XII

Llegamos a Lugdunum, yo no diría que sin incidencias. Habíamos repelido a unos rapaces de aldea que habían creído que la cesta con la pieza de hierro simbólica contenía algo que podían vender. Luego, habíamos subido a una barcaza de vino y la Mano había estado a punto de caérseme por la borda. De hecho, cada vez que nos marchábamos de donde nos habíamos cobijado para pasar la noche, corría el riesgo de dejarme olvidado en un rincón el regalo de Vespasiano a la Decimocuarta legión.

El agua de beber empezó a hacernos efecto en Arélate, el aceite de cocinar galo nos zarandeó cuando remábamos más allá de Valentia, un pedazo de cerdo en mal estado nos tuvo un día postrados en Vienna y, cuando por fin llegamos a la ciudad, el vino que habíamos bebido para intentar olvidar el cerdo nos había dejado la cabeza a punto de estallar. Nos pasamos todo el camino ocupados en librarnos de la habitual invasión otoñal de pulgas en busca de provisiones para el invierno, chinches, avispas y unos bichitos negros invasores cuyo alojamiento favorito eran las fosas nasales del desafortunado viajero. Xanto, cuya piel delicada rara vez había estado lejos de palacio, sufrió una erupción cuyos progresos me describió con tediosa prolijidad.

Así pues, Lugdunum. Al desembarcar, ofrecí a Xanto unos comentarios informativos del libro de viajes Lugdunum, la capital de las Tres Galias. En él sale eso de «César dividió la Galia en tres partes…» que todo niño está obligado a aprender en la escuela.

—Aunque vosotros, los barberos, quizá escapéis a tales penalidades educativas. Es una ciudad hermosa, fundada por Marco Agripa como centro de comunicaciones y comercio. Observa el interesante sistema de acueductos, que utiliza cañerías selladas dispuestas como sifones invertidos para cruzar los valles fluviales. Es un sistema sumamente caro, de lo cual se puede deducir que, para ser un lugar provinciano, la gente de Lugdunum es tremendamente rica. Tiene un templo dedicado al culto imperial, que no vamos a visitar…

—¡Pues me gustaría echarle un vistazo!

—Quédate conmigo, Xanto. La ciudad también se enorgullece de tener una factoría de la celebrada cerámica arretina. Acudiremos allí para nuestro solaz. Y, luego, seguiremos la inveterada tradición turística de intentar llevarse a casa una muestra de alfarería… al doble de precio y con el triple de molestias que si uno la comprara en Italia.

—¿Por qué hacerlo, entonces?

—No me lo preguntes.

Porque mi madre me lo había pedido.

La fábrica de vajillas nos ofreció una oportunidad fabulosa de acabar con un buen dolor de pies a fuerza de caminar durante toda la mañana contemplando miles de recipientes, por no hablar de la ocasión de despilfarrar en regalos que harían fruncir el entrecejo a nuestros banqueros. Los alfareros de Lugdunum se proponía suministrar a todo el imperio. La suya era la historia del gran éxito comercial de nuestro tiempo. Estaban copando el mercado y en sus instalaciones reinaba esa atmósfera de tenaz codicia que se disfraza con el nombre de iniciativa comercial.

Hornos y puestos se extendían en torno a la ciudad como un ejército al asedio, dominando la vida cotidiana. Los carros bloqueaban todas las vías de salida, casi incapaces de avanzar entre crujidos bajo el peso de enormes cargamentos de los afamados platos rojos, apilados entre pajas para su transporte por toda Europa y, probablemente, más allá incluso. Pese a la depresión que había seguido a la violencia de la guerra civil, aquel lugar había prosperado. Si el mercado de la cerámica llegaba a hundirse alguna vez, Lugdunum conocería muy malos tiempos.

Los talleres ocupaban una gran superficie. Cada uno acogía a un artesano local, muchos de los cuales eran hombres libres, al contrario de lo que sucedía en la principal factoría del norte de Italia, en la que me constaba que trabajaban esclavos. Mi madre (que siempre hacía sugerencias útiles respecto a los regalos que podía llevarle) me había informado que Arretino estaba en declive, mientras que la factoría de Lugdunum era conocida entre las amas de casa perspicaces por sus productos, más refinados. Eran caros, desde luego, pero al observar las pilas tambaleantes de platos, jarras y fruteros no pude por menos de reconocer que me hallaba ante objetos de calidad. Los moldes que se usaban allí tenían dibujos perfectamente definidos o escenas clásicas talladas con delicadeza, y la arcilla preparada era cocida con gran precisión hasta adquirir un tono rojo cálido e intenso. Comprendí que aquella cerámica fuera tan apreciada como el bronce o el cristal.

Mi madre, que había criado siete hijos casi sin ayuda de mi padre, se merecía un objeto de buena cerámica, y en cuanto a Helena, me habría gustado comprarle una bella fuente para apaciguarla. Les debía un detalle a ambas, pero me negué a ser expoliado. Cada vez que me aventuraba a pedir un precio, seguía adelante a toda prisa.

En Lugdunum no existían las gangas y el principio del regateo era absolutamente desconocido. Aquellos artesanos creían que si la gente era lo bastante estúpida como para remontar el río doscientas millas a fin de inspeccionar sus productos, también lo sería para pagar los precios vigentes. Y los precios vigentes eran los más altos que cada alfarero pensara que podía conseguir, después de valorar las piedras preciosas de los anillos y el paño de la capa de viaje del comprador. En mi caso, eso significaba no muy altos, pero siempre bastante más de lo que estaba dispuesto a pagar.

Rebusqué por todas partes, pero sin duda aquella gente pensaba que los clientes existían para ser exprimidos. Terminé bajo una mesa de caballetes, hurgando en una cesta de piezas defectuosas rebajadas.

—Lo que haces me parece una pérdida de tiempo —murmuró Xanto.

—Soy hijo de un subastador y me han enseñado que a veces en la caja de los trastos se oculta un tesoro…

—¡Bah, todo eso son cuentos de viejas! —sonrió el barbero.

—¡Puedo encontrar una pieza en buen estado…! ¿lo ves?

Había descubierto una fuente de servir relativamente libre de grietas y quemaduras del horno. En un gesto elegante, el barbero reconoció que la insistencia había tenido su recompensa; a continuación, buscamos a alguien que nos la vendiera.

Pero no resultó fácil. Los alfareros de Lugdunum conocen muchos modos de poner trabas a los tacaños, os lo aseguro. Los muchachos que cargaban los sacos de arcilla húmeda afirmaron no saber nada de precios; el hombre que tallaba un molde nuevo era demasiado artista para comerciar; los fogoneros de los hornos tenían demasiado calor como para molestarlos y la esposa del artesano, que normalmente se encargaba del dinero, se había quedado en casa con dolor de cabeza.

—Probablemente le ha dado la jaqueca de tanto pensar en cómo gastarse tantísimos beneficios —le murmuré a Xanto.

Tampoco el artesano estaba en disposición de atenderme. El hombre y la mayoría de sus vecinos habían formado una multitud hosca en el camino de carros, ante los talleres. Cuando fuimos en su busca, vi que se había organizado una discusión y que empezaban los empujones y tirones. Obligué a Xanto a ponerse detrás.

Un reducido grupo de alfareros, con arcilla húmeda en los delantales y en los antebrazos, se había reunido en torno a un portavoz que estaba soltando ásperas respuestas a las palabras de dos hombres que parecían querer forzar la discusión. Había allí más barbas y patillas de las que se podría encontrar en ninguna reunión de varones en Roma pero, aparte de esto, no había mucho donde escoger. Los dos hombres que discutían más acaloradamente vestían las mismas túnicas galas que los lugareños, con cuello alto de piel vuelta como protección contra el frío, pero encima de ellas llevaban capas de fieltro europeas con una abertura vertical para el cuello, mangas anchas y gorros puntiagudos caídos hacia atrás. Los dos gritaban furiosos, con el ademán de quien está perdiendo la discusión. De vez en cuando los demás lanzaban furibundas réplicas, pero el resto del tiempo se limitaban a mirar a la pareja con aire desdeñoso, como si al dominar la situación tuvieran menos necesidad de montar un escándalo.

La situación iba tomando claramente un mal cariz. Un individuo alto de barbilla partida y sonrisa burlona, que parecía el cabecilla local, lanzó de pronto un gesto obsceno a los dos hombres. El más corpulento de estos alzó el puño, pero fue contenido a tiempo por su compañero, un hombre más joven, pelirrojo y con verrugas.

Hasta aquel momento, yo había supuesto que el acaloramiento pasaría y por fin podría pagar la fuente, pero ahora parecía que todos los tratos de la jornada iban a cerrarse con las narices ensangrentadas. Dejé el regalo de mamá en manos de un lugareño, agarré a Xanto y me apresuré a hacer mutis.

—¿Qué era esa discusión, Falco?

—No tengo idea. Cuando viajes, nunca te metas en líos. No sabes qué se cuece, es probable que escojas el lado indebido y, al final, puede suceder que las dos partes se vuelvan contra ti.

—¡Has dejado la bandeja!

—Así es.

De todos modos, estaba ladeada.