VIII

Cuando el hombre entró en la sala arrastrando los pies, los atentos muchachos de resplandecientes uniformes blancos que servían al emperador se apartaron y lo miraron con rencor.

Era un auténtico escarabajo de los papiros. Antes incluso de que abriera la boca, adiviné que debía de ser uno de esos tipos raros que rondan por las secretarías haciendo trabajos que nadie más quiere. Ningún palacio que se preciase toleraría su presencia a menos que su contribución fuera irreemplazable. Llevaba una túnica de color ciruela damascena bastante sucia, zapatos con cordones torpemente enlazados y un cinturón tan mal teñido que daba la impresión de que la vaca de la que había salido todavía estaba viva. Tenía el cabello lacio y su piel presentaba una palidez gris que hubiese podido quitarse cuando era más joven, pero que a su edad lo impregnaba irremisiblemente. Aunque no olía a humedad, todo su aspecto era mohoso.

—Didio Falco, éste es Canidio —nos presentó el propio Vespasiano con su habitual energía—. Canidio tiene a su cargo el archivo de las legiones.

Así pues, no me había equivocado. Canidio era un funcionario de futuro gris que se había sacado de la manga un trabajo raro en el que se había especializado. Respondí a la presentación con un gruñido evasivo y Vespasiano me dirigió una mirada suspicaz.

—Tu próxima misión, Falco, será como mi emisario personal a la Decimocuarta Gémina, destacada en Germania. —Esta vez olvidé las muestras de hipócrita consideración al emperador y no escondí una mueca de disgusto. Vespasiano hizo caso omiso de ella—. He oído que entre la Decimocuarta reina un ambiente belicoso. Ponnos al corriente, Canidio.

Sin valerse de nota alguna, el funcionario de extravagante aspecto empezó a relatar nerviosamente:

—La legión Decimocuarta Gémina fue creada por Augusto y originariamente se formó en Moguntiacum, en el río Rin. —El hombre tenía una voz fina y quejumbrosa que cansaba enseguida al oyente—. Estaba entre las cuatro legiones escogidas por el divino Claudio para la invasión de Britania y se distinguió por su valentía en la batalla de Medway, con la gran ayuda de sus auxiliares nativos, que eran bátavos.

Estos bátavos, nórdicos del delta del Rin, son excelentes remeros, nadadores y pilotos de río. Todas las legiones romanas cuentan con tales unidades de extranjeros, en particular con caballería nativa.

—Falco no necesita tus anécdotas claudianas —murmuró Vespasiano—. ¡Y yo estuve allí!

El funcionario se sonrojó. Olvidar la historia del emperador era un grave desliz. Vespasiano había mandado la Segunda Augusta en la batalla citada, y tanto él como la Segunda habían jugado un celebrado papel en la conquista de Britania.

—¡Señor! —Canidio se contorsionó, azorado—. En la lista de honores de la Decimocuarta se cuenta la derrota de la reina Boadicea, por la cual le fue concedido, junto a la Vigésima Valeria, el título honorífico de Martia Victrix.

Tal vez os preguntéis por qué la Segunda Augusta no obtuvo también este prestigioso título. La respuesta es que, debido a una de esas confusiones que se finge que nunca suceden, la magnífica Segunda (que, además de ser la de Vespasiano, era también la mía) no se presentó en el campo de batalla. Las legiones que se enfrentaron a los icenios tuvieron suerte de sobrevivir. Y esa era la causa de que cualquier miembro de la Segunda tuviera que evitar la Decimocuarta Gémina por muchos títulos honoríficos que hubiese de por medio.

Canidio prosiguió su exposición:

—En los recientes conflictos, los auxiliares bátavos de la Decimocuarta tuvieron una actuación fundamental. Habían sido separados de su legión de origen y llamados a Germania por Vitelio. Al principio la Decimocuarta era partidaria de Nerón, ya que éste la había llamado «su mejor legión» después de la revuelta de Boadicea, y luego apoyó a Otón, quien la trajo a Italia. Esto colocó a la legión y a sus cohortes nativas en bandos opuestos y, en la primera batalla de Bedriaco…

Canidio dejó la frase en suspenso, temeroso. Advertí que intentaba evitar el tema, de modo que intervine:

—Está por ver si la Decimocuarta Gémina tomó parte realmente en la batalla de Bedriaco. Antes que reconocer que había sido derrotada, la legión entera afirmó no haber participado en la lucha.

Vespasiano refunfuñó por lo bajo. Debía de opinar que eran meras excusas. Canidio se apresuró a continuar:

—Tras el suicidio de Otón, su legión y sus auxiliares fueron juntados de nuevo por Vitelio. Hubo algunas rivalidades… —añadió el archivero con exquisita discreción, pues no tenía una idea clara de qué pretendía el emperador.

—¡Estás olvidando los detalles pintorescos! —lo interrumpí—. ¡Habla con franqueza! La historia posterior de la Decimocuarta es una serie de riñas y enfrentamientos públicos con sus bátavos, en el transcurso de los cuales pasaron a fuego Augusta Taurinoro…

Este episodio en Turín ponía la disciplina de aquella legión entre grandes interrogantes.

Canidio, consciente de que estaba tratando un tema delicado, se apresuró a concluir:

—Vitelio ordenó que la Decimocuarta regresara a Britania y adscribió las ocho cohortes bátavas a su comitiva personal, hasta que las transfirió al frente de Germania.

Más política. Canidio volvía a mostrarse disgustado.

—En Germania, las cohortes bátavas no tardaron en pasarse a Civilis, lo cual dio un tremendo impulso a la rebelión. —El hecho aún me irritaba—. ¡Dado que Civilis es su jefe, la deserción de los bátavos era previsible!

—Ya es suficiente, Falco —gruñó Vespasiano, negándose a criticar a otro emperador… aunque él mismo lo hubiera derrocado. Hizo un gesto a Canidio, que terminó de exprimir su relato:

—La Decimocuarta volvió de Britania una vez más para ayudar a Petilio Cerealis. En este momento, ocupa Moguntiacum.

Terminó su exposición con alivio.

—Sólo han sobrevivido las fortificaciones de la Germania Superior —dijo Vespasiano en tono adusto—, de modo que Moguntiacum protege ahora ambas partes del territorio. —Dada la vital importancia de la fortificación en la que estaban acuarteladas sus fuerzas, era evidente que el emperador debía de sentir una confianza absoluta en la Decimocuarta—. Mi objetivo prioritario es reforzar la disciplina y disipar viejas simpatías.

—¿Qué hay de las tropas que juraron fidelidad a la federación gala? —inquirí con curiosidad—. ¿Cuáles fueron, Canidio?

—La Primera Germánica de Bonna, la Decimoquinta Primigenia de Vetera y la Decimosexta Gálica de Novesio, además de la Cuarta Macedonia de… —Había olvidado de dónde; era su primera muestra de humanidad.

—De Moguntiacum —dijo el emperador. Aquello explicaba aún mejor por qué quería allí legiones leales.

—Gracias, señor. Cuando Petilio Cerealis recibió a los culpables —me informó el archivero—, sus palabras a los amotinados fueron… —Por primera vez, Canidio recurrió a una tablilla escrita para emocionarnos con la cita histórica exacta—: «Ahora, los soldados que se rebelaron vuelven a ser soldados de su patria. A partir de hoy estáis al servicio del Senado y del Pueblo de Roma y vinculados a ellos por juramento. El emperador ha olvidado todo lo sucedido y vuestro comandante no recordará nada».

Intenté no parecer demasiado asombrado ante aquella revelación.

—¿Consideramos las circunstancias excepcionales y damos un trato benigno, mi césar?

—No podemos despreciar cuatro legiones de tropas escogidas —gruñó Vespasiano—. Serán desorganizadas, puestas en vereda y reordenadas en unidades diferentes.

—Y esas nuevas legiones, ¿serán retiradas del Rin?

—No tiene alternativa sensata. Las fuerzas que mandan Cerealis y Gallo protegerán la frontera.

—Para eso no serán necesarias las nueve legiones. —Empezaba a ver las alternativas que afrontaba el emperador—. De modo que la Decimocuarta Gémina podría ser enviada de nuevo a Britania o acantonada permanentemente en Moguntiacum. Creo que Canidio nos ha dicho que ésa fue su primera base. ¿Cuál es tu plan, señor?

—Todavía no lo he decidido —murmuró el emperador.

—¿Es ésa mi misión? —me gusta hablar con franqueza.

—¡No te adelantes a mis instrucciones! —dijo él, irritado.

—Es evidente, mi césar. Bajo el mando de Cerealis, esa legión te ha servido bien, pero antes se ha mostrado muy inquieta. Desde que derrotó a los icenios, la Decimocuarta se ha convertido en prototipo de testarudez…

—¡No menosprecies una buena legión! —Vespasiano era un general de la vieja escuela: le disgustaba pensar que una unidad con buena reputación pudiera deteriorarse. Pero si sucedía, su reacción podía ser despiadada—. Moguntiacum es una fortificación para dos legiones, pero la Decimocuarta está engrosada con algunas tropas inexpertas. La necesito… si puedo fiarme de ella.

—La legión fue creada allí —reflexioné—. No hay nada como tener a los propios abuelos viviendo cerca para mantener dóciles a los soldados… Además, está más cerca de Britania, lo cual facilita la supervisión.

—Entonces, Falco, ¿qué te parecería hacer una discreta inspección allí?

—¿Qué os parece a vos? —repliqué en son de burla—. Yo servía en la Segunda Augusta durante el asunto de los icenios. La Decimocuarta recordará muy bien cómo la abandonamos. —Puedo defenderme en una pelea callejera, pero rehuí enfrentarme a seis mil profesionales vengativos que tenían buenas razones para borrarme de la existencia aplastándome como un chinche contra la pared de una casa de baños—. ¡Señor, son capaces de enterrarme en cal viva y contemplar entre risas cómo me quemo!

—Evitar que eso suceda será demostración de tu talento —ironizó el emperador.

—¿Qué deseáis de mí, exactamente, señor? —le pregunté, dejándole ver mi nerviosidad.

—No mucho. Quiero enviar un nuevo estandarte a la Decimocuarta en reconocimiento de su reciente comportamiento en Germania. Tú te encargarás de portarlo.

—Parece conveniente —murmuré con gratitud, a la espera de descubrir la trampa. De modo que, mientras hago entrega de esta prenda de vuestra alta estima, capto el estado de ánimo y decido si esa estima debe mantenerse, ¿no es eso? —Vespasiano asintió—. Con todo respeto, mi césar, si os proponéis borrar a la Decimocuarta de la lista de vuestras legiones, ¿por qué no pedís a su legado comandante que informe en los términos apropiados?

—No es conveniente.

—¿Eso indica que también hay algún problema con el legado, señor? —inquirí con un suspiro.

—Rotundamente, no —respondió Vespasiano con firmeza, del modo que lo haría en público a menos que tuviera pruebas firmes para destituir al individuo. Imaginé que debía ser yo quien aportase esas pruebas. Moderé el tono de mis palabras.

—¿Podéis decirme algo de él?

—No lo conozco personalmente. Se llama Florio Gracilis. Fue propuesto para comandante por el Senado y no vi ninguna razón para oponerme. —Se mantenía la ficción de que todos los cargos públicos eran decididos por el Senado, aunque el veto del emperador era absoluto. En la práctica, Vespasiano sugería normalmente sus propios candidatos, aunque de vez en cuando podía halagar a la curia permitiéndole nombrar a algún simplón de su propia cosecha. Parecía sospechar algo de aquel hombre, pero, ¿qué? ¿Corrupción flagrante, o ineficiencia cotidiana?

Dejé a un lado la cuestión. Tenía mis recursos para sonsacar a senadores. Gracilis debía de ser el típico memo de clase alta que cumplía servicio en la legión porque un mando militar a los treinta era un peldaño fijo en el cursus politicus. El tipo estaba predestinado a ser enviado a alguna frontera. Que le tocara una legión en Germania era sólo cuestión de mala suerte.

—Estoy seguro de que el legado está a la altura de las exigencias del cargo —comenté, dando a entender al emperador que podía confiar en que, mientras investigaba a la legión, también pondría mis ojos, escépticos como de costumbre, sobre Florio Gracilis—. ¡Esto me recuerda mis complejas misiones habituales, señor!

—¡Sencillez! —declaró el emperador—. Mientras estás allí —añadió sin darle importancia—, puedes aplicarte a atar unos cuantos cabos que Petilio Cerealis se vio obligado a dejar sueltos.

Tomé aire profundamente. Aquello ya encajaba mejor. La lealtad de la Decimocuarta podía ser valorada al momento por cualquier centurión competente. Marco Didio Falco iba a ser enviado a correr en círculos tras otro ganso escapado.

—¡Oh! —exclamé.

Vespasiano pareció no advertir mi rostro avinagrado.

—En tus órdenes escritas encontrarás la información precisa…

Vespasiano no solía escatimar tiempo cuando trataba un asunto. Por el modo airoso con que evitó dar detalles, supe que aquellos «cabos sueltos» que estaba heredando del legendario Petilio Cerealis tenían que ser tareas realmente repulsivas. El emperador esperaba, seguramente, que para cuando leyera las instrucciones ya habría emprendido la marcha y ya me sería imposible volverme atrás.

Se refirió a ellos como si no tuvieran importancia, pero aquellos asuntos indeterminados que me lanzaba como regalos de fiesta eran la verdadera razón por la que me enviaba a Germania.