—Buenas tardes —dije con esfuerzo.
—¡Marco Didio! —El joven césar se mostró relajado y simpático. Yo me mantuve serio, sin dejar que su actitud me turbara—. He venido a condolerme por la pérdida de tu vivienda. —Tito se refería al piso que había alquilado hacía poco y que tenía todas las ventajas… salvo que, mientras el repulsivo cuchitril que ahora ocupaba permanecía erguido en desafío a todos los principios de la ingeniería, el otro edificio se había derrumbado en medio de una nube de polvo.
—Un buen cobijo. Construido para durar —respondí—. ¡Es decir, para durar una semana!
Helena soltó una risilla, lo cual dio una excusa a Tito para decir:
—He encontrado a la hija de Camilo Vero esperando aquí; he tratado de entretenerla…
Seguramente sabía que estaba tratando de reclamar la propiedad de Helena Justina, pero le convenía aparentar que la muchacha era un modelo de recato y modestia a la espera de un príncipe ocioso con el que pasar el día.
—¡Oh, gracias! —repliqué con acritud.
Tito dirigió a Helena Justina una mirada de reconocimiento que me dejó lleno de dudas. Él siempre la había admirado, y a mí eso me sacaba invariablemente de mis casillas. Me alivió observar que, pese a lo que me había dicho, Helena no se había pintado los ojos como si esperara un visitante. Aun así, estaba deliciosa con el vestido rojo que me gustaba, unas ágatas colgadas de las orejas por finos aros de oro y el cabello oscuro recogido simplemente con unas peinetas. Tenía un rostro despierto, fuerte, demasiado controlado en público, aunque en privado se derretía como miel bajo un sol cálido. A mí me encantaba aquello… siempre que el único por quien se derritiera fuese yo.
—¡Casi me olvido de que ya os conocéis! —comentó Tito.
Helena permaneció en silencio, a la espera de que de un momento a otro yo le dijera al joven césar que muy íntimamente. Pero mantuve un terco silencio. Tito era mi patrón; si me encomendaba un encargo, lo llevaría a cabo debidamente. ¡Pero ningún don Juan palaciego se apropiaría jamás de mi vida privada!
—¿Qué puedo hacer por vos, señor?
Con cualquier otro, mi tono habría sonado amenazador. Pero nadie que aprecie la vida profiere amenazas contra el hijo del emperador.
—A mi padre le gustaría hablar contigo, Falco.
—¿Están de huelga los bufones de palacio? Si Vespasiano anda corto de risas, veré qué puedo hacer.
A dos pasos de mí, los ojos pardos de Helena habían adquirido una firmeza implacable.
—Gracias —respondió. Sus modales corteses siempre me hacían sentir como si hubiera descubierto salsa de pescado del día anterior en mi camisa. Era una sensación que me ofendía, y mucho más en mi propia casa—. Tenemos una propuesta que plantearte…
—¡Ah, bien! —respondí sombrío, con una mueca ceñuda para insinuarle que estaba advertido del mal trago que me preparaban.
Tito se separó por fin de la puerta plegadiza, que se agitó penosamente pero se mantuvo en pie, y dirigió un leve gesto a Helena, dando a entender que creía que su presencia allí era para tratar algún asunto y que no quería interrumpir. Ella se puso en pie educadamente mientras él se encaminaba hacia la puerta, pero permitió que lo acompañase hasta la escalera, como si fuera el único propietario.
Cuando entré de nuevo, fui a inspeccionar la destartalada puerta plegadiza.
—Alguien debería decirle a su señoría que no está bien que apoye su augusta persona en el mobiliario de los plebeyos… —Helena guardó silencio—. ¿Otra vez esa mirada pomposa tuya, querida? ¿He sido demasiado brusco?
—Supongo que Tito está acostumbrado —respondió ella sin levantar la voz. No le había dado un beso y sabía que se había dado cuenta. Quise hacerlo, pero ya era demasiado tarde—. Que Tito sea tan accesible debe hacer que la gente se olvide de que está hablando con el asociado del emperador, con el futuro emperador en persona.
—¡Tito Vespasiano nunca olvida quién es!
—No seas injusto, Marco.
—¿Qué quería? —pregunté, y apreté los dientes.
Ella pareció sorprendida.
—Pedirte que acudas a ver al emperador… para hablar de Germania, probablemente.
—Para eso podría haber enviado un emisario. —Helena empezaba a parecer molesta conmigo, de modo que, como es lógico, me puse aún más insistente—. Por otra parte, podríamos haber hablado de Germania aquí mismo, durante su visita. Y con más discreción, si se trata de un tema delicado.
Helena cruzó las manos sobre la cintura y cerró los ojos, rehusando la pelea. Dado que normalmente discutía conmigo a la menor ocasión, la novedad era mala noticia.
La dejé en el balcón y volví dentro. Encima de la mesa había una carta.
—¿Ese rollo es para mí?
—No, es mío —respondió—. Es de Eliano; me lo envía desde Hispania.
Se refería al menor de sus hermanos. Yo había recibido la impresión de que Camilo Eliano era un joven bastardo de orejas prominentes con quien no permitiría que me vieran beber pero, ya que aún no lo había conocido en persona, me callé.
—Puedes leerla —me ofreció.
—¡La carta es tuya! —rechacé su propuesta, inflexible.
Pasé a la alcoba y me senté en la cama. Conocía perfectamente la razón de la visita de Tito. No tenía nada que ver con ninguna misión que me quisiera proponer. No tenía nada que ver conmigo, en absoluto.
Antes de lo que esperaba, Helena entró y se sentó a mí lado en silencio.
—¡No te resistas! —Su aspecto era igual de melancólico mientras me abría los dedos, obligándome a cogerle la mano—. ¡Oh, Marco! ¿Por qué la vida no puede ser tranquila?
No estaba de humor para filosofías, pero cambié la presión de mi mano hasta convertirla en algo ligeramente más afectuoso.
—¿Y qué era lo que te contaba tu regio admirador?
—Sólo hablábamos de mi familia.
—¡Ah, caramba! —Repasé mentalmente el árbol genealógico de Helena, como debía de haber hecho Tito: generaciones de senadores (lo cual era más de lo que él podía decir de sí mismo, con sus orígenes sabinos de clase media, recaudadores de impuestos); su padre, un decidido partidario de Vespasiano; su madre, una mujer de reputación intachable; sus dos hermanos menores, lejos de Roma cumpliendo el servicio cívico. Y uno de ellos, al menos, acabaría propuesto para el Senado. Todo el mundo me había asegurado que se esperaban grandes cosas del noble Eliano. Y Justino, a quien sí había conocido, parecía un hombre decente.
—Pues Tito parecía encantado con la conversación. ¿Hablabais de ti, también?
Helena Justina: educación liberal, carácter vivaracho, dotada de un gran atractivo alejado de los patrones a la moda, sin escándalos en su vida (salvo yo). Había estado casada; pero se había divorciado por mutuo consentimiento y, en cualquier caso, el hombre ya había muerto. Tito, por su parte, había estado casado dos veces; la primera, había enviudado; la segunda, se había divorciado. Yo, por mi parte, no me había casado nunca, aunque era menos inocente que ellos dos juntos.
—Tito es un hombre; sólo habla de sí mismo —dijo ella con aire burlón.
Solté un bufido. A Helena, la gente siempre le contaba cosas. También a mí me gustaba charlar con ella. Helena era la única persona a quien podía hablar casi de cualquier tema, lo cual consideraba mi prerrogativa exclusiva.
—¿Sabes que está enamorado de la reina Berenice de Judea?
Helena me dirigió una pequeña sonrisa.
—¡Entonces, tiene mis más sentidas condolencias! —La sonrisa no era especialmente dulce y, en realidad, no iba dirigida a mí. Al cabo de un momento, añadió con más calma—: ¿Qué es lo que te preocupa?
—Nada —respondí.
Tito César nunca se casaría con Berenice. La reina judía era protagonista de una historia sumamente exótica. Roma jamás aceptaría una emperatriz extranjera, ni toleraría a un emperador que tratase de sugerir la importación de una de ellas. Su alteza era el heredero del Imperio. Su hermano Domiciano poseía algunos de los talentos de la familia, pero no todos. El propio Tito había engendrado una hija, aún de corta edad, pero ningún hijo varón. Y dado que la principal baza de los Flavios para acceder a la púrpura había sido el argumento de proporcionar estabilidad al Imperio, el pueblo opinaría probablemente que el joven debía afanarse en buscar una esposa decente entre las romanas. Muchas mujeres, tanto las decentes como las que no lo eran, debían de estar esperando a que lo hiciese.
Así pues, ¿qué había de pensar si me encontraba a aquel destacado personaje conversando con mi chica? Helena Justina era una compañera atenta, considerada, graciosa y de buen carácter (cuando quería); siempre demostraba buen juicio, tacto y un alto sentido del deber. De no ser porque estaba prendada de mí, era exactamente la clase de mujer que Tito debería buscarse.
—Escucha, Marco Didio, yo elegí vivir contigo.
—¿Por qué me vienes de pronto con éstas?
—Porque da la impresión de que lo hubieras olvidado —dijo ella.
Aunque me abandonase mañana mismo, jamás lo olvidaría. Pero eso no significaba que pudiera contemplar nuestro futuro en común con la menor confianza.