Y así fue cómo me dejé enviar a Germania.
Sin Helena, Roma no tenía nada que ofrecerme. Era inútil intentar ir tras ella, pues había retrasado su mensaje el tiempo suficiente para que su rastro ya estuviera frío. Pronto me harté de que los miembros de mi familia dejaran bien sentado que siempre habían creído que me abandonaría. No pude alegar nada en mi defensa, pues yo mismo lo había esperado siempre. El padre de Helena solía acudir a los mismos baños que yo, de modo que también me resultó difícil evitarlo. Finalmente, me sorprendió mientras trataba de esconderme tras una columna; se sacó de encima al esclavo que le estaba frotando la espalda con la raedora y corrió a mi encuentro envuelto en una nube de aceite perfumado.
—Confío, Marco, en que podrás decirme dónde esta esa hija mía…
—Bien, señor, ya conoce a Helena Justina… —Tragué saliva.
—¡Tampoco tienes idea! —exclamó su padre, y al instante pasó a disculparse por el comportamiento de Helena como si fuera yo quien debía sentirse ofendido por su conducta extravagante.
—¡Tranquilícese, senador! —dije, al tiempo que lo envolvía en una toalla, tratando de calmarlo—. He convertido en mi oficio seguir la huella de los tesoros de otros cuando los echan en falta. Buscaré su rastro.
Traté de no parecer demasiado preocupado por mis mentiras. Él, también.
Mi amigo Petronio hizo cuanto pudo para animarme, pero incluso él estaba bastante asombrado.
—¡Al extranjero! Falco, tienes el cerebro de un barbo deficiente. ¿No podías enamorarte de una chica normal, de ésas que corren a casa de su madre cada vez que las haces llorar, pero a la semana siguiente vuelven con una gargantilla nueva que uno tendrá que pagar?
—Sólo una chica aficionada a los gestos espectaculares e inútiles podría enamorarse de mí.
Petronio dejó escapar un gruñido de impaciencia.
—¿La vas a buscar?
—¿Cómo? Podría estar en cualquier sitio, desde Lusitania hasta el desierto nabateo. Olvídalo, Petro; ¡ya estoy harto de tonterías!
—Bueno, las mujeres nunca viajan muy lejos solas… —Petronio siempre prefería las mujercitas tímidas y tontas… o, al menos, las que lo convencían de que lo eran.
—Las mujeres nunca viajan solas, sencillamente. ¡Pero una mera norma no detendrá a Helena!
—¿Por qué se ha marchado?
—No sé qué decirte.
—¡Oh, ya veo! ¡Tito! —Alguno de los guardias de Petronio debía de haber visto a los pretorianos apostados a la puerta de mi casa—. ¡Entonces, Marco, no hay nada que hacer!
Le dije que estaba cansado de ver tanto optimismo a mi alrededor y me marché por mi lado.
Cuando me llegó una nueva convocatoria de palacio, presumiblemente de Vespasiano, supe que debía de ser Tito, en efecto, quien tramaba quitarme de en medio. Reprimí mi irritación y me prometí sacar al emperador la minuta más alta posible.
Para mi entrevista con la púrpura, realicé un esfuerzo en mi indumentaria, tal como habría sido del gusto de Helena. Me puse una toga y me hice arreglar el cabello. También mantuve los labios apretados para contener mi mueca de desprecio republicana. Todo ello era más de lo que cualquier palacio podía esperar de mí.
Vespasiano y su hijo mayor gobernaban el Imperio como asociados. Pedí por el padre, pero el funcionario que me recibió tenía goma en los oídos. Aun con una invitación escrita del propio Vespasiano, aquella noche le correspondía a Tito, al parecer, el turno de atender las súplicas, los perdones y las comparecencias de desechos de taberna como yo.
—¡Me equivoco de sala del trono! —me disculpé cuando el lacayo renqueante me condujo ante él—. Señor, he oído que el interés del Imperio requiere de mí ser enviado a alguna parte. Dicen los rumores que vuestro noble padre tiene una propuesta horrible que estoy ansioso por conocer.
Tito captó mi sutil referencia a sus motivos personales. Al oír el comentario de que quizá tuviera que marcharme, soltó una breve risilla a la que no me sumé. Hizo un gesto a un esclavo, probablemente para que me condujera ante el emperador, pero luego nos hizo esperar.
—He estado intentando saber algo de cierta mujer cliente tuya… —reconoció, con excesiva despreocupación.
—¡De modo que nos ha dado esquinazo a los dos! ¿Qué os dijo? —Tito no respondió; por lo menos, Helena me había preferido a mí para enviar su airado mensaje. Un poco más envalentonado, arriesgué una sonrisa burlona—: Está de viaje. Una visita fraternal, según parece. Hace poco recibió una carta del noble Eliano, muy irritado por cierto desprecio imaginado. —No vi ninguna necesidad de confundir a Tito con explicaciones sobre quién era el autor de la presunta ofensa.
Tito frunció el entrecejo con cautela.
—Si su hermano estaba tan molesto, lo más lógico sería evitarlo, ¿no crees?
—La reacción de Helena Justina sería presentarse ante él de inmediato —le aseguré. La mirada de Tito aún seguía dubitativa. Creo que él también había tenido una hermana, una muchacha impecable que se había casado con un primo y había muerto muy joven, de parto, como se suponía debían hacerlo las mujeres romanas de buena familia—. A Helena le gusta afrontar las cosas, señor.
—¡Caramba! —comentó él, con ironía tal vez. A continuación, más pensativo, inquirió—: ¿Camilo Eliano está en Hispania Bética? ¡Pero si es demasiado joven para cuestor, sin duda! Los futuros senadores suelen actuar como funcionarios financieros en provincias antes de su elección formal para la Curia, a los veinticinco años. Al hermano de Helena deben de quedarle dos o tres años para eso.
—Eliano es el hijo que más preocupa a toda la familia. —Si Tito quería a Helena, tendría que aprender muchas cosas de sus parientes. Le describí la situación con toda franqueza y desparpajo—: El senador convenció a un amigo suyo de Córdoba de que le encontrase un empleo antes de tiempo, para de ese modo proporcionarle desde muy temprano la ventaja de adquirir experiencia lejos de la metrópoli.
A juzgar por lo que había escrito a su hermana, aquel plan para enseñar diplomacia a Eliano era una pérdida de tiempo y de dinero.
—¿Y ha demostrado alguna cualidad especial?
—Camilo Eliano parece bien dotado para una carrera pública espectacular —respondí con seriedad.
Tito César me observó como si sospechara en mis palabras una insinuación de que el criterio normal para un rápido progreso en el Senado era pasar por un mal trago.
—Veo que estás bien enterado —dijo. Me lanzó una mirada perspicaz y llamó a un mensajero—. Falco, ¿cuándo se ha marchado Helena Justina?
—No tengo idea.
Murmuró algo a su emisario y capté una mención a Ostia. Tito se dio cuenta de que lo había oído.
—La dama es miembro de una familia senatorial; puede prohibirle que abandone Italia —me dijo en tono defensivo mientras el mensajero se retiraba.
—De modo que ha tomado unas vacaciones sin autorización. ¿Por qué no? —Me encogí de hombros—. No es ninguna vestal, ni sacerdotisa del culto imperial. Vuestros antecesores en el cargo la habrían mandado al exilio por mostrarse tan independiente, pero Roma esperaba algo mejor de los Flavios.
Sin embargo, si él lograba encontrarla (y yo ya había pasado un día investigando en los muelles de Ostia, infructuosamente) estaba absolutamente dispuesto a permitir que Tito hiciese escoltar a mi dama de regreso a Roma. Sabía que sería tratada con respeto merced a su posición social. También sabía que Tito Flavio Vespasiano se vería entre Escila y Caribdis si daba la orden.
—Helena Justina se resistirá con todas sus fuerzas a ser sacada del barco. Si lo deseáis, me encargaré personalmente —dije—. ¡Si esa dama se enfurece, puede que la guardia Pretoriana no baste para reducirla!
Tito no hizo el menor ademán de llamar de nuevo al mensajero.
—Estoy seguro de que sabré aplacar a Helena Justina… —Ninguna mujer a la que deseara de verdad sería capaz de volverle la espalda. Con aires de grandeza se alisó los amplios pliegues de su túnica púrpura. Yo separé un poco los pies y asumí una expresión dura. Entonces, él preguntó de pronto—: La hija de Camilo Vero y tú parecéis extrañamente unidos.
—¿Eso os parece?
—¿Estás enamorado de ella?
—César mío, ¿cómo podría yo atreverme? —pregunté con una sencilla sonrisa.
—¡Es la hija de un senador, Falco!
—Todo el mundo me lo repite.
Los dos éramos profundamente conscientes del poder del padre de mi interlocutor y de cuánta autoridad le había traspasado ya a Tito para que la usara a su albedrío. El joven asociado al trono era demasiado educado para establecer comparaciones entre nosotros, pero yo sí lo hice.
—¿Vero aprueba esto?
—¿Cómo podría, señor?
—¿Lo permite, entonces?
—Helena Justina es una muchacha encantadoramente excéntrica —respondí. A juzgar por su expresión, Tito ya lo había apreciado. Me pregunté de qué habrían hablado; después me hice otra pregunta más dolorosa: qué le habría dicho ella.
Tito se movió en su asiento, dando por concluida la entrevista. Bien, podía hacerme salir de la sala del trono y ordenarme que abandonara Roma, pero los dos estábamos mucho menos seguros de que podía excluirme de la vida de Helena.
—Marco Didio, mi padre necesita que emprendas un viaje. Considero que esto será lo mejor para todos.
—¿Hay alguna posibilidad de que ese viaje sea a la Bética? —aventuré con descaro.
—¡Te equivocas de dirección, Falco! —respondió con más satisfacción de la debida. Al tiempo que se incorporaba, murmuró—: Esperaba recibir aquí a la dama el jueves pasado. Lamento que no acudiera… aunque a la mayoría de la gente le gusta celebrar sus fechas señaladas en la intimidad de los suyos… —Era una especie de prueba. Lo miré fijamente, sin delatar nada—. ¡El aniversario de Helena Justina! —explicó entonces, como quien saca un doble seis con los dados cargados.
Aquello era nuevo para mí. A Tito no se le escapó el detalle.
Contuve con dificultad una reacción instintiva, que era golpear aquel mentón soberbiamente rasurado y atravesar aquella dentadura perfecta hasta alcanzar la nuca de aquel cráneo imperial.
—¡Que lo pases bien en Germania!
Tito mitigó su aire triunfal. Pero fue en ese instante cuando me obligué a mí mismo a asimilar que Helena y yo nos encontrábamos en un buen apuro. Si la situación se había vuelto incómoda para ella, resultaba decididamente peligrosa para mí. Y fuera cual fuere la sórdida misión que se proponían encargarme en esta ocasión, a Tito César le resultaría muy conveniente que fracasara en mi propósito.
Tito era el hijo del emperador y tenía numerosos recursos para asegurarse de que, una vez enviado fuera de Roma, nunca más volviese a poner los pies en la ciudad.