En el Foro, la vida transcurría con toda normalidad. Era temporada de pánico para los abogados. El último día de agosto es también el último para la presentación de nuevos casos antes del descanso invernal, de modo que la Basílica Julia era un hervidero. Habíamos llegado a las nonas de septiembre y la mayoría de los letrados —todavía sonrosados de sus vacaciones en Baia— iban de un lado a otro para plantear algunos casos apresurados con que justificar su posición social antes de que cerraran los tribunales.
A la sombra del Palatino, una sosegada comitiva de funcionarios de uno de los colegios sacerdotales seguía a una virgen ya anciana, vestida de blanco, hacia la Casa de las Vestales. La mujer miraba en torno a sí con la insolencia de una vieja socarrona que tiene hombres lo bastante juiciosos como para respetarla en todo momento. Mientras tanto, en la escalinata de los templos de Saturno y Cástor holgazaneaban grupos de vagos sedientos de sexo pendientes de cualquiera (no sólo mujeres) que mereciera un silbido. Un edil sumamente enfadado ordenaba a su numeroso grupo de subordinados que pasaran por encima de un borracho que había tenido el mal tino de perder el sentido sobre el reloj de sol del pavimento, colocado en la base de la Milla de Oro. El tiempo aún era veraniego y el aire estaba impregnado del penetrante olor de los excrementos recientes de asno.
Últimamente había estado poniendo anuncios en un lienzo de pared del Tabulario. Provisto de una esponja que había llevado conmigo, borré con unos cuantos restregones experimentados los rótulos electorales que ensuciaban las antiguas piedras (Con el apoyo de las manicuras de los baños de Agripina… el habitual candidato refinado). Tras borrar aquella basura ofensiva de nuestra herencia arquitectónica, me quedó un buen espacio, justo a la altura de los ojos, para colocar allí mi inscripción.
Didio Falco
para toda clase de investigaciones
legales o domésticas
Discreción + Buenas referencias
Tarifas económicas
Razón en la Lavandería del Aquila
Patio de la Fuente.
Seductor, ¿verdad?
Sabía perfectamente la clase de clientela que aquello me traería: astutos dependientes de tiendas de mercancías importadas que querrían comprobar la salud financiera de las ricas viudas que estaban cortejando, o camareros de taberna preocupados por la desaparición de sus queridas.
Los primeros nunca tenían interés, pero los camareros podían resultar útiles. Un informante privado puede demorar semanas buscando a una mujer perdida y, cuando se cansa de poner los pies en otras tabernas (si tal momento llega alguna vez), sólo tiene que señalarle al cliente que las camareras desaparecidas suelen ser encontradas con la cabeza separada del cuerpo y escondidas bajo el sótano de la casa de su novio. Normalmente, este comentario hace que la minuta por la vigilancia sea liquidada con una rapidez extraordinaria y, en ocasiones, los camareros abandonan la ciudad durante una larga temporada. Un alivio para Roma. Me gusta pensar que mi trabajo es útil a la comunidad.
Por supuesto, un camarero también puede resultar desastroso. La muchacha puede haber desaparecido de verdad, en compañía de un gladiador, por ejemplo, y uno tiene que pasar semanas investigando, sólo para terminar compadeciéndose del pobre imbécil que ha perdido su tortolita ligera de cascos, hasta el punto de no tener ánimos para pedirle el pago por los servicios prestados…
Acudí a los baños para hacer un rato de ejercicio con mi entrenador, por si el siguiente caso exigía de mí un gran esfuerzo físico.
Después, fui en busca de mi amigo, Petronio Longo. Era capitán de la guardia Aventina, lo que significaba que estaba acostumbrado a tratar con gente de todo tipo, mucha de ella de la variedad carente de escrúpulos, que podría necesitar mis servicios. Petro solía enviarme clientes, aunque sólo fuera para evitar el trato personal con aquellos tipejos cargantes.
No lo encontré en ninguno de sus lugares habituales, de modo que fui a su casa. Allí sólo hallé a su esposa, un desafortunado placer. Arria Silvia era una mujer menuda y bonita, de manos pequeñas y nariz bien dibujada, piel suave y cejas finas como las de un niño. En cambio, nada de suave había en su carácter, muestra de lo cual era la durísima opinión que tenía de mí.
—¿Qué tal Helena, Falco? ¿Te ha dejado ya?
—Todavía no.
—¡Lo hará! —me espetó. Hablaba en tono de broma, aunque bastante cáustico, y acogí sus palabras con cautela. Le dejé a Petro el mensaje de que me hallaba libre de obligaciones y, a continuación, me marché precipitadamente.
Ya que estaba por la zona, me acerqué a casa de mi madre. Mamá había salido de visita y no me sentía de humor para escuchar las quejas de mis hermanas respecto a sus maridos, de modo que di por terminada mi ronda de conocidos y parientes (una decisión nada difícil) y volví a casa.
Me recibió allí una escena inquietante. Había cruzado el callejón pestilente hacia la lavandería de Lenia, el establecimiento de precios reventados —del que desaparecían muchas prendas— que ocupaba la planta baja de nuestro edificio, cuando advertí la presencia de unos recios soldados cargados de correajes que aguardaban cerca del pie de las escaleras tratando de pasar inadvertidos. Un empeño difícil, pues las escenas de batalla de los bruñidos petos despedían un brillo que habría paralizado un reloj de arena, por no hablar de un transeúnte, y una decena de niños decididos se habían colocado en un círculo para contemplar boquiabiertos las plumas escarlata de sus cascos, desafiándose entre ellos a ver quién era capaz de meter palitos entre los fuertes tirantes de las botas. Se trataba de miembros de la guardia Pretoriana. Todo el Aventino debía de haberse enterado ya de su presencia.
No recordé haber hecho nada últimamente que pudiera despertar las objeciones de los militares, de modo que di por sentado que se trataba de una ronda inocente y continué mi marcha. Aquellos héroes estaban fuera de su habitual ambiente refinado y daban muestras de bastante nerviosidad. No me sorprendió ser detenido al pie de la escalera por dos lanzas que se cruzaron ante mi pecho.
—Tranquilos, muchachos, no me vayáis a estropear la ropa. ¡A esta túnica aún le quedan varias décadas de vida…!
Una muchacha de la lavandería apareció entre el vapor con una mueca burlona en el rostro y cargando una cesta de ropa sucia especialmente desagradable. La mueca iba dirigida a mí.
—¿Amigos tuyos? —preguntó la chica con sorna.
—¡No me insultes! Deben de haber salido a detener a algún alborotador y se habrán perdido…
Pero era evidente que no estaban allí para detener a nadie. Sin duda, algún afortunado ciudadano de aquella sórdida parte de la sociedad estaba recibiendo la visita de un miembro de la familia imperial, de incógnito salvo por la destacada presencia de guardia personal.
—¿Qué sucede? —pregunté al centurión que estaba al mando.
—Es confidencial. ¡Circula!
Para entonces, ya había adivinado quién era la víctima (yo) y la razón de la visita (convencerme de que aceptara la misión en Germania de la que me había avisado Momo). Me sentí lleno de malos presagios. Un encargo tan especial o tan urgente como para exigir semejante trato personal debía de implicar unas dificultades de las que, sin duda, iba a abominar. Me detuve un momento y me pregunté cuál de los Flavios habría aventurado sus pies principescos por el fétido fango de nuestro callejón.
El emperador en persona, Vespasiano, era demasiado distinguido y sensible en cuestiones de protocolo como para mezclarse con la plebe. Además, ya había cumplido los sesenta. No habría podido con las escaleras de mi casa.
En cuanto a su hijo menor, Domiciano, cierta vez me había cruzado en su camino. En esa ocasión había desenmascarado una jugarreta del joven césar, lo cual significaba que ahora Domiciano querría verme borrado de la faz de la tierra, y yo sentía lo mismo hacia él. Sin embargo, en nuestras relaciones sociales nos limitábamos a ignorarnos.
Tenía que ser Tito.
—¿Tito César ha venido a ver a Falco? —Sí, era lo bastante impetuoso para ello. Con un expresivo gesto de desprecio al secretismo oficial dirigido al militar, aparté las puntas de las lanzas, impresionantemente relucientes, con uno de mis delicados dedos—. Soy Marco Didio. Será mejor que me dejes pasar para que pueda escuchar qué nueva alegría me depara esta vez la burocracia.
Me permitieron pasar, aunque no sin dirigirme una mirada sarcástica. Tal vez habían creído que su heroico comandante se había rebajado a un escarceo con una prostituta del Aventino.
Sin darme ninguna prisa, dada mi condición de ferviente republicano, subí las escaleras.
Cuando entré, Tito estaba hablando con Helena. Me detuve en el acto. La mirada que habían cruzado los pretorianos empezaba a tener más sentido. Y empecé a pensar que había sido un estúpido.
Helena estaba sentada en el balcón, una estrecha plataforma que colgaba peligrosamente sobre el costado del edificio y cuyos viejos soportes de piedra se sostenían firmes gracias, sobre todo, a la mugre acumulada en veinte años. Aunque había espacio suficiente para que un tipo informal como yo compartiera el banco con ella, Tito había permanecido, educadamente, de pie junto a la puerta. Ante él se extendía una vista espectacular de la gran ciudad que gobernaba su padre, pero Tito no prestaba atención a la panorámica. Con Helena presente, ¿quién se la prestaría?, me dije. Y Tito compartía mi opinión abiertamente.
Teníamos la misma edad y era un tipo optimista, de cabello rizado, que jamás se dejaría amargar por la vida. Aun cuando las palmas de pan de oro bordadas en su túnica eran una visión incongruente en aquel alojamiento tan poco majestuoso, Tito conseguía no parecer fuera de lugar. Tenía una personalidad atractiva y se sentía cómodo allí donde estuviera. Era agradable y, para alguien de su alto rango, refinado hasta las cintas de las sandalias. Era un versátil negociador político: senador, general, comandante de los pretorianos, mecenas de edificios públicos y benefactor de las artes. Además, era bien parecido. Yo tenía a la chica (aunque no lo declarásemos en público); Tito César tenía todo lo demás.
En el instante en que lo vi hablando con Helena, su rostro tenía una expresión complacida, juvenil, que me hizo apretar los dientes. Estaba apoyado en la puerta con los brazos cruzados, ajeno a que las bisagras podían ceder en cualquier momento. Esperé que así fuera. Ojalá dieran con Tito y su espléndida túnica púrpura de espaldas en el suelo de mi destartalado aposento. A decir verdad, tan pronto lo vi allí, en animada conversación con mi novia, me puse de un humor en el que casi cualquier traición parecía una idea brillante.
—Hola, Marco —dijo Helena… poniendo demasiado cuidado en adoptar una expresión neutra.