Componíamos una hermosa estampa viajera, el barbero, su baúl de emolientes, la Mano en la cesta y yo.
Había dos rutas a escoger para llegar a nuestro destino: por los Alpes vía Augusta Pretoria, o por mar hasta la Galia meridional. En octubre, lo mejor era evitar ambas. Entre septiembre y marzo, cualquier persona razonable se quedaba a salvo en Roma.
Las travesías por mar me gustan aún menos que el montañismo, pero escogí viajar vía la Galia por tratarse de la ruta más utilizada por el ejército (alguien debió de llegar alguna vez a la conclusión de que era la menos peligrosa desde el punto de vista logístico). Además, ya había recorrido una vez aquella ruta con Helena, aunque en la dirección opuesta, y me convencí de que si ella, por alguna razón, se había encaminado a Germania en lugar de a Hispania, quizá sintiese el impulso de visitar de nuevo los lugares de los que guardaba tan cálidos recuerdos.
Según todos los indicios, no era así. A lo largo del viaje no dejé de preguntar por una mujer alta, de cabello oscuro, muy dada a insultar a los funcionarios de aduanas, pero nadie me dio razón de ella. Intenté no pensar en que podía haber sido enterrada viva por un alud, o atacada por tribus hostiles que acechaban en los pasos altos, sobre la Helvética.
Desembarcamos en Foro Julio, un lugar relativamente agradable. Las cosas empeoraron cuando llegamos a Massilia, donde tuvimos que pasar una noche. Un borrón en un viaje bien planificado. Massilia es, en mi opinión, un flemón infectado en el diente más sensible del Imperio.
—¡Por los dioses, Falco! Esto es un poco agobiante… —se quejó Xanto mientras nos abríamos paso entre la marea de aceiteros hispanos, comerciantes judíos y mercaderes de vinos de todas las procedencias que competían por una cama en una de las posadas menos destartaladas.
—Massilia ha sido colonia griega durante seiscientos años, Xanto. Todavía se cree la perla al oeste de Atenas, pero seis siglos de civilización tienen un efecto deprimente. Posee olivos y viñas, un puerto espléndido rodeado de mar por tres lados y una herencia fascinante, pero es imposible moverse entre tanto tenderete donde intentan interesarlo a uno en ollas de metal de baja calidad y en estatuillas de deidades rollizas de curiosos ojos redondos.
—¡Tú ya has estado aquí!
—¡Sí, y ya me han estafado! Si quieres cenar algo, tendrás que espabilarte por tu cuenta. Nos espera un largo camino y no quiero desperdiciar mis fuerzas pillando una descomposición de vientre por una ración de gambas de Massilia. No te detengas a hablar con la gente de la ciudad… ni con los turistas, ya que estamos en ello.
El barbero, frustrado, se escabulló en busca de un bocado.
Me instalé tras la mesa de la habitación para estudiar mis mapas a la débil luz de una lámpara de aceite. Un aspecto positivo del viaje era que palacio me había provisto de un juego de mapas militares de primera clase de todas las rutas principales (el legado completo de setenta años de actividad romana en Europa Central). No se trataba de meras listas de distancias entre las ciudades y fortificaciones, sino de auténticas guías de viaje detalladas, con notas y diagramas. Aun así, había lugares en los que tendría que fiarme de mi intuición. Al este del río Rin había enormes espacios en blanco, muy inquietantes: la Germania Libera… Interminables extensiones de territorio donde «libre» no significaba solamente estar apartado de la influencia comercial romana, sino también una absoluta ausencia de la ley y el orden romanos. Era allí donde acechaba la sacerdotisa Veleda y donde, tal vez, se ocultaba Civilis.
La frontera era bastante imprecisa. Europa estaba llena de tribus inquietas que constantemente trataban de emigrar a otras zonas, a veces en gran número. Desde los tiempos de Julio César, Roma había intentado crear asentamientos de grupos amistosos de estas tribus con la intención de que sirvieran de colchón entre el Imperio y los bárbaros. Nuestras provincias de la Germania Superior y de la Inferior formaban un pasillo militar a lo largo del río Rin entre las tierras pacificadas de la Galia y la gran extensión inexplorada. Ésta era la política que se había mantenido, en cualquier caso, hasta la guerra civil.
Estudié el mapa con atención. En el lejano norte, junto a Bélgica y en torno al estuario del Rin, se extendían las tierras bátavas con la fortaleza que llamaban La Isla. A lo largo del río se sucedían los fortines, los puestos de guardia, las torres de vigilancia y los puestos de señales construidos por Roma para el control de Germania; en su mayor parte aparecían ahora minuciosamente ubicados por el cartógrafo que se había ocupado de actualizar los mapas. Más al norte quedaba Noviomago, donde Vespasiano proyectaba construir una nueva fortificación para vigilar a los bátavos pero que, por el momento, sólo era una cruz en el mapa; después venía Vetera, escenario del terrible asedio. A continuación estaban Novaesio, cuya patética legión se había pasado a los rebeldes, Bonna, que había sido arrasada por las cohortes bátavas de la Decimocuarta en una carnicería espantosa, y Colonia Agripinense, capturada por los rebeldes pero salvada de las llamas por razones estratégicas (creo que, además, Civilis tenía parientes allí). En el río Mosela se alzaba Augusta Treverorum, la capital tribal de los tréveros, dónde Petilio Cerealis había derrotado rotundamente a los rebeldes. Mi destino inicial se hallaba en la confluencia del río Meno con el Rin: Moguntiacum, capital de la Germania Superior. Podía llegar hasta allí por una vía directa desde Lugdunum, la gran encrucijada de carreteras de la Galia.
Como alternativa, podía desviarme de la vía principal en un cruce de caminos llamado Cavilono y acceder a la Germania Superior desde más al sur. Era una buena excusa para aclimatarse a la provincia y ofrecía la posibilidad de llegar a Moguntiacum y a mi cita con la Decimocuarta por vía fluvial. Me dije que esta ruta alternativa no significaba una distancia mayor y, además, desembocaba en el Rin a la altura de Argentorato, donde por una feliz coincidencia estaba destacado cierto individuo a cuya hermana idolatraba.
Todavía estaba repasando con expresión ceñuda la inmensa distancia que se extendía ante nosotros, cuando el barbero reapareció con la tez verdosa.
—¡Xanto! ¿Qué nueva penalidad del viaje te atormenta ahora? ¿El estreñimiento, el ajo, o acaso te han desplumado?
—¡Cometí el error de pedir un trago!
—¡Ah! ¡Le sucede a cualquiera!
—Me ha costado…
—No me lo digas. Ya estoy escaldado. Los galos tienen una escala de valores absolutamente desquiciada. Se vuelven locos por el vino y gastan como tales en su ansia por beber. Nadie que crea que un esclavo sano es un precio justo por una ánfora de mediocre vino importado merece mi confianza. Y el tabernero no te cobrará menos de lo que ha pagado por él sólo porque estás acostumbrado a pagar medio as por una jarra en la mesa.
—¿Y qué se supone que ha de hacer la gente, Falco?
—Creo que los viajeros curtidos se traen su propio vino.
Xanto me miró fijamente. Le dediqué la sonrisa apaciguadora de quien se ha estado bebiendo una reserva especial mientras su compañero estaba fuera dejándose estafar.
—¿Quieres un afeitado, Falco? —Su tono sonaba dolido.
—No.
—Pareces un salvaje.
—Así me confundiré fácilmente con la gente del lugar donde vamos.
—Tenía entendido que eras un galán con éxito entre las mujeres.
—La dama de quien soy galán no viene con nosotros. Échate a dormir, Xanto. Ya te advertí que pisar suelo extraño con tus bonitas sandalias te costaría dolor e incomodidad.
—¡Te contraté para que me protegieras! —gruñó el barbero, al tiempo que se envolvía en la manta fina de su estrecho camastro. Ocupábamos un dormitorio muy pequeño, pues en Massilia son partidarios de alojar a los huéspedes apretados como vasijas de escabeches en un barco de carga.
—¡Arriba el ánimo! —le dije con una sonrisa—. Lo que buscabas eran aventuras, ¿verdad? Pues debes saber que éstas siempre implican sufrimientos.
Justo antes de que la lámpara de aceite se apagara, procuré que me viese coger el puñal y guardarlo bajo lo que hacía las veces de almohada. Creo que comprendió el mensaje. Yo era un profesional muy preparado y el peligro formaba parte de mi modo de vida. Bastaría el ruido de un ratón rascando un tablero del suelo para que mi respuesta inmediata fuese acuchillar al barbero. Dada la cantidad de loción de afeitado que se había aplicado, mi olfato captaría su proximidad aun en la más negra oscuridad. Y mi mano sabía muy bien dónde hundir el arma para que tuviera más efecto. Quise que Xanto fuera consciente de ello, no importaba lo que le hubieran contado o dejado de contar en palacio.
Su primer día en la Galia lo había dejado demasiado abatido como para intentar nada esa noche.
Todavía habría muchas oportunidades. Pero cuando se decidiese a llevar a cabo el trabajo sucio que Tito César le había encomendado, yo estaría atento.