Debería haber rechazado la misión. Eso quise hacer.
Pero necesitaba el dinero desesperadamente. Sería muy conveniente… si sobrevivía para reclamarlo. También estaba interesado en alejarme de Roma antes de que las miradas que me estaba dirigiendo Tito César condujeran a algo peor. Y, sobre todas las cosas, ahora que me había acostumbrado a su vivaz presencia en mi cuchitril, no soportaba seguir allí sin Helena.
Habría podido afrontar la pobreza. Incluso habría sido capaz de plantar cara a Tito. Pero perder a Helena era distinto. Helena era la causa de que permaneciera sentado y abatido en la escualidez de mi piso de la Plaza de la Fuente, incapaz de animarme ni siquiera lo suficiente como para acudir al Palatino a protestar. Helena era una razón apremiante para que quisiera ir a Germania. Deseaba acudir allí, aunque significara tener que soportar el invierno europeo en una provincia despojada de cualquier asomo de comodidad por una rebelión recientemente aplastada, en la cual mis misiones iban desde lo arriesgado a lo ridículamente imposible.
Le había dicho a Tito que Helena Justina había ido a visitar a su hermano. Y se lo había dicho porque estaba convencido de que así era.
Pero tal vez había inducido a Tito a una ligera confusión. Helena tenía un hermano llamado Eliano, que estudiaba diplomacia en la Bética. Y tenía otro hermano llamado Justino. Yo había conocido a aquel Camilo Justino. Había sido en la fortaleza donde Tito estaba destinado como tribuno militar, un lugar llamado Argentorato, que se encuentra en la Germania Superior.
Al día siguiente realicé los preparativos. Un secretario de palacio cuya amistad me procuré me prometió copias de despachos relativos a la revuelta de Civilis. Realicé una petición de salvoconductos y mapas oficiales. Después, me encaminé al Foro, me coloqué junto a una columna del templo de Saturno y esperé. Buscaba a alguien concreto: un hombre al que le faltara una pierna. No me importaba quién fuera el cojo, con tal de que cumpliese una condición: haber estado en el servicio activo durante la guerra civil, preferiblemente bajo las órdenes de Vitelio. Probé con cuatro. Uno volvía a casa procedente de Oriente, lo cual no me servía de nada, y los otros tres eran falsos tullidos que echaron a correr con piernas sanas y normales tan pronto los interrogué. Finalmente, encontré uno que encajaba. Lo conduje a una casa de comidas, dejé que pidiera una colación completa, la pagué… y luego dije al posadero que aguardara a servirla hasta que hubiese hablado con él.
Se trataba de un ex legionario, jubilado después de la amputación, que era reciente pues el muñón aún rosado y tierno apenas acababa de cicatrizar. Utilizo el término «jubilado» un poco a la ligera, puesto que Roma nunca ha subvencionado a los soldados que quedan incapacitados para la acción sin tener el decoro de perder la vida. Aquel pobre tipo no entraba en la categoría de los que habían hecho méritos para una lápida o para la concesión de tierras con que se retiraban los veteranos. Renqueando, había regresado a Roma, donde el plato de sopa boba y la conciencia de sus conciudadanos se interponía entre él y la inanición. La mía daba la impresión de ser la única conciencia activa aquella semana… y parecía una semana normal.
—Dime tu nombre y legión.
—Balbilo. Estaba en la Decimotercera.
—Entonces, ¿participaste en las batallas de Cremona?
—¿En Bedriaco? Sólo en la primera.
Vitelio había librado sus dos batallas importantes —contra Otón, a quien había derrotado, y contra Vespasiano, que lo había vencido— en el mismo paraje: un pueblo llamado Bedriaco, cerca de Cremona. No os extrañe: una vez escogido un lugar adecuado con una buena panorámica del río y un entorno interesante, ¿para qué cambiar?
—Bedriaco me vale. Quiero oír algo de la conducta de la Decimocuarta.
Balbilo soltó una carcajada. La mención de la Decimocuarta solía producir aquella reacción burlona.
—A veces mis compañeros beben con ellos… —Capté la indirecta y le procuré estímulo líquido—. ¿Qué quieres, en concreto?
El hombre estaba fuera del ejército en las peores condiciones posibles; no tenía nada que perder si usaba el derecho democrático de expresión.
—Necesito información de sus andanzas. Sólo cosas recientes. Puedes saltarte la gloriosa hazaña de la Decimocuarta frente a la reina Boadicea.
Esta vez nos reímos los dos.
—Siempre ha sido una fuente de conflictos —comentó Balbilo.
—Desde luego. Si repasas los libros de historia, la razón por la que el divino Claudio la escogió para conquistar Britania fue que necesitaba mantener ocupados a sus hombres. Cada treinta años, más o menos, se vuelven revoltosos. Al parecer, algo relacionado con el hecho de servir en Germania desencadena el motín… —A mi entender no se trataba de «algo», sino de «todo»—. Bien, Balbilo, cuéntame los detalles escabrosos. En primer lugar, ¿cómo reaccionaron ante Vespasiano?
Era una pregunta arriesgada, pero el hombre me respondió a medias:
—Hubo muchas reacciones contradictorias.
—¡Oh, ya sé! En el Año de los Cuatro Emperadores, todo el mundo tuvo que modificar sus posiciones cada vez que un nuevo césar accedía al cargo. —No recordé haber modificado las mías. Esto se debía a que, como de costumbre, toda la lista de candidatos había merecido mi desdén—. ¿Debo entender que todas las legiones británicas consideraban a Vespasiano uno de los suyos?
Balbilo negó con la cabeza.
—Muchos oficiales y soldados de las legiones británicas fueron ascendidos por Vitelio —respondió.
No era extraño, pues, que Vespasiano tuviera tanto interés por enviar a Britania un nuevo gobernador de su confianza. Petilio Cerealis debía de estar cruzando el estrecho Gálico con órdenes de depurar a los disidentes. Balbilo dio un pellizco a un trozo de pan.
—Hubo algunas escenas muy extrañas en Britania.
—¿Qué sucedió? ¡La versión escandalosa, si es posible! —Le acerqué un cuenco de aceitunas.
—Los de la Decimocuarta nos contaron que el gobernador británico había perturbado a las tropas aún más de lo que normalmente acostumbraban los gobernadores. —Esta muestra de ingenio irónico me hizo apreciar al antiguo soldado más incluso que su patética herida—. Tenía un asunto pendiente con el legado de la Vigésima Valeria. —Yo me había encontrado con ambos hombres durante mis tiempos de milicia. Oscuros, aunque competentes—. La guerra echó leña a la disputa, las tropas se inclinaron por el legado y el gobernador tuvo que salir huyendo de la provincia.
—¡Por Júpiter! ¿Y qué sucedió en Britania?
—Los comandantes legionarios formaron un comité para dirigir las cosas. La Decimocuarta pareció lamentar bastante perdérselo.
—¡No se ha sabido palabra de todo este escándalo! —exclamé con un silbido.
—Supongo que en un cenagal como Britania —me confió Balbilo, sarcástico— las medidas más inusuales parecen perfectamente normales.
Relacioné aquello con mi problema presente.
—En cualquier caso —dije—, eso significa que cuando la Decimocuarta desembarcó en Europa, ya traía una costumbre de inventarse sus propias órdenes, ¿no es eso? Por no hablar de las luchas intestinas.
—¿Te refieres a los bátavos?
—Sí; sobre todo a su aventura en Augusta Taurinoro. Estaban combatiendo bajo el mando de Vitelio y se enfrentaron a su propia legión en Bedriaco, ¿me equivoco?
El hombre atacó de nuevo el pedazo de pan.
—Como puedes imaginar, antes de la batalla estábamos todos en ascuas porque se suponía que se aproximaba la famosa Decimocuarta Gémina.
—¿Era un enfrentamiento decisivo y la Decimocuarta podía inclinar la balanza?
—Al menos eso decían —respondió Balbilo con una sonrisa—. Pero nunca aparecieron. Las cohortes bátavas sí que lucharon en el bando vencedor; acabaron con un grupo de gladiadores en una hábil escaramuza en una isla del río Po. Después, como es lógico, presumían mucho de ello. Desfilaron ante el resto de nosotros ufanándose de que habían puesto en su sitio a la famosa Decimocuarta y de que Vitelio les debía la victoria exclusivamente a ellas.
—De modo que la Decimocuarta se sintió obligada a enfrentarse a las cohortes bátavas con toda la publicidad posible, ¿verdad?
—Imagina la escena, Falco. Eran una banda de matones enfrentada a otra y, sin embargo, Vitelio los acuarteló juntos en Augusta Taurinoro… a pesar de que sus relaciones se habían deteriorado mucho.
—¿Eso condujo a los disturbios? ¿Fuiste testigo de lo sucedido?
—¡No habría podido perdérmelo! Un bátavo acusó a un trabajador de haberlo estafado, entonces, un legionario que había sido alojado en casa del operario lanzó un puñetazo al bátavo. Pronto se generalizaron las peleas callejeras y la legión entera participó en la algarada. Cuando conseguimos separarlos y terminamos de limpiar la sangre…
—¿Muertos?
—Unos cuantos. La Decimocuarta recibió órdenes de regresar a Britania. Al abandonar la ciudad, dejaron fuegos encendidos por todas partes de forma absolutamente deliberada, de modo que Augusta Taurinoro ardió hasta los cimientos.
Un comportamiento inexcusable… en circunstancias normales. Con todo, aunque los de la Decimocuarta se habían comportado como delincuentes, la legión nunca se había amotinado, en tanto que las cohortes bátavas objeto de su ira habían desertado en una ocasión para pasarse al bando de Civilis. La Decimocuarta servía siempre al emperador, fuera quien fuere el ocupante del trono aquel mes. Vespasiano podía decidir que lo único que necesitaban ahora aquellos vigorosos héroes era un comandante capaz de domeñarlos.
—¡Ese hombre necesitará riendas fuertes y mano muy firme! —resopló Balbilo cuando lo sugerí—. En su marcha de regreso a Britania, después de que Vitelio se librara de ella, la legión tenía órdenes concretas de evitar Vienna debido a las susceptibilidades locales. Pues bien, la mitad de esos idiotas quisieron dirigirse precisamente allí. ¿Lo sabías? Y lo habrían hecho, de no ser porque la otra mitad pensó más en su carrera…
Tomé nota, en favor de la Decimocuarta, que había prevalecido la decisión más razonable. Pero todo aquello confirmaba que los legionarios no estaban de humor como para que yo apareciera diciendo que debían conformarse con un futuro de inactividad en cuarteles, malgastando sus pecunios, en lugar de hacer alardes y quemar ciudades…
Di a Balbilo dinero para un afeitado y otra jarra de vino y dejé al soldado cojo devorando su plato caliente mientras yo me dirigía a casa como un ciudadano respetable.
Debería haberme abstenido de beber. Me había olvidado del barbero de palacio. Estaba esperándome en el piso con una sonrisa animada, unos espantosos zapatos de color cereza y un gran cesto de mimbre.
—¡Te lo prometí!
—Sí, me advertiste.
Con una maldición, cogí un asa e intenté arrastrar la cesta hacia mí. Se resistió. Me apuntalé contra un banco y volví a tirar. El peso muerto rascó un tablón del suelo con un chirrido de los mimbres que rompía los tímpanos. Desaté los nudos de unas fuertes correas y los dos contemplamos el nuevo estandarte de la Decimocuarta.
Xanto se quedó boquiabierto.
—¿Qué es?
Cuando me veo obligado a viajar, prefiero hacerlo ligero de equipaje. El emperador había escogido precisamente la clase de objeto que a nadie le gusta llevar en el macuto al emprender un largo trayecto. El césar me enviaba a Germania al cuidado de una expresiva escultura de una mano humana, de tres palmos de altura. Llevaba un baño de oro pero, bajo aquella pretenciosa ornamentación, el objeto que tenía que transportar a través de media Europa estaba forjado en hierro macizo.
Me volví al barbero y refunfuñe:
—Según el experto al que consultes sea optimista o realista, esto representa un gesto de amistad con la palma extendida… o un símbolo de poder militar despiadado.
—¿Qué opinas tú?
—Opino que acarrearla por toda Europa me destrozará la espalda.
Me derrumbé en el banco, preguntándome quién habría ayudado a aquella tierna flor a subir la cesta por la escalera.
—Bueno, ya lo has traído. ¿Qué esperas ahora?
El mensajero de palacio me miró, tímido e indeciso.
—Quería preguntarte algo…
—Escúpelo.
—¿Podría acompañarte a Germania?
Aquello reafirmó mi convicción de que Tito lo había enviado para causarme alguna desgracia. Su petición ni siquiera me sorprendió.
—Me parece que no he oído bien…
—Tengo algunos ahorros —insistió con absoluta desfachatez— …ya he solicitado comprar mi libertad y me encantaría viajar antes de establecerme…
—¡Por Júpiter! —gruñí por lo bajo—. ¡Ya es suficiente con que un tipejo estúpido le haga a uno un corte en la barbilla mientras le pregunta si el señor tiene intención de visitar su villa de Campania este verano, como para que, encima, uno de esos atontados quiera venirse conmigo de vacaciones!
Xanto no replicó.
—Escucha, soy un agente imperial que visita a los bárbaros. Amigo mío, ¿qué interés puede tener un barbero en compartir mis penalidades?
—¡En Germania puede haber gente que necesite un buen afeitado! —respondió Xanto, malhumorado.
—¡A mí no me mires! —Me pasé la mano por el mentón; la barba de varios días resultaba áspera.
—¡Por supuesto que no! —replicó, en tono insultante. Una vez se le metía una idea bajo aquel cabello tan bien cuidado, nada lo detenía—. Aquí nadie me echará de menos. Y Tito quiere librarse de mí.
De eso estaba seguro. Tito quería que su secuaz asesino no se separara de mí. Mucho mejor si me llevaba a Xanto a algún lugar remoto antes de que intentase tirar su navaja.
—Aunque Tito te extienda un salvoconducto, puedes untarlo en adobo de pescado y comértelo bajo el agua. ¡Yo viajo solo! Si Tito quiere retirarte de las tareas oficiales, déjale que te dé una gratificación para que puedas establecerte en una cabina de alguna casa de baños…
—No seré ninguna molestia.
—¡La condición necesaria para hacer una buena carrera con las tijeras debe de ser haber nacido sin orejas!
Cerré los ojos para perderlo de vista, aunque sabía que seguía allí, delante de mí.
Llegué a una conclusión. Estaba convencido de que Tito había decidido que aquel ejemplo de perfumada bufonería podía cortarme el gaznate cuando tuviera ocasión. Si aceptaba su compañía, o lo aparentaba, al menos sabría qué mano debía vigilar; si rechazaba la propuesta, me vería obligado a sospechar de cualquiera.
Alcé la vista. El barbero también parecía haber estado utilizando al máximo su capacidad mental, pues de pronto preguntó:
—Supongo que la gente te contrata, ¿no?
—Algunos estúpidos.
—¿Cuál es tu tarifa?
—Depende de lo que me desagrade la misión que me encomiendan.
—¡Dame una pista, Falco!
Lo complací, con una mueca de desagrado.
—Puedo reunir esa cantidad —gimoteó al oírla. No me sorprendió. Todos los esclavos imperiales están bien colocados y pueden conseguir sustanciosas propinas. Además, supuse que Xanto tenía un banquero que respaldaba su gira europea—. Te contrataré para que me escoltes en el mismo trayecto que tú lleves.
—¡La sed de aventuras! —exclamé, burlón—. Entonces, ¿me darás un extra cada vez que pueda arreglar que te apaleen y te roben? ¿Tarifa doble si coges una mal sarpullido de una prostituta barata del continente? ¿Triple, si te ahogas en el mar?
—Tú estarás allí para aconsejarme cómo evitar los peligros del viaje —respondió, muy serio y tenso.
—Mi primer consejo es que no lo emprendas, y basta.
Al parecer consideró mi desprecio del mundo una pose romántica. Nada de cuanto dijera lo convencería; debía de haber recibido órdenes de ir conmigo por parte de alguien cuyas órdenes se obedecían sin excusa.
—Me gusta tu actitud, Falco. Seguro que podremos soportarnos sin problemas.
—¡Está bien! —fingí sentirme demasiado cansado para discutir—. Siempre he sido un buen recurso para los clientes a los que les gusta recibir insultos veinte veces por hora. Tardaré dos días más en terminar mis primeras investigaciones y poner en orden mis asuntos. Nos encontraremos en la Milla de Oro; en viajes tan largos, siempre salgo desde ese hito. Preséntate allí al amanecer con todos tus ahorros, lleva un calzado más adecuado que esas horribles cosas rosas y trae tu carta de manumisión validada, porque no quiero ser detenido por robar una propiedad imperial.
—¡Gracias, Falco!
—¿Qué le voy a hacer? —repliqué, molesto con su expresión de agradecimiento—. El regalo del emperador a su ejército pesa mucho. Tú me ayudarás a transportar la mano de hierro.
—¡Oh, no! —exclamó el barbero—. No puedo, Falco; ¡tendré que llevar todo mi equipo de afeitar!
Le dije que tenía mucho que aprender. Aunque, yo también debía de haber sufrido un momento de ofuscación para acceder a que Xanto me acompañara.