IX

Me repugnó que me vieran en público con un espectro como Canidio, quien parecía un hombre que se hubiese perdido yendo a las termas y tres semanas más tarde aún fuera demasiado tímido para preguntar el camino.

Aun así, necesitaba picotear en su cabeza llena de información. Moviéndome a favor del viento, conduje al cetrino individuo a una taberna. Escogí una que apenas frecuentaba, olvidando que eran sus precios escandalosos la causa de que me hubiera perdido como cliente. Lo instalé en un banco entre los esporádicos jugadores de dados, donde dejó que lo interrogase al calor de un costoso tinto del Lacio.

—Ya me has contado la historia oficial de la Decimocuarta, Canidio; ahora, ¡oigamos la verdad!

El archivero se mostró inquieto. Su ámbito sólo hacía referencia a la versión aseada de los acontecimientos públicos. Pero con una buena jarra de vino en el estómago, seguro que me confiaría todos los chismes sucios y desgarrados que nunca aparecen por escrito.

Sus ojos vagaron ligeramente ante los sonidos amortiguados del placer comercial procedentes de la alcoba de las posaderas, en el piso superior. Canidio tenía unos cuarenta años, pero se comportaba como un adolescente en su primera salida.

—Yo no me meto en política.

—¡Oh, yo tampoco! —respondí, desconsolado.

Di un sorbo a mi copa, reflexionando sobre el lío en que estaba metido. Obligado a viajar a una frontera en los ásperos límites del Imperio, en un momento en que las perspectivas de un futuro civilizado eran pocas. Una misión tan vaga que era como intentar limpiar de cardenchas la lana de un cordero robusto y bullicioso. No tenía amiguita que me consolara. Lo más probable era que me encontrase a un sicario acechando en alguna parada del camino, con órdenes de Tito César de asegurarse de que no prosiguiera mi viaje. O que, si finalmente lograba llegar a Moguntiacum, la Decimocuarta Gémina me arrojara a una zanja como un tronco y construyera su siguiente bastión sobre mi cadáver.

Interrogué de nuevo al archivero:

—¿Hay algo más que deba saber acerca de la legión favorita de Nerón? —Canidio negó con la cabeza—. ¿Algún escándalo, algún chisme? —No hubo suerte—. Canidio, ¿tienes idea de qué tareas especiales espera de mí el emperador durante mi estancia en Germania? —Las ideas no parecían su punto fuerte—. Muy bien, probemos otra cosa: ¿qué se disponía a contarme el emperador acerca del jefe rebelde, Civilis? Nuestro césar se interrumpió a media frase cuando hiciste tu entrada en la sala de audiencias.

Fue inútil. Había malgastado el tiempo y el dinero. Todavía quedaban muchos hechos que necesitaba conocer; una vez llegara a mi destino, tendría que descubrir las lagunas —y las respuestas— por mí mismo.

Me maldije por haber sido tan generoso con aquel estúpido y lo dejé con la jarra de vino. Canidio me dejó que pagara, por supuesto. Era un funcionario.

De regreso a casa, compré una hogaza de pan y una pieza de embutido. Tras mi ventana abierta caía la noche y en el edificio de viviendas resonaban los golpes y gritos lejanos que producían sus inquilinos pasándoselo en grande cada cual a su modo. Bajo el balcón, la calle estaba llena de voces extrañamente murmuradoras que preferí no investigar. El aire nocturno me trajo una cacofonía urbana de ruedas chirriantes, flautas desafinadas, gatos maulladores y borrachos melancólicos. Pero hasta aquel momento no había reparado en lo silenciosas que resultaban las habitaciones cuando Helena no estaba en ellas.

Silenciosas, hasta que se aproximaron unos pasos.

Eran ligeros, pero reticentes. Y fatigados por la larga ascensión de la escalera. No calzaba botas, ni sandalias de baja calidad. La zancada me pareció demasiado larga para tratarse de una mujer, a menos que fuera una mujer a la que no deseaba ver. Y demasiado relajada para corresponder a un hombre que debería inspirarme temor.

Los pasos se detuvieron ante mi puerta. Hubo una larga pausa. Alguien llamó. Me eché hacia atrás en mi taburete, sin decir nada. Alguien abrió la puerta con gran cautela. El olor de clase alta de un ungüento extraordinariamente sutil se coló en la estancia y se dispersó curiosamente por ella.

Siguió a aquel aroma una cabeza de rizos oscuros superpuestos con gran cuidado y sujetos en su sitio mediante una cinta trenzada. Era un peinado que llamaba la atención de cualquiera por su aspecto limpio, bien cuidado y tan fuera de lugar allí, en el Aventino, como las abejas en un lecho de plumas.

—¿Eres Falco?

Empecé a sentir mi propio cuero cabelludo caliente y casposo.

—¿Quién lo pregunta?

—Soy Xanto. Me han dicho que estarías esperándome.

—No esperaba a nadie. Pero, ya que estás aquí, puedes pasar.

Entró y contempló el cuchitril con evidente desprecio, el mismo que me producía a mí. Dejó la puerta abierta y le pedí que la cerrara. Lo hizo como si temiera ser derribado al suelo por un par de centauros furiosos y despojado de su virilidad entre grandes relinchos.

Eché una rápida ojeada al recién llegado. Era un tipo curiosísimo, en nada parecido a los mensajeros habituales, de cabeza tan dura y cuadrada como un adoquín. El individuo tenía clase… a su estrafalaria manera.

Mientras yo procedía a aquel somero examen, el aroma de la loción de afeitado impropia de aquel lugar continuó invadiendo la estancia. El mentón que llevaba puesto aquel mágico ungüento oriental se había dejado crecer la perilla desde hacía unos diez años.

El mensajero llevaba un uniforme blanco de palacio, con los bordes dorados, pero el calzado que había oído en la escalera del edificio eran su muestra de personalidad: unas botas blandas de piel de ternero, de color bermejo y punta redondeada, que debían de haberle costado mucho dinero aunque eran de dudoso gusto. La clase de calzado flexible y cómodo que un actor de baja categoría aceptaría a cambio de sus atenciones a una admiradora.

—Traigo carta para ti.

Me tendió el papiro que había empezado a temer, sólido como una corteza de empanada y lastrado con una onza de cera con la marca de un sello. Supe que el documento contenía las órdenes para el viaje a Germania.

—Gracias —dije en tono pensativo. Aquel extraño individuo de las botas lucidas me tenía intrigado. No era todo lo que aparentaba. Pero, si bien tal cosa puede decirse de casi todo el mundo en Roma, con Tito César celosamente interesado por mi vida privada me sentía más inquieto de lo habitual respecto a usurpaciones de personalidad. Cogí la carta—. Cuélgate de un perchero un rato, mientras compruebo si quiero enviar una respuesta pronta y enérgica.

—¡Eso es! —protestó él amargamente—. ¡Tú también dame órdenes! ¡Como si no tuviera otra cosa que hacer que aguardar en la puerta a que la gente lea su correspondencia!

Allí había algo que no encajaba. Decidí indagar más a fondo.

—Pareces un mensajero muy inquieto. ¿Acaso te dan de comer peor que de costumbre?

—No soy mensajero, sino barbero —replicó él.

—Buen oficio, Xanto. Un hombre con buena mano puede hacer una fortuna rasurando barbas. —Pero también había buenas bolsas para matones a sueldo que aplicaban con destreza afiladas cuchillas al gaznate de sus víctimas. Lo observé discretamente; si llevaba algún arma, estaba muy bien oculta—. ¿De quién eres barbero, por cierto?

El individuo reaccionó a mi pregunta con profundo abatimiento.

—En tiempo afeité a Nerón. Según tengo oído, se dio muerte con una navaja; una de las mías, probablemente. Desde entonces, todos han pasado por mis manos. Afeité a Galba y afeité a Otón… ¡de hecho, también le arreglaba la peluca postiza! —Por primera vez, lo que decía me sonó a cierto; sólo un barbero de verdad se ufanaría de una clientela tan eminente—. Después, incluso afeité a Vitelio, cuando éste se acordaba de dejar que alguien atacara su barba de quince días…

De nuevo, sus palabras despertaron mi desconfianza. Carraspeé y, en tono cortante, inquirí:

—¿Has rasurado alguna vez Vespasiano?

—No.

—¿Qué hay de Tito? —Xanto volvió a negar con la cabeza. Pero yo era demasiado viejo para creerle—. ¿Conoces a un hombre llamado Anacrites?

—No.

Anacrites era jefe de espías en palacio, un funcionario con el que no me unía ninguna amistad. Si alguien de palacio encargaba un asesinato en privado, Anacrites siempre andaba por medio. Sobre todo si se trataba de asesinarme a mí. Anacrites estaría encantado. Me mordí los labios.

—¿Cómo es pues que, cuando un buen afeitado es tan raro de encontrar como una esmeralda en la molleja de una oca, un barbero imperial como tú se ve obligado a chapotear en el lodo del Aventino con sus primorosos botines escarlata?

—Me han degradado —respondió él (desconsolado).

—¿Al puesto más miserable del servicio de mensajeros? No resulta lógico. Creo que estás mintiendo.

—Piensa lo que quieras. Siempre he hecho lo que he podido para satisfacer a quien estaba bajo la toalla, pero me han dicho que mis servicios ya no son necesarios y, como a Vespasiano le disgusta lo superfluo, me han destinado a la secretaría.

—¡Qué duro!

—¡Y que lo digas, Falco! Los Flavios tienen unas barbas muy cerradas. Había sido asignado a Tito César…

—¡Un buen montón de rizos!

—Sí, podría haber hecho bastante buena labor con Tito…

—Pero el vencedor de Jerusalén rehúsa confiar su hermoso gaznate a una afilada cuchilla de Hispania en manos de un hombre que antes ha rasurado a Nerón y a Vitelio, ¿no es eso? No se le puede reprochar semejante recelo, ¿no te parece?

—¡Política! —masculló él—. En cualquier caso, ahora me veo obligado a chapotear entre la porquería de infectos callejones y a subir interminables y agotadoras escaleras para llevar recados presuntamente urgentes a tipos inhospitalarios que ni siquiera se molestan en leerlos cuando se los entrego.

Las lamentaciones no me alteraron.

—Lo siento, pero no me convences. ¿Quién te ha enviado?

¿Tito? —El barbero dijo que no con la cabeza, impaciente, pero ya no me podía engañar—. Deja de moverte como una prostituta en una noche atareada después de las carreras.

—¿A qué vienen tantas suspicacias? No soy más que un insecto que no sirve para nada más.

Para algo servía, sin embargo.

Abrí el rollo que me había entregado Xanto y en su interior sólo encontré más malas noticias.

Las órdenes de Vespasiano habían sido transcritas por un secretario cuya bella caligrafía griega habría sido magnífica en la decoración de vasijas, pero que a la hora de leerla resultaba una tortura. Mientras pugnaba por descifrar el texto irregular y florido, el barbero permaneció apoyado en una pared de la estancia. Parecía asustado de algo. De mí, probablemente.

Cuando hube terminado, me quedé sentado, en silencio. Tenía el estómago revuelto a causa del vino que había tomado con Canidio y del embutido, que me había zampado demasiado deprisa, pero aun sin nada de ello, la lectura me habría producido náuseas. Lo que tenía que hacer en Germania era lo siguiente:

Entregar el regalo imperial a la Decimocuarta Gémina… y hacer un informe al emperador.

Cualquier estúpido podía encargarse de eso. Incluso yo podía ocuparme de ello.

Averiguar qué había sido del muy noble Munio Luperco.

¿Que quién era Luperco? Os lo diré: el legado comandante de la legión en Vetera, la fortificación que había resistido a los rebeldes hasta el límite de la inanición antes de rendirse, luego de lo cual, aquellos que sobrevivieron fueron asesinados. Todos, excepto Luperco, a quien habían enviado al otro lado del Rin como regalo a su malévola y peligrosísima sacerdotisa.

Intentar reducir las actividades de Veleda.

Lo habéis adivinado: Veleda era la sacerdotisa.

Averiguar el paradero de Julio Civilis

¡Oh, dioses! Incluso con mi largo historial de misiones difíciles bien resueltas, este último encargo era increíble.

Averiguar el paradero de Julio Civilis, cabecilla de los bátavos, y asegurar su colaboración futura en una Galia y Germania pacificadas.

Vespasiano ya había enviado dos comandantes en jefe con toda la panoplia púrpura, junto a nueve legiones, para emprender la captura de Civilis. Fuera cual fuere la información que recogía la Gaceta Diaria desde su columna en el Foro, los dos comandantes debían de haber fracasado. Ahora, Vespasiano me enviaba a mí.

—¿Malas noticias? —inquirió Xanto en tono trémulo y nervioso.

—¡Una catástrofe!

—Partes para Germania, ¿verdad? —Esa había sido mi intención hasta que hube leído aquel catálogo de tareas imposibles. Después de hacerlo, lo más lógico era echar a correr en dirección contraria—. Con franqueza, te envidio —dijo el barbero con entusiasmo y con la absoluta falta de tacto de los de su gremio—. Siempre he deseado ver algo del imperio más allá de las puertas de Roma.

—Hay formas más baratas de sufrir incomodidades aquí, en la ciudad. Prueba una tarde calurosa en el Circo Máximo. O una obra mala en el teatro de Pompeyo. Intenta comprar algo de beber cerca del Foro. Prueba el marisco, las mujeres… Date un baño en el Tíber en agosto si quieres coger alguna enfermedad rara… Xanto, necesito un rato para reflexionar. Cierra la boca y lárgate. Y procura que esos horribles botines escarlata que luces no vuelvan a rondar cerca de mí nunca más.

—Eso va a ser imposible —me aseguró él con una mueca de complicidad—. Mañana por la mañana volveré para entregarte el encargo que debes llevar a Germania.

Le agradecí que me advirtiera de ello, pues así podría ausentarme antes de que se presentara.