V

Me sentía como un auténtico arenque ahogándose en salmuera.

Descarté cualquier idea de que Tito la hubiese hecho desaparecer. El retoño imperial era demasiado recto. Además, Helena era una chica decidida y resuelta que jamás toleraría algo semejante.

Tampoco me atreví en modo alguno a presentarme en casa del senador para rogarle que me informara de qué sucedía. De entrada, fuera lo que fuere, seguro que su encumbrada y poderosa familia me echaría a mí las culpas.

Encontrar mujeres perdidas era mi oficio. Encontrar a la mía debería ser tan sencillo como recoger guisantes. Por lo menos, sabía que si la habían asesinado y ocultado bajo los tablones del suelo, ese suelo no era mío. Aunque eso no resultaba especialmente consolador.

Empecé por donde se empieza siempre: investigando el piso para ver qué se había dejado allí. Una vez hube quitado de en medio mis propios detritos, el resultado fue que no se había dejado gran cosa. Al mudarse no había llevado consigo demasiada ropa ni objetos de adorno; la mayor parte de todo ello había desaparecido. Encontré una de sus túnicas revuelta con algunas prendas mías, una horquilla de azabache bajo la almohada de mi lado de la cama, un bote de saponita lleno de su crema facial favorita detrás de la cómoda… Y eso era todo. A regañadientes, llegué a la conclusión de que Helena Justina había recogido todas sus pertenencias de mi piso y se había marchado, enfadada.

Me pareció demasiado drástico… hasta que descubrí una pista. La carta de su hermano Eliano seguía sobre la mesa, donde había quedado cuando Helena me había dicho que podía leerla.

Lo hice ahora. Al principio, deseé no haber desenrollado el manuscrito. Después, me alegré de saber lo que decía.

Eliano era un joven relajado y perezoso que, normalmente, jamás se molestaba en mantener correspondencia con la familia, aunque Helena le escribía con regularidad. Ella era la mayor de los tres hijos de Camilo y trataba a sus hermanos menores con el tipo de afecto pasado de moda que en otras familias se había abandonado al término de la República. Yo ya me había dado cuenta de que el predilecto de Helena era Justino; las cartas a Hispania eran más un deber. Parecía lógico que Camilo Eliano, tras recibir noticia de que su hermana se había juntado con un plebeyo de oficio mal considerado, le escribiera una carta llena de divagaciones tan corrosivas que la solté con asco. Eliano estaba abrumado ante el perjuicio que su hermana había causado al nombre de su noble familia. Y lo expresaba con toda la tosca insensibilidad de un joven de veintitantos años.

Helena, tan amante de la familia, debía de haberse sentido herida en lo más hondo. Sin duda le había dado vueltas a todo aquello sin que yo lo advirtiera. Y entonces había aparecido Tito, con su amenaza de desastre… Era muy propio de ella no mencionar una palabra del tema. Y muy propio de mí haberle vuelto la espalda cuando finalmente se había decidido a pedirme ayuda.

Tan pronto leí la carta, deseé estrecharla entre mis brazos. Demasiado tarde, Falco. Demasiado tarde para consolarla. Demasiado tarde para cobijarla. Demasiado tarde para todo, al parecer.

No me sorprendí cuando me llegó un mensaje, breve y amargo, diciendo que Helena no podía soportar Roma un día más y que se había marchado al extranjero.