I

—¡Una cosa está clara! —le aseguré a Helena Justina—. ¡No voy a ir a Germania!

Inmediatamente, vi cómo empezaba a planificar los preparativos para la marcha.

Nos hallábamos en la cama de mi piso de la parte alta del Aventino, un cuchitril en la sexta planta del edificio, un nido de cucarachas si no fuera porque la mayor parte de éstas se cansaba de subir escaleras mucho antes de llegar a aquella altura. A veces me las encontraba en algún rellano, derrengadas, con las antenas caídas y las patitas cansadas…

Era un rincón del cual uno sólo podía reírse, a menos que la mugre le partiese el alma. Hasta la cama era inestable. Y eso después de que le hubiera reparado una pata y tensado las correas del bastidor.

Yo estaba probando una nueva manera de hacerle el amor a Helena, que había inventado en un intento por evitar que nuestra relación decayese. La conocía desde hacía un año, la había dejado seducirme después de seis meses de pensármelo y finalmente, hacía apenas dos semanas, había logrado convencerla de que viniera a vivir conmigo. A juzgar por mis anteriores experiencias con las mujeres, debía de estar a punto de oír de sus labios que bebía y dormía demasiado y que su madre la necesitaba en casa urgentemente.

Mis esfuerzos atléticos por captar su interés no habían pasado inadvertidos.

—Didio Falco… ¿Adónde has aprendido… esta postura?

—La he inventado yo mismo…

Helena era hija de un senador. Esperar de ella que soportase mi mugriento estilo de vida por más de quince días era pedir demasiado a mi suerte. Sólo un idiota consideraría su escapada conmigo como algo más que un escarceo intrascendente antes de casarse con algún vejestorio barrigudo, de esos con galas de patricio capaz de ofrecerle pendientes de esmeraldas y una villa de verano en Sorrento.

Yo, por mi parte, la adoraba. Pero también era el idiota que mantenía la esperanza de que la aventura durase.

—No te gusta mucho… —Como informante privado, mi capacidad de deducción era bastante mediocre.

—¡No creo que… que vaya a funcionar! —jadeó Helena.

—¿Por qué no? —Se me ocurrían varias razones. Tenía un calambre en la pantorrilla izquierda, un dolor agudo bajo un riñón y mi entusiasmo estaba flaqueando como el de un esclavo que no puede dejar la casa un día de fiesta.

—Uno de los dos —apuntó Helena— terminará por reírse.

—Pues en el dibujo de la cara posterior de esa vieja teja parecía perfecta.

—Es como los huevos en salmuera. La receta parece fácil, pero los resultados son decepcionantes.

Respondí que no estábamos en la cocina y Helena preguntó entonces, tímidamente, si creía que serviría de algo probar allí. Como mi casucha del Aventino carecía de tal comodidad, consideré la pregunta puramente retórica.

Terminamos por reírnos los dos, si a alguien le interesa saberlo.

Después, procedí a desatarnos y le hice el amor a Helena como más nos gustaba a ambos.

—Por cierto, Marco, ¿cómo sabes que el emperador quiere enviarte a Germania?

—Rumores desagradables que se extienden por el Palatino.

Aún seguíamos en la cama. Después de que mi último caso hubiera llegado a duras penas a lo que parecía su conclusión, me había prometido una semana de tranquilidad doméstica. Debido a la escasez de nuevos encargos, había muchos huecos en el programa de mi actividad laboral. En realidad, no tenía un solo asunto entre manos. Podía quedarme en cama todo el día, si quería. Y eso hacía.

—¿Y bien…? —Helena era una mujer insistente—. ¿Has estado haciendo indagaciones, pues?

—Suficientes para decidir que se ocupe otro incauto de la misión del emperador.

Como en ocasiones realizaba alguna actividad encubierta para Vespasiano, me había acercado a palacio para investigar mis posibilidades de obtener de él algún denario corrupto. Antes de presentarme en la sala del trono, había tomado la precaución de husmear un poco por los pasadizos. Una sabia decisión, pues una oportuna charla con un viejo conocido llamado Momo me había hecho escurrir el bulto y volver a casa.

—¿Mucho trabajo, Momo? —pregunté.

—Poco dinero. He oído que tu nombre está en la lista para el viaje a Germania… —respondió (con una sonrisa burlona que me indicó que era algo a evitar).

—¿Qué viaje es ése?

—La calamidad que te mereces —contestó con una sonrisa—. No sé qué investigación de la Decimocuarta Gémina…

Me faltó tiempo para envolverme en la capa hasta las orejas y escapar de allí antes de que nadie pudiera informarme oficialmente. Sabía lo bastante acerca de la Decimocuarta Legión para poner todo mi empeño en evitar un contacto más cercano y, sin entrar en dolorosas historias, no había ninguna razón por la que aquel grupo de bravucones jactanciosos tuviera que acoger de buena gana mi visita.

—¿Te ha dicho algo el emperador, en realidad? —insistió mi amada.

—No se lo permitiría, Helena. No me gustaría ofenderlo rechazando su maravillosa propuesta…

—La vida sería mucho más directa y franca si dejaras que te lo pidiera y luego, sencillamente, le dijeras que no.

Le dediqué una mueca que decía que las mujeres (incluso las hijas de senadores más educadas e inteligentes) jamás llegarían a entender las sutilezas de la política… a lo cual ella respondió con un empujón a dos manos que me sacó de la cama y me mandó al suelo.

—Tenemos que comer, Marco. ¡Ve a buscar trabajo!

—¿Y tú qué vas a hacer?

—Voy a pintarme la cara durante un par de horas, por si viene mi amante.

—¡Ah, bien! Me voy y le dejo el campo libre…

Lo del amante era una broma. O al menos eso esperaba yo.