llegará el invierno antes de que haya terminado la misión. Aprovecharé mi salvoconducto imperial y seguiré camino a caballo, de modo que si quieres acompañarme tendrás que alquilar una mula.
No imaginéis que Vespasiano me había provisto de la autorización para tomar un caballo de las estaciones de postas oficiales porque quisiera hacerme cómodo el viaje; probablemente, había considerado que era lo más conveniente para transportar la Mano de Hierro.
Ahora, el territorio tenía un aspecto decididamente distinto. En lugar de las enormes villas italianas con sus terratenientes ociosos y sus cientos de esclavos, pasábamos junto a modestas granjas de aparceros. Había cerdos en lugar de ovejas y a cada piedra miliaria que dejábamos atrás se veían menos olivares y menos viñedos. En los puentes tuvimos que dar paso a convoyes de suministros para el ejército. Decididamente, nos acercábamos a una zona militar. Los pueblos se convirtieron en una rareza. El clima era más frío, húmedo y desapacible que el de nuestra tierra.
Xanto iba adquiriendo confianza como viajero, lo cual significaba que yo, como niñera de aquel idiota, tenía que estar aún más en guardia. Explicar las costumbres locales más triviales cada vez que nos deteníamos a cambiar de montura resultaba enloquecedor. Además, había empezado a llover.
—Me han colocado unas monedas falsas, Falco. ¡Cortadas en mitades y en cuartos!
—Lo siento, debí advertírtelo: aquí hay una escasez permanente de moneda fraccionaria. No es preciso que demuestres tu ignorancia armando un escándalo. Las piezas cortadas son aceptadas en la zona, pero no las lleves de vuelta a Roma. Suponiendo que volvamos algún día… —Me sentía tan desalentado que dudaba de ello—. Ya te acostumbrarás. De todos modos, trata de no gastar un as o un quadrans si puedes pagar con monedas de más valor, y guarda el cambio para cuando estemos desesperados. Cuando se quedan sin la última pieza de cobre, las camareras dan la vuelta con besos. Y cuando también se les acaban éstos… —Me estremecí significativamente.
—¡Vaya bobada! —gimió Xanto. Un auténtico barbero. Contarle chistes era perder el tiempo.
Con un mudo suspiro, le facilité una explicación sensata:
—El ejército siempre recibe la paga en plata. Los sestercios son más fáciles de transportar en piezas grandes y la Tesorería nunca piensa en enviar unos cuantos arcones de monedas de cobre para que los soldados puedan usarlas como dinero de bolsillo. En Lugdunum hay una ceca, pero parece que el orgullo les hace preferir las piezas grandes a la hora de pagar.
—Ojalá cortaran también los precios por la mitad, Falco.
—¡Ay! ¡Ojalá tantas cosas…!
Lo dije con contención, aunque estaba a punto de estallar.
Ojalá dejara de llover. Ojalá encontrara a Helena. Ojalá estuviera en mi ciudad, ocupado en algún caso libre de peligros. Pero, sobre todo, ¡ojalá perdiese de vista a aquel barbero y su inagotable cháchara!
Pasamos la noche en un pueblo típico de la vía que transitábamos; una larga hilera de edificios a ambos lados de la ruta formaba una calle mayor, dedicada en su mayor parte a atender a los viajeros. Había numerosas hospederías y, cuando hubimos encontrado una habitación limpia en la que dejar nuestro equipaje, pudimos recorrer buen número de tabernas para variar. Escogí uno de los locales porticados que iluminaban la calle y nos abrimos paso hasta un sótano en el que otros viajeros ocupaban mesas circulares y daban cuenta de carne fría o queso acompañados por jarras de la cerveza fermentada del lugar. El olor de las capas de lana mojada y de las botas empapadas impregnaba el aire, pues todos veníamos calados tras haber pasado la jornada bajo la lluvia. La taberna estaba caliente, seca e iluminada con velas instaladas en las mesas, y ofrecía una atmósfera de «estamos aquí para servirlo» que relajaba la tensión del viaje incluso en aquellos que eran reacios a relajarse demasiado por si acaso el destino nos hacía pagar un amargo castigo.
Bebimos y comimos. Xanto se animó; yo no dije nada. Él pidió más bebida; yo hice sonar la bolsa de mala gana. Aquella noche me tocaría pagar, como de costumbre. Xanto encontraba mil maneras de malgastar el dinero de sus vacaciones, pero tenía el don de hacerlo sólo cuando lo dejaba por su cuenta. Nos había llenado de recuerdos —espléndidas linternas, estatuillas de musculosas deidades locales y talismanes de la rueda de la fortuna— pero ignoro cómo se las ingeniaba para que pagar la cena siempre pareciese responsabilidad mía. El local no era estricto: se pedía la cuenta al terminar. Era un buen método para sacar a los clientes más dinero del que habían previsto gastar aunque, en realidad, cuando me decidí a hacer cuentas comprobé que la extorsión no había sido demasiado dolorosa, teniendo en cuenta lo mucho que había tragado el barbero.
Una buena velada… para el hombre que pudiera disfrutarla.
Le dije a Xanto que se adelantara mientras yo esperaba al habitual revuelo entre el personal a la hora de encontrar monedas para el cambio. Cuando me asomé a la calle, mi pelmazo particular ya había desaparecido. No me dí ninguna prisa en alcanzarlo. Era una noche serena y el negro firmamento estaba tachonado de estrellas atrevidas entre unas cuantas nubes que lo cruzaban apresuradas. Al día siguiente volvería aquella lluvia mansa pero en ese momento permanecí un rato disfrutando del viento seco y fuerte contra mi rostro. La calle estaba vacía y yo era presa de un ataque de la melancolía del viajero. Volví a entrar en la taberna y pedí un platillo de pasas y otra jarra.
El local ya no estaba tan concurrido. Sintiéndome libre, cambié de asiento. El nuevo me permitió echar una ojeada a los demás parroquianos. Algunos hombres charlaban en pequeños grupos, otros cenaban a solas. Dos ocupantes de una mesa llamaron mi atención porque aun cuando parecían ir juntos no intercambiaban palabra. No daban la impresión de haber reñido; sencillamente, parecían todavía más deprimidos de lo que estaba yo antes de librarme de Xanto.
Una camarera encendió otra vela en su mesa y, a su luz, reconocí a la pareja por sus gorras puntiagudas y sus túnicas de cuello alto bajo las capas galas de color zarzamora. Uno era obeso y de mediana edad; el otro tenía el cabello pelirrojo y una abundante cosecha de verrugas en las mejillas y en las manos. Eran los dos hombres que había visto discutir con los alfareros en la factoría de cerámica.
De haber tenido un aspecto más comunicativo, tal vez me habría acercado y habría mencionado la coincidencia. Sin embargo, ellos estaban sumidos en sus pensamientos y yo estaba adormilado, disfrutando de mis momentos robados de intimidad. Terminé las pasas. La siguiente vez que miré, los vi salir del local. Probablemente, era lo mejor. No creía que en Lugdunum se hubiesen fijado en mí y, en cualquier caso, los había visto tan irritados en esa ocasión que quizá les habría disgustado que alguien les hubiese recordado lo sucedido. Por la mañana, todos continuaríamos viaje rumbo a nuestros diferentes destinos. Era muy poco probable que tuviéramos otro encuentro casual.
Pero lo tuvimos. Al menos, yo topé con ellos.
A la mañana siguiente, cuando ya hacía media hora que habíamos dejado el pueblo y el barbero aún seguía rezongando sobre dónde me había metido tanto rato la noche anterior —torrente de quejas del que yo haría caso omiso con mi habitual y prudente mutismo—, nos encontramos con dos unidades de reclutas del ejército. En la Galia no había legiones estacionadas, de modo que aquellos bisoños debían de dirigirse hacia la frontera. Aquellos jóvenes de veinte, diecisiete, dieciocho años aún no acostumbrados al peso de los cascos y que recién descubrían el tedio de las largas marchas, se habían detenido y ocupaban la carretera como zanahorias desparramadas por el suelo. Incluso el centurión al mando, que llevaba más tiempo de servicio, resultaba inadecuado para la crisis con que habían tropezado. El hombre sabía que era el representante de la ley y el orden, de modo que se esperaba que hiciera algo, pero habría preferido seguir la marcha con la vista fija al frente. Con franqueza, yo también lo habría preferido.
El problema era que los reclutas habían descubierto los cuerpos de dos viajeros tirados en la zanja de drenaje. Los soldados se habían apresurado a llamar al centurión, de modo que éste había tenido que detenerse. Cuando llegó no era un hombre feliz. Al bajar a investigar, la bota le resbaló en la hierba mojada y resbaladiza. Se había torcido la espalda, empapado la capa y manchado de barro toda una pierna. En aquel momento, estaba maldiciendo sin parar mientras trataba de limpiarse la pierna con un matojo de hierba. El que Xanto y yo llegásemos lo trastornó aún más. Ahora, no importaba lo que decidiese hacer respecto al problema, sería observado por unos testigos críticos.
Nuestro camino hacia el norte desde Lugdunum seguía el curso del río Saona por la vía consular construida por el ejército como ruta rápida hacia las dos Germanias. Mantenida por comisarios con cargo al erario público, era una obra de ingeniería de gran calidad: tierra apisonada, una capa de guijarros, otra de grava, un lecho de cemento fino y, por último, adoquines cuadrados con una ligera combadura para evacuar el agua como el caparazón de una tortuga. La vía corría ligeramente elevada del terreno circundante y a cada lado había profundas zanjas para el drenaje y como medida de seguridad contra las emboscadas.
Desde la carretera, tenía una visión perfecta de lo que sucedía.
Los soldados más dispuestos se habían deslizado tras el centurión. Aquello era lo mejor que les había sucedido desde que dejaran Italia. Empezaron a dar la vuelta al cadáver más gordo para ponerlo de espaldas. Creo que tuve la certeza de lo que iba a suceder entonces antes incluso de verle la cara. Estaba hinchada de yacer en el agua, pero supe que era uno de los dos hombres de Lugdunum. También reconocí a su tieso compañero, aunque éste seguía boca abajo: me fijé en las verrugas de las manos, que estaban a la vista porque, antes de arrojarlo a la acequia, alguien se las había atado a las espalda.
Fuera cual fuere la causa de su enfado, la fortuna había encontrado una manera decisiva de ayudarlos a superarlo.